miércoles, 16 de julio de 2025

La Montaña Mágica. Thomas Mann

El hombre no sólo vive su vida personal como individuos, sino que, consciente o inconscientemente, también participa de la de su época y de la de sus contemporáneos, así que, por más que considerase las bases generales e impersonales de su existencia como bases inmediatas, dadas por naturaleza, y permaneciese alejado de la idea de ejercer cualquier crítica contra ellas, como era el caso del buen Hans Castorp, era muy posible que sintiese su bienestar moral ligeramente afectado por sus defectos. El individuo puede tener presentes toda clase de objetivos personales, de fines, de esperanzas, de perspectiva, de los cuales extrae la energía para los grandes esfuerzos y actividades; ahora bien, cuando lo impersonal que le rodea, cuando la época misma, a pesar de su agitación, en el fondo está falta de objetivos y de esperanzas, cuando ésta se le revela como una época sin esperanzas, sin perspectivas y sin rumbo y cuando la pregunta sobre el sentido último, inmediato y más que personal de todos esos esfuerzos y actividades -pregunta planteada de manera consciente o inconsciente, pero planteada al fin y al cabo-, no encuentra otra respuesta que el silencio del vacío, resultará inevitable que, precisamente a los individuos más rectos, esta circunstancia conlleve cierto efecto paralizante que, por vía de lo espiritual y moral, se extienda sobre todo a la parte física y orgánica del individuo. Para estar dispuesto a realizar un esfuerzo considerable que rebase la medida de lo que comúnmente se practica, aunque la época no pueda dar una respuesta satisfactoria a la pregunta <<¿para qué?>>, se requiere bien una independencia y una pureza moral que son raras y propias de una naturaleza heroica, o bien una particular fortaleza de carácter.

 

…son tan libres…! Quiero decir que son tan jóvenes que para ellos el tiempo no tiene importancia.

 

Sí, soy un poco malicioso… La maldad, señor, es el espíritu de la crítica, y la crítica es el origen del progreso y la ilustración.

 

Un alma sin cuerpo es tan inhumana y espantosa como un cuerpo sin alma. Por cierto, lo primero es una rara excepción y lo segundo es el pan nuestro de cada día. Por regla general es el cuerpo el que domina, el que acapara toda la vida y se emancipa del modo más repugnante. Un hombre que lleva una vida de enfermo no es más que un cuerpo; eso es lo que va contra natura, lo humillante, pues en la mayoría de los casos tan hombre no vale mucho más que un cadáver.

 

La costumbre hace que la conciencia del tiempo se adormezca o, mejor dicho, quede anulada, y si los años de la niñez son vividos lentamente y luego el resto de la vida se desarrolla cada más deprisa y se acelera, también se debe a la costumbre. Sabemos perfectamente que introducir cambio y nuevas costumbres es el único medio del que disponemos para mantenernos vivos, para refrescar nuestra percepción del tiempo, en definitiva, para rejuvenecer, refortalecer y ralentizar nuestra experiencia del tiempo y, como ello, renovar nuestra conciencia de la vida en general.

Este es el objetivo del cambio de aires o lugar, del viaje de recreo: la recuperación que permite lo episódico, la variación. Los primeros días de permanencia en un lugar nuevo transcurren a un ritmo juvenil, es decir, robusto y desahogado, y esta fase comprende unos seis u ocho días. Pero luego, en la medida en que uno se <<adapta>>, comienza a sentir cómo se van acortando, quien aprecia la vida o, mejor aún, quien desea apreciarla, percibe con horror cómo los días se van haciendo ligeros y fugaces de nuevo, y la última semana – por ejemplo, de cuatro- posee una rapidez y fugacidad terribles. Evidentemente, el rejuvenecimiento de nuestra conciencia del tiempo se hace patente al salir otra vez de esta nueva rutina y se manifiesta cuando retomamos nuestra vida de siempre. Los primeros días en casa después de haber estado fuera nos parecen también nuevos, desahogados y juveniles, pero eso es sólo al principio, pues uno se acostumbre más deprisa a la regularidad que a su interrupción, y cuando nuestro sentido del tiempo ya está marcado por la edad, o -y esto es signo de una debilidad congénita- no ha estado nuca muy desarrollado, se vuelve adormecer rápidamente y, al cabo de veinticuatro horas, es como si nuca nos hubiésemos marchado y el viaje no hubiese sido más que el sueño de una noche.

