jueves, 26 de octubre de 2017

El Rey Lear. William Shakespeare.

... ¿Esperas que el miedo imponga silencio al deber, cuando, seducido por vanas palabras, inmolas tu poder a la lisonja?

... Un timbre de voz tímido y modesto no es, ordinariamente, eco de un corazón vacío e insensible.

... Lear: Te lo ruego, hija mía; no hagas que me vuelva loco. No quiero causarte la menor incomodidad, hija mía. Adios, no volveremos a encontrarnos más, pero con todo eres de mi carne, de mi sangre, mi hija. O más bien eres veneno engrendrado de mi sangre corrompida. Nada quiero reprocharte; caiga sobre ti el oprobio cuando quiera; no lo llamaré. No provocaré sobre tu cabeza los dardos del dios que fulgura el rayo. Enmiéndate cuando puedas. Todo puedo sufrirlo con paciencia.

... Insensato quien fía en la mansedumbre de un lobo domesticado, en la grupa de un caballo, en la amistad de un joven y en el juramento de una cortesana.

Cuando vemos a hombre de superior jerarquía compartir nuestros males e infortunios, casi damos al olvido los propios. Quien sufre solo, sufre sobre todo en su alma, considerando a los demás exentos de penas y nadando en venturas.




jueves, 19 de octubre de 2017

Nos vemos allá arriba. Pierrre Lemaitre.



…Así es como acaba una guerra, mi querido Eugène, con un inmenso dormitorio lleno de tipos exhaustos a quienes ni siquiera son capaces de mandar a casa en condiciones. Nadie que te diga una palabra o simplemente te estreche la mano. Los periódicos nos prometían arcos de triunfo, pero nos amontonan en barracones abiertos a los cuatro vientos. La “emocionada gratitud de una Francia reconocida” (te juro que lo he leído, palabra por palabra, en Le Matin) se ha convertido en continuas pejigueras, nos regatean los 52 francos del peculio, nos escatiman la ropa, la sopa y el café, nos llaman ladrones.

Berta Isla. Javier Marías.



También Berta, como Tomás, parecía saber desde muy pronto a qué clase de individuo pertenecía, a qué clase de muchacha y de mujer futura, como si jamás hubiera dudado de que su papel era protagonista y no secundario, al menos en su propia vida. Hay personas que temen verse como secundarias, en cambio, hasta de su propia historia, como si hubieran nacido sabiendo que, por ´nicas que todas sean, la suya no merecerá ser contada por nadie, o será sólo objeto de referencias al contarse  la de otra, más azarosa y llamativa. Ni siquiera como pasatiempo de una sobremesa alargada, o de una noche junto al fuego sin sueño.

De modo que se limitó a guardar el recuerdo como refugio, como un sitio cada vez más nebuloso y distante –pero añorado vagamente y privilegiado- al que trasladarse cuando quisiera con la poderosa mente, como quien se consuela diciéndose que si hubo un tiempo de despreocupación e improvisación, de frivolidad y capricho, todavía ha de haberlo en alguna parte, aunque se haga difícil regresar a él salvo con la memoria que se diluye y el pensamiento inmóvil que no avanza ni retrocede: sólo vuelve a la misma escena que se repite inmutable del primer al último detalle, hasta que acaba por adquirir las característica de una pintura, siempre idéntica, sin desarrollo ni alteración desesperantemente.

Lo decisivo jamás se muestra, ni siquiera se comunica, o no en su momento; al contrario, se esconde y se silencia siempre, o durante muchísimo tiempo: si acaso se cuenta cuando ya no interesa, cuando es pasado remoto, y a la gente el pasado le trae sin cuidado, cree que no le afecta y que no puede cambiarse, y lleva razón en esto último.

No siempre reconocemos las historias de amor de los demás, ni siquiera cuando somos nosotros su objeto, su meta, su fin.

La verdad no cuenta, porque se trata de que decida sobre ella, de que la establezca alguien que nunca sabe cuál es: me refiero a un juez… Que nadie se percate de la imposibilidad de esa tarea inmemorial y universal, de su sinsentido, es algo que siempre escapará a mi comprensión.

Se nace cada vez que se sobrevive a alguien cercano, cada vez que se produce una baja, y ésta tira de nosotros pero no logra arrastrarnos por la garganta del mar que la ha engullido.

Lo dicen como si no fuera ese el destino de casi todos nosotros, como si eso no fuera lo que le espera a todo el mundo desde su nacimiento, pasar por la tierra sin que su presencia la altere lo más mínimo, como si todos fuéramos sólo adornos, figurantes de un rama o figuras de fondo inmóviles hasta la eternidad en una pintura, masa indistinguible y prescindible y superflua, conmutables e invisibles todos, todos nadie. Las excepciones son tan escasas que se puede considerar que no cuentan, y aun de esas no queda ni rastro al cabo de poco tiempo, de un siglo o de diez años: la mayoría se iguala con los que jamás importaron y es que si ningún hubiera existido, o acaso como una brizna de hierba, una mota de polvo, una vida, una guerra, una ceniza, un viento, lo que para Wheeler es algo y sin embargo nadie recuerda. Ni siquiera las guerras se recuerdan, una vez limpiado el campo.

