lunes, 9 de junio de 2025

Aquella mitad de mi tiempo. Javier Marías.

En este país casi nadie recuerda nada; de los que recuerdan, muchos falsean; y lo que no tienen edad simplemente no saben.

 

El cúmulo de recuerdos, imágenes, ecos, situaciones y escenas, agravios y penas, convenciones y risas que poseemos todos y que es lo que nos constituye, lo que nos da identidad y nos permite llamarnos <<yo>> desde que adquirimos conciencia de esa idea hasta que toda conciencia cesa; ese cúmulo personal, intransferible e irrepetible queda un día borrado entero, casi como si no hubiera existido.

 

Esa distancia enorme con la que vemos los acontecimientos que en sí son aún cercanos, nos lleva a relegar más de la cuenta a los que ya no están. El mundo cambia a tal velocidad que cualquiera que de él se apee es convertido en pasado con más celeridad que nunca, quiero decir en pasado remoto… Y uno se pregunta cómo es posible que alguien a quien aún siente cercano y tiene presente a diario empiece a no ser su contemporáneo, y se extraña de que ya no coincidan vivencias, cuando coincidieron tantos años y de que su tiempo haya dejado de ser el de él.

 

Tarda uno mucho en darse cuenta de que son y han sido más que eso, distinto de los que siempre han estado ahí y conocemos. Tarda uno tanto que a muchos ni siquiera les llega nunca ese momento, el de pararse a pensar que quiénes fueron nuestros padres antes de serlo, y antes de conocerse ellos; o también durante: durante nuestra infancia, cuando aún eran jóvenes; o la adolescencia, cuando no lo eran tanto, pero en modo alguno eran viejos. Los vemos tan de una pieza, y les asignamos y adoptan desde el principio una función tan vital, que en el fondo lo que nos cuesta es creer que están en el mundo para otra cosa que para ser nuestros padres. Los damos tan por supuestos que apenas los vemos, aún menos los imaginamos.

 

Hoy, en las ciudades, se guarda poca memoria de quienes nos precedieron en los pisos y apartamentos, y a casi nadie preocupa saber si esas personas fueron allí razonablemente felices o desdichadas, si las paredes que contemplamos a diario fueron testigos de vehemencias o incertidumbres o esperas, de imploraciones o de rutinas, de tarareos o de imprecaciones o de crueldades: si alguien aquí padeció antes que nosotros o se ruborizó de gozo, si entre estas paredes se dijeron cosas que alguien que salió de aquí -quizá obligado- ya no va a olvidar nunca, alguien en cuya retina están para siempre impresas las habitaciones en las que dormimos, comemos, vemos la televisión o escribimos.

 

Tengo para mí que los más placenteros son los saberes inútiles, los que uno adquiere como sin querer, por mera afición, y a los que apenas saca ningún provecho. Y, siempre que muere alguien, una de las cosas que más me cochan y me resultan más incomprensibles es la desaparición repentina, abrupta, de cuento el vivo recordaba y sabía hasta hacía unos momentos. ¿Adónde va todo eso, los apellidos de los profesores y compañeros del colegio, los rostros de los primeros novios o novias, aquellos que nos pudieron gustar sólo a distancia, los millares de anécdotas ce cualquier vida, las lenguas que hablábamos y leíamos, los infinitos nombres almacenados, de conocidos imprescindibles y de desconocidos superfluos…

 