Ha definido a la perfección un aspecto incontestable moral de la música, a saber: que estructura el tiempo a través de un sistema de proporciones de una particular fuerza y así le da vida, alma y valor. La música saca al tiempo de la inercia, nos saca a nosotros de la inercia para que disfrutemos al máximo del tiempo… La música despierta…, y en este sentido es moral. El arte es moral en la medida en que despierta a las personas. Pero ¿qué pasa cuando ocurre lo contrario: cuando anestesia, adormece y obstaculiza la actividad y el progreso? La música también puede hacer eso, es decir, ejercer la misma influencia que los estupefacientes. ¡Un efecto diabólico, señores míos! El opio es cosa del diablo, pues provoca el embotamiento de la razón, el estancamiento, el ocio, la pasividad… Les aseguro que la música encierra algo sospechoso. Sostengo que es de una naturaleza ambigua. Y no es ir demasiado lejos si la califico de políticamente sospechosa.

 

…las palabras que designan un rasgo de carácter siempre encierran un juicio moral, bien sea en forma de elogio o de crítica, si ben todo juicio, en el fondo, tiene ambas caras.

 

…la palabra constituía el mayor honor del hombre, y sólo ese honor confería dignidad a su vida. No sólo el humanismo, sino la humanidad en general, toda la dignidad humana, el respecto hacia lo humano y el respeto al hombre por el hombre mismo; todo eso era inseparable de la palabra, y se hallaba, por tanto, estrechamente ligado a la literatura…

 

Toda moralidad y todo perfeccionamiento moral nacen del espíritu de la literatura, de ese espíritu de la dignidad humana que, a su vez, es también espíritu de la política y la humanidad. Sí, todo ello forma una unidad, es una misma fuerza y una misma idea y puede resumirse en un solo nombre.

-¿Cuál era ese nombre?... ¡Civilización!

 

¡Decir que el Renacimiento es el origen de la idolatría del Estado! ¡Menuda lógica de tres al cuarto! Las conquistas, y mire que utilizo esta palabra en su sentido etimológico, las granes conquistas del Renacimiento y la Ilustración, señor mío, se llaman individualidad, derechos humanos, libertad.

 

-Intentaba introducir un poco de lógica en nuestra conversación y usted me responde con grandes términos. Claro que sabía que el Renacimiento dio a luz a lo que llamamos liberalismo, individualismo y humanismo burgués. Pero sus <<sentidos etimológicos>>, eso me deja indiferente, pues la heroica edad de las conquistas, de sus ideales, ha quedado atrás hace mucho tiempo; esos ideales están muertos o, cuando menos, agonizantes, y los que han de darles el golpe de gracia ya están a las puertas. Usted se define, si no me equivoco, como un revolucionario. Pero si cree que el resultado de las revoluciones futuras será la libertad, se equivoca. El principio de la libertad ya se ha hecho realidad y se ha superado a lo largo de quinientos años.

 

No prosiguió Naphta-, no son la liberación y expansión del yo lo que constituye el secreto y la exigencia de nuestro tiempo. Lo que necesita, lo que está pidiendo, lo que tendrá es… el terror.

-¿Y se me permite saber -preguntó- quién o qué, según usted…?, ya ve que esto es una verdadera interrogante para mí, ni siquiera sé cómo he de preguntar… ¿quién o qué supone usted que encarnará ese… repito la palabra muy a mi pesar… terror?

Naphta permanecía callado, a la expectativa, con los ojos brillantes. Dijo entonces:

-Estoy a su disposición. No creo equivocarme al suponer que estamos de acuerdo en admitir un estado original e ideal de la humanidad, un estado sin organización social y sin violencia, un estado de unión directa de la criatura con Dios en el que no existían el poder ni la servidumbre, no existían la ley ni el castigo, ni la injusticia, ni la unión carnal, ni la diferencia de clases, ni el trabajo ni la propiedad; tan sólo la igualdad, la fraternidad y la perfección moral.

-Muy bien. Estoy de acuerdo -declaró Settembrini-. Estoy de acuerdo excepto en el punto de la unión carnal que, con toda evidencia, tuvo que producirse en algún momento, puesto que el hombre es un ser vertebrado altamente desarrollado y no es diferente de otros seres…

-Como quiera. Me limito a constatar que estamos básicamente de acuerdo en lo que se refiere a ese estado original y paradisíaco en que la humanidad vivió sin necesidad de justicia y en unión directa con Dios, estado que el pecado original comprometió. Creo que todavía podemos ir juntos un trecho más si entendemos el origen del Estado como un contrato social cerrado que, en respuesta a ese pecado, se establece para guardar al hombre de la injusticia, y si vemos también ahí el origen del poder soberano.