Pero todos sabemos que lo que se empieza con desgana, incluso con aversión, puede acabar seduciéndonos por la fuerza del acostumbramiento y un inesperado afán de repetición, Uno puede descubrir que quien no lo atraía al principio lo ha atrapado a la postre contra todos los vaticinios y en contra de su voluntad inicial. De la misma manera que cuando nos sobreviene un sueño sexual con alguien inimaginable, la siguiente vez que nos lo encontramos no podemos evitar considerarlo con una vaga, reticente y hasta culpable lascivia, como si se nos hubiera inoculado un virus mientras dormíamos desprevenidos; por mucho que la rechacemos en la vigilia, esa persona ha adquirido en nuestra conciencia una dimensión de la que carecía y que con nuestros sentidos despiertos estaba condenada a no tener jamás. Y tanto más puede adquirirla quien además nos ha probado y vencido, quien ha sabido estimularnos pese a nuestra falta de deseo y nuestra resistencia y pasividad, quien nos ha hecho sentir vergüenza y lamentarnos de nuestro consentido placer, contra todo pronóstico y à contracoeur. Y quién no ha conocido eso alguna vez…

Todo esto es palabrería patriótica, aunque a esa clase de palabrería seguramente nunca le falte cierta dosis de razón, porque se inspira siempre en una media verdad: claro que hay asechanzas, enemigos, riesgos. Por eso arrastra a menudo a las masas ansiosas de simplificaciones y de apariencias de verdad.

Un tipo sanguinario y sentimental como tantos otros a lo largo de la historia, con cuánta frecuencia se da esa mezcla y cuán temibles son los sensibleros, con sus emociones particulares a flor de piel y su fiereza con las de los demás.
Hay circunstancias en las que no es posible actuar según la ley ni andar pidiendo permiso para cada iniciativa. Si el enemigo no lo hace, el que conserva los escrúpulos pierde, está condenado. En las guerras es así desde hace siglos. Ese concepto moderno de “crímenes de guerra” es ridículo, es estúpido, porque la guerra consiste sobre todo en crímenes, en todos los frentes y del primer al último día. Así que una de dos: o no se libran, o hay que estar dispuesto a cometer los crímenes que surjan, los que se tercien para alcanzar la victoria, una vez se han empezado.
Nadie sabe nunca si son buenas las causas ajenas, aunque sean las del  propio país… Las causas son sólo de sus representantes, tenlo en cuenta, que siempre son temporales y se desautorizan unos a otros a medida que se van sucediendo.

El pueblo siempre sale inocente. El pueblo, que a menudo es vil y cobarde e insensato, nunca se atreven los políticos a criticarlo, nunca lo riñen ni le afean su conducta, sino que invariablemente lo ensalza, cuando poco suele tener de ensalzable, el de ningún sitio. Es sólo que se ha erigido en intocable y hace las veces de los antiguos monarcas despóticos y absolutistas. Como ellos, posee la prerrogativa de la veleidad impune, no responde de lo que vota ni de a quién elige, de lo que apoya, de lo que calla y otorga o impone y aclama. ¿Qué culpa tuvo del franquismo en España, como del fascismo en Italia o del nazismo en Alemania y Austria, en Hungría y Croacia? ¿Qué culpa tuvo del stalinismo en Rusia ni del maoísmo en la China? Ninguna, nunca; siempre resulta ser víctima y jamás es castigado (naturalmente no va a castigarse a sí mismo; de sí mismo se compadece y apiada) el pueblo no es sino el sucesor de aquellos reyes arbitrarios, volubles, sólo que con millones de cabezas, es decir, descabezado. Cada una de ellas se mira en el espejo con indulgencia y alega con un encogimiento de hombros; “Ah, yo no tenía ni idea. A mí me manipularon, me indujeron, me engañaron y me desviaron. Y qué sabía yo, pobre mujer de buena fe, pobre hombre ingenuo”. Sus crímenes están tan repartidos que se desdibujan y se diluyen, y así los autores anónimos están en disposición de cometer los siguientes, en cuanto pasan unos años y nadie se acuerda de los anteriores.

Y uno descubre –la verdad, sin gran sorpresa- que hay lealtades inmerecidas e incondicionalidades inexplicables, personas con las que uno tuvo una determinación y un propósito juveniles o más bien primitivos, y que el primitivismo prevalece por encima de la madurez y la lógica, del odio de los engañados y el resentimiento.

Y quizá piensa que, todo sumado, pertenece a esa clase de personas que no se ven protagonistas ni de su propia historia, sacudida por otros desde el principio; que descubren a mitad del camino que, por únicas que todas sean, la suya no merecerá ser contada por nadie, o será sólo objeto de referencia al contarse la de otra, más azarosa y llamativa, y sobre todo más elegida… Eso es lo que suele pasar con las vidas que, como la mía y también la suya, en realidad como tantas y tantas, solamente están y esperan.

lunes, 9 de octubre de 2017

De sentimiento trágico de la vida. Miguel de Unamuno.


¿Dialoga? ¿Con quién? 

Consigo mismo. Nuestra conversación interior es un diálogo, y no ya sólo entre dos, sino entre muchos. La sociedad nos impone silencio y una conversación ficticia. Porque la verdadera conversación es la que sostenemos en nuestro interior. Después que usted y yo nos separemos, continuaremos conversando uno con otro y yo me diré lo que debía decirle ahora y no se lo digo y me contestaré lo que usted debe contestarme y no me contesta. ¡Si usted supiera cuánto me acuerdo de las cosas que debí decirle a usted en tal o cual ocasión y no se las dije! Ya ve, pues, cómo puede uno acordarse de lo que no fue, sino debió haber sido.