También Berta, como Tomás,
parecía saber desde muy pronto a qué clase de individuo pertenecía, a qué clase
de muchacha y de mujer futura, como si jamás hubiera dudado de que su papel era
protagonista y no secundario, al menos en su propia vida. Hay personas que
temen verse como secundarias, en cambio, hasta de su propia historia, como si
hubieran nacido sabiendo que, por ´nicas que todas sean, la suya no merecerá
ser contada por nadie, o será sólo objeto de referencias al contarse la de otra, más azarosa y llamativa. Ni
siquiera como pasatiempo de una sobremesa alargada, o de una noche junto al
fuego sin sueño.
De modo que se limitó a guardar
el recuerdo como refugio, como un sitio cada vez más nebuloso y distante –pero añorado
vagamente y privilegiado- al que trasladarse cuando quisiera con la poderosa
mente, como quien se consuela diciéndose que si hubo un tiempo de
despreocupación e improvisación, de frivolidad y capricho, todavía ha de
haberlo en alguna parte, aunque se haga difícil regresar a él salvo con la
memoria que se diluye y el pensamiento inmóvil que no avanza ni retrocede: sólo
vuelve a la misma escena que se repite inmutable del primer al último detalle,
hasta que acaba por adquirir las característica de una pintura, siempre idéntica,
sin desarrollo ni alteración desesperantemente.
Lo decisivo jamás se muestra, ni
siquiera se comunica, o no en su momento; al contrario, se esconde y se silencia
siempre, o durante muchísimo tiempo: si acaso se cuenta cuando ya no interesa,
cuando es pasado remoto, y a la gente el pasado le trae sin cuidado, cree que
no le afecta y que no puede cambiarse, y lleva razón en esto último.
No siempre reconocemos las
historias de amor de los demás, ni siquiera cuando somos nosotros su objeto, su
meta, su fin.
La verdad no cuenta, porque se
trata de que decida sobre ella, de que la establezca alguien que nunca sabe
cuál es: me refiero a un juez… Que nadie se percate de la imposibilidad de esa
tarea inmemorial y universal, de su sinsentido, es algo que siempre escapará a
mi comprensión.
Se nace cada vez que se sobrevive
a alguien cercano, cada vez que se produce una baja, y ésta tira de nosotros pero
no logra arrastrarnos por la garganta del mar que la ha engullido.
Lo dicen como si no fuera ese el
destino de casi todos nosotros, como si eso no fuera lo que le espera a todo el
mundo desde su nacimiento, pasar por la tierra sin que su presencia la altere
lo más mínimo, como si todos fuéramos sólo adornos, figurantes de un rama o
figuras de fondo inmóviles hasta la eternidad en una pintura, masa
indistinguible y prescindible y superflua, conmutables e invisibles todos,
todos nadie. Las excepciones son tan escasas que se puede considerar que no
cuentan, y aun de esas no queda ni rastro al cabo de poco tiempo, de un siglo o
de diez años: la mayoría se iguala con los que jamás importaron y es que si ningún
hubiera existido, o acaso como una brizna de hierba, una mota de polvo, una
vida, una guerra, una ceniza, un viento, lo que para Wheeler es algo y sin
embargo nadie recuerda. Ni siquiera las guerras se recuerdan, una vez limpiado
el campo.
Pero todos sabemos que lo que se
empieza con desgana, incluso con aversión, puede acabar seduciéndonos por la
fuerza del acostumbramiento y un inesperado afán de repetición, Uno puede descubrir
que quien no lo atraía al principio lo ha atrapado a la postre contra todos los
vaticinios y en contra de su voluntad inicial. De la misma manera que cuando
nos sobreviene un sueño sexual con alguien inimaginable, la siguiente vez que
nos lo encontramos no podemos evitar considerarlo con una vaga, reticente y
hasta culpable lascivia, como si se nos hubiera inoculado un virus mientras
dormíamos desprevenidos; por mucho que la rechacemos en la vigilia, esa persona
ha adquirido en nuestra conciencia una dimensión de la que carecía y que con
nuestros sentidos despiertos estaba condenada a no tener jamás. Y tanto más
puede adquirirla quien además nos ha probado y vencido, quien ha sabido
estimularnos pese a nuestra falta de deseo y nuestra resistencia y pasividad,
quien nos ha hecho sentir vergüenza y lamentarnos de nuestro consentido placer,
contra todo pronóstico y à contracoeur. Y
quién no ha conocido eso alguna vez…
Todo esto es palabrería patriótica,
aunque a esa clase de palabrería seguramente nunca le falte cierta dosis de
razón, porque se inspira siempre en una media verdad: claro que hay asechanzas,
enemigos, riesgos. Por eso arrastra a menudo a las masas ansiosas de
simplificaciones y de apariencias de verdad.