-Beníssimo -esclamó Settembrini-. El contrato social… eso es la Ilustración, Rousseau. No hubiera creído que…

-Permítame. Aquí se separan nuestros caminos. El hecho de que, originariamente, la totalidad del poder y la soberanía se encontrasen en manos del pueblo y de que éste transfiriese al Estado, al príncipe, su derecho a establecer y a hacer cumplir unas leyes, así como todo su poder, dio pie a la escuela que usted tanto defiende, sobre todo, el derecho revolucionario del pueblo frente a la realeza. Nosotros, por el contrario…

<<¿Nosotros? -se preguntó Hans Castorp intrigado-. ¿Quiénes somos “nosotros”? Más tarde he de preguntar a Settembrini a quién se refiere Naphta con la expresión “nosotros”.>>

-En cuanto a nosotros -continuó Naphta-, tal vez no menos revolucionarios que ustedes, hemos optado, desde siempre, por defender, en primera instancia, la supremacía de la Iglesia sobre el Estado. Pues, si el Estado no llevase escrito en la frente que no es divino sino humano, bastaría con referirse a ese mismo hecho histórico de que está cimentado en la voluntad del pueblo y no en el mandato divino, como es el caso de la iglesia, para demostrar que, si no es directamente un producto del mal, al menos sí lo es de la miseria y de las carencias que trae consigo el pecado.

-El Estado, señor mío…

-Ya sé lo que piensa del Estado nacional. <<El amor a la patria y la infinita sed de gloria pasan por encima de todo.>> Ya lo dijo Virgilio. Usted lo rectifica un poco añadiéndole un matiz de individualismo liberal, la esencia de su relación con el Estado sigue siendo la misma en todo. No parece haberle afectado en nada la idea de que el alma de este Estado sea el dinero. ¿O pretende discutírmelo? La Antigüedad era capitalista porque creía en el Estado. La Edad Media cristiana reconoció perfectamente el capitalismo inmanente al Estado laico. <<El dinero será emperador>> es una profecía del siglo once. ¿Niega usted que esto se haya hecho realidad literalmente y que, con ello, la vida se haya convertido en algo demoníaco sin remisión?

-Querido amigo, usted tiene la palabra. Estoy impaciente porque nos revele de una vez quién será el gran desconocido que encarnará el terror.

-Curiosidad más bien temeraria para el portavoz de una clase social que representa una forma de libertad que ha llevado el mundo a la decadencia. Puede usted ahorrarse la réplica, pues conozco bien la ideología política de la burguesía. Su objetivo es el imperio democrático, la elevación del principio del Estado nacional hasta un nivel universal: el Estado universal. ¿Y quién será el emperador de ese imperio? Ya lo conocemos. Su utopía es espantosa y, sin embargo, en este punto estamos de acuerdo, ya que, de algún modo, su República universal capitalista es trascendente, su Estado universal viene a ser la trascendencia del Estado laico; y estamos de acuerdo al creer que a un estado original perfecto de la humanidad le corresponde un estado final perfecto en el horizonte. Desde los días de san Gregorio Magno, fundador del Estado de Dios, la Iglesia ha considerado su deber conducir de nuevo al hombre a esa soberanía de Dios. El Papa no quiso hacerse con el poder para él mismo, sino que su dictadura, en calidad de representante de Dios en la tierra, no era más que el medio y el camino para alcanzar la salvación final, una forma de transición entre Estado pagano y el reino de los Cielos. Usted ha hablado a esos jóvenes de ciertas atrocidades cometidas por la Iglesia, de su intolerancia y sus terribles castigos, y ahí no ha estado nada acertado, pues es obvio que el fervor religioso bien entendido nunca puede ser pacifista; y fue el papa Gregorio quien dijo: <<Maldito sea el hombre que contenga su espada ante la sangre>>. Ya sabemos que el poder es malo. Pero, para que ese reino llegue, la dicotomía entre el bien y el mal, entre el más allá y el mundo en que vivimos, entre el espíritu y el poder, debe ser eliminada temporalmente en un principio que reúna el ascetismo y el poder. Eso es lo que yo llamo la necesidad del terror.

-Pero ¿quién lo encarnará? ¿Quién será?