Sea o no creyente, esto es, crea o no en otra vidas las única muerte que aquí conocemos, sus figuraciones no lo tienen a él como destinatario, no se ve a él mismo en el más allá ni tampoco en la cesación absoluta; sino que contempla el escenario de sus actuales desdicha o ultrajes, en una especie de anhelo cinematográfico, o anhelo de ser fantasma: imagina lo que ocurrirá si él o ella ya no estuvieran, la noticia llegado a cuantas personas conoce, sobre todo a las más cercanas y a las que más daos le hacen; imagina su reacción, su dolor, su arrepentimiento, su desesperación incluso, más adelante su añoranza. Las imagina en su entierro, y si es alguien público, también imagina lo que escribirán los periódicos. Sí, es una fantasma tan reconfortante que a veces satisface el deseo de venganza: <<Se han portado más conmigo; les infligiré el castigo de la muerte>>. Y así hay numerosos suicidios -no digamos tentativas- que se ejecutan tan sólo para vengarse del otro o de otros, para arrojar sobre ellos una culpa infinita que los acompañará el resto de sus existencia. <<Quieres librarte de mí, no me soportas>>, puede pensar el amante despechado. <<Me mataré para que así no te libras nunca y para siempre hayas de soportarme>>.

Es común todo esto, y sin embargo resulta extraño. En ocasiones no sé si son los tiempos lo que tanto cambian o si es uno mismo el que cambia tanto con sus años, y se engaña menos. Lo cierto es que esta clase de ensoñación por lo general se queda corta, corta en el tiempo. Quien imagina su muerte detiene sus figuraciones casi allí donde se detendría él mismo: en la impresión, el lamento, las dudas, la sepultura. Pero olvida -y quizá es normal que lo haga- que la vida de los otros sigue, acaso durante decenios. Olvida que los días pasan y todo se difumina; que quien hoy no puede conciliar el sueño acaba siempre durmiendo; quien se obsesiona con los recuerdos acaba sustituyéndolos por algún presente que por fin lo alivia o distrae o interesa; quien tiene remordimientos acaba por justificarse y tranquilizar su conciencia. Y lo que es aún peor: queda el muerto a mercede de los vivos, que contarán sobre él o ella sin que haya mentís posible; le atribuirán bajeza y no habrá respuesta; o se colgarán medallas resaltando cuanto hicieron por uno aquellos que más lo infamaron; dirán que fueron amigos tuyos quienes te odiaron, y usurparán y mancharán tu nombre; tergiversarán tus hechos y robarán tus dichos y tus recuerdos; y acaso quienes más te impulsaron a abandonar el campo cantará tus alabanzas sin que puedas afeárselo ni tacharlos de falsos. << Seré amado cuando falte.>> tal vez, pero aún así es mejor no faltar, o más bien ser el último en despedirse por lo tanto el último en contar el cuento. Al menos, háganme caso, en el terreno de las figuraciones.

 

Y cuando uno hace cómputos se da cuenta de la cantidad de personas que ha ido dejando o que lo han dejado a uno, desde los compañeros del colegio en adelante, como si nadie pudiera durarnos tanto como nos duramos a nosotros mismos sin posible escapatoria. Hay amigos a los que uno ve a diario durante prolongadas temporadas o aún largos años, y entonces parece imposible concebir la existencia sin ellos, sin su compañía cotidiana o casi. Y sin embargo, al cabo del tiempo que se deslizó fugitivo, uno se da cuenta de que hace mucho que no sabe nada de aquella gente con la que una vez habló a diario y a quien necesitaba informar de cuanto le acontecía y esta puntualmente enterado de lo que le ocurría a ella.

 

Resulta muy frustrante acabar un libro, y ver que no te han dejado la menor huella. Me gustan los libros que son algo más que divertidos, o ingeniosos. Prefiero lo que dejan una resonancia, un ambiente, tras de sí. Eso es lo que yo siento al leer a Shakespeare y a Proust. Se producen iluminaciones, destellos de cosas que transmiten una forma de pensar completamente distinta. Recurro a palabras que tiene que ver con la luz porque a veces, como dijo Faulkner, me parece, encender una cerilla en plena noche en mitad del campo no te permite ver nada con más claridad, pero sí ver claramente la oscuridad que te rodea. Esto es lo que hace la literatura, por encima de todo. No es que ilumine las cosas, pero igual que la cerilla, te permite ver cuánta oscuridad hay.

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