Un tipo sanguinario y sentimental
como tantos otros a lo largo de la historia, con cuánta frecuencia se da esa
mezcla y cuán temibles son los sensibleros, con sus emociones particulares a
flor de piel y su fiereza con las de los demás.
Hay circunstancias en las que no
es posible actuar según la ley ni andar pidiendo permiso para cada iniciativa.
Si el enemigo no lo hace, el que conserva los escrúpulos pierde, está
condenado. En las guerras es así desde hace siglos. Ese concepto moderno de “crímenes
de guerra” es ridículo, es estúpido, porque la guerra consiste sobre todo en
crímenes, en todos los frentes y del primer al último día. Así que una de dos:
o no se libran, o hay que estar dispuesto a cometer los crímenes que surjan,
los que se tercien para alcanzar la victoria, una vez se han empezado.
Nadie sabe nunca si son buenas
las causas ajenas, aunque sean las del
propio país… Las causas son sólo de sus representantes, tenlo en cuenta,
que siempre son temporales y se desautorizan unos a otros a medida que se van
sucediendo.
El pueblo siempre sale inocente. El
pueblo, que a menudo es vil y cobarde e insensato, nunca se atreven los
políticos a criticarlo, nunca lo riñen ni le afean su conducta, sino que
invariablemente lo ensalza, cuando poco suele tener de ensalzable, el de ningún
sitio. Es sólo que se ha erigido en intocable y hace las veces de los antiguos
monarcas despóticos y absolutistas. Como ellos, posee la prerrogativa de la
veleidad impune, no responde de lo que vota ni de a quién elige, de lo que
apoya, de lo que calla y otorga o impone y aclama. ¿Qué culpa tuvo del
franquismo en España, como del fascismo en Italia o del nazismo en Alemania y
Austria, en Hungría y Croacia? ¿Qué culpa tuvo del stalinismo en Rusia ni del
maoísmo en la China? Ninguna, nunca; siempre resulta ser víctima y jamás es
castigado (naturalmente no va a castigarse a sí mismo; de sí mismo se compadece
y apiada) el pueblo no es sino el sucesor de aquellos reyes arbitrarios,
volubles, sólo que con millones de cabezas, es decir, descabezado. Cada una de
ellas se mira en el espejo con indulgencia y alega con un encogimiento de
hombros; “Ah, yo no tenía ni idea. A mí me manipularon, me indujeron, me
engañaron y me desviaron. Y qué sabía yo, pobre mujer de buena fe, pobre hombre
ingenuo”. Sus crímenes están tan repartidos que se desdibujan y se diluyen, y
así los autores anónimos están en disposición de cometer los siguientes, en
cuanto pasan unos años y nadie se acuerda de los anteriores.
Y uno descubre –la verdad, sin
gran sorpresa- que hay lealtades inmerecidas e incondicionalidades
inexplicables, personas con las que uno tuvo una determinación y un propósito
juveniles o más bien primitivos, y que el primitivismo prevalece por encima de
la madurez y la lógica, del odio de los engañados y el resentimiento.
Y quizá piensa que, todo sumado,
pertenece a esa clase de personas que no se ven protagonistas ni de su propia
historia, sacudida por otros desde el principio; que descubren a mitad del
camino que, por únicas que todas sean, la suya no merecerá ser contada por
nadie, o será sólo objeto de referencia al contarse la de otra, más azarosa y
llamativa, y sobre todo más elegida… Eso es lo que suele pasar con las vidas
que, como la mía y también la suya, en realidad como tantas y tantas, solamente
están y esperan.
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