-¿Me lo pregunta? ¿Acaso escapa a su escuela de Manchester la existencia de una doctrina social que signifique la victoria del hombre sobre el economismo y cuyos principios y objetivos coincidan exactamente con los del reino cristiano de Dios? Los padres de la Iglesia califican <<mío>> y <<tuyo>> de palabras funestas, y la propiedad privada de usurpación y robo. Han condenado la propiedad porque, según el derecho natural y divino, la tierra pertenece a todos los hombres y, por consiguiente, produce sus frutos para beneficio general de todos. Han enseñado que sólo la codicia, fruto del pecado original, invoca los derechos de posesión y ha creado la propiedad privada. Han sido lo bastante humanos y enemigos del mercantilismo para considerar la actividad económica en general como un peligro para la salvación del alma, es decir: para la humanidad. Han odiado el dinero y los negocios monetarios y han dicho de la riqueza capitalista que alimenta las llamas del infierno. El principio fundamental de la doctrina económica, a saber, que el precio es el resultado del equilibrio entre la oferta y la demanda, ha sido profundamente despreciado por ellos, como también han condenado el hecho de aprovecharse de la coyuntura para explotar con cinismo la miseria del prójimo. Y aún hay una forma de explotación más criminal a sus ojos: la explotación del tiempo, ese delito que consiste en cobrar una prima por el mero transcurso del tiempo, es decir: los intereses, y abusar así, para ventaja de unos y a costa de otros, de una institución divina y universal para todo como es el tiempo.

-Beníssimo – exclamó Hans Castorp que, en su entusiasmo, adoptó directamente la expresión  de aprobación de Settembrini-. El tiempo… una institución divina y universal… ¡Qué pensamiento tan crucial!

-En efecto – continuó Naphta-. El espíritu de esos hombres consideraba repugnante la idea de un aumento automático del dinero, han calificado de usura todos los negocios relacionados con la especulación o los intereses del capital y hjan declarado que todo rico era o bien un ladrón o el heredero de un ladrón. Han ido aún más lejos. Han llegado a sostener, como Santo Tomás de Aquino, que el comercio en general, el mero negocio, o sea: la compra y la venta que proporciona un beneficio sin transfo0rmación ni mejora alguna del objeto de tales operaciones, es un oficio vergonzante. No se inclinaban a valorar el trabajo como tal, pues no es más que un asunto ético y no religioso, y se realiza en servicio de la vida no en servicio de Dios. Así pues, en cuestiones que únicamente afectaban a la vida y a la economía, exigían que una actividad productiva fuese entendida como condición de toda ventaja económica y la medida de la honorabilidad. Eran honrosas a sus ojos las labores del campesino y del artesano, pero no la actividad del comerciante ni del industrial, pues querían que la producción se adaptase siempre a las necesidades y sentían horro por la producción a gran escala. Todos esos principios y esa escala de valores económicos han resucitado, después de siglos de marginación, en el moderno movimiento del comunismo. Coinciden por completo, hasta en la concepción de la soberanía, que reivindica el trabajo internacional frente al imperio del comercio y la especulación internacionales: el proletariado mundial, que ahora opone la humanidad y los criterios del Estado de Dios a la degeneración burguesa y al capitalismo. La dictadura del proletariado, esa condición de la salvación política y económica de nuestro tiempo, no tiene el sentido de una soberanía misma y de validez eterna, sino el de una solución provisional del conflicto entre el espíritu y poder bajo el signo de la cruz, el sentido de una superación del mundo terrenal a través del poder sobre el mundo, el sentido de una transición, de la trascendencia, el sentido del reino de Dios. El proletariado ha hecho suya la doctrina de san Gregorio Magno, en él se han renovado su fervor religioso y, como también dijera el santo, no podrá apartar sus manos de la sangre. Su misión es instituir el terror en aras del bien del mundo y de alcanzar la salvación última: la vida en Dios sin Estado ni clases sociales. (…)

Settembrini le miró con los ojos como platos. (…)

Analicemos todas las consecuencias… Con la industria, el comunismo cristiano reniega de la técnica, las máquinas y el progreso. Al rechazar lo que usted llama actividad comercial, el dinero y los negocios monetarios a los que la Antigüedad concedió una categoría muy superior a la agricultura y la artesanía, también está negando la libertad. Pues salta a la vista que, por ese camino, como sucediera en la Edad Media, todas las relaciones privadas y públicas estarían estrechamente vinculadas a la tierra, a la posesión de tierras; y también… me cuesta decirlo: la individualidad. Si la tierra, el suelo, es lo único que proporciona el alimento, también será lo único que conceda la libertad. Los artesanos y campesinos, por honorables que puedan ser, no poseen suelo y, por tanto, son siervos de quienes sí lo poseen. En efecto, hasta muy avanzada la Edad Media, la gran masa de la población, incluso en las ciudades, se componía de siervos. En el curto de nuestra conversación ha dejado caer usted ciertos comentarios sobre la dignidad humana. Sin embargo, defiende una moral económica que comprende directamente la servidumbre y la falta de dignidad de la persona.

-Se podría discutir sobre la dignidad y la falta de dignidad -replicó Naphta-. Aunque, para comenzar, me daré por satisfecho si estos mis argumentos le llevan a ver la libertad no como un bello gesto, sino como un problema. Usted constata que la moral económica cristiana, con toda su belleza y su humanidad, implica la servidumbre. Yo, por mi parte, me doy cuenta de que la causa de la libertad, la causa de las universidades, por formularlo de un modo más concreto, aún siendo como es siempre una causa altamente moral, está vinculado históricamente a la degeneración más inhumana de la moral económica, a todos los horrores del comercio y la especulación modernos, al demoníaco imperio del dinero, del negocio por encima de todo.

-He de destacar que no se escuda usted en las dudas y antinomias, sino que se confiesa claro y convencido partidario de la más oscura de las reacciones.

-El primer paso hacia la verdadera libertad y la verdadera humanidad es vencer ese vacilante temor a la idea de <<reacción>>.

 

Procure recordar que la tolerancia se convierte en un crimen cuando se tiene tolerancia con el mal.

 

Es superfluo poner de relieve que, respecto al protestantismo, siento mucho más que tolerancia, siento una profunda admiración por su papel histórico en la lucha contra la mordaza que imponía a la conciencia el pensamiento católico. La invención de la imprenta y la Reforma son y serán siempre las dos mayores aportaciones de la Europa Central a la humanidad.

 

<<La risa es un destello del alma>> dijo un pensador griego.

 

…el presente es cuestionarse si esa tradición mediterránea clásica y humanista es realmente el reflejo de la esencia del hombre y, por lo tanto, un patrimonio eterno, o  si, por el contrario, no es más que una forma de pensamiento típica de una época concreta, del liberalismo burgués para ser exactos, que como tal puede morir con ella… dejando así que su enemigo tomase ventaja para arremeter de nuevo contra los ideales de la cultura clásica, contra el espíritu literario y retórico de la enseñanza y de la educción en Europa y contra su manía con la gramática y los formalismos, que no servía más que a los intereses de la clase burguesa gobernante, ya que al pueblo le inspiraba risa desde hacía mucho tiempo. Es más, los humanistas no se daban cuenta de hasta qué punto el pueblo se burlaba de sus títulos de doctor, de su gran imperio cultural, su educación popular estelar, ese instrumento de la dictadura de la clase burguesa con pretensiones de divulgar el saber a un nivel accesible para todos. El pueblo sabía, desde hacía mucho tiempo dónde ir a buscar la cultura y la educación que necesitaba en su lucha contra el apolillado imperio burgués, y desde luego no era en sus instituciones paternalistas y absolutistas todo el mundo sabía que el sistema educativo en general, tomado directamente del de las escuelas catedralicias de la Edad Media, resultaba anacrónico y trasnochado hasta lo ridículo, que ya nadie debía su formación o educación a la escuela, y que una forma de enseñanza abierta, libre, apoyada en conferencia públicas, exposiciones, sesiones de cine, etcétera, era muy superior en eficacia a cualquier escuela en el sentido tradicional.

 

…miró a su alrededor… Todo cuanto veía: era la vida sin tiempo, la vida sin preocupaciones y sin esperanzas, la vida como una especie de frívolo ajetreo sin rumbo, estancado… la vida muerta.

 

Quien no es capaz de defender un ideal con su vida y con su sangre, no es digno de llamarse hombre, y hay que ser un hombre por espiritualista que se sea… ¿Cómo iba a ser posible que lo espiritual, porque era intangible, condujera de manera irrevocable a lo animal, a un desenlace por medio de la lucha física?... Y comprendía que al final de todas las cosas sólo quedaba el cuerpo, las uñas y los dientes. Sí, sí, había que batirse, pues así al menos se podía atenuar aquel estado originario de la naturaleza por medio de un código caballeresco

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