jueves, 27 de octubre de 2022

La fugitiva. Marcel Proust.

Pero lo que se llama experiencia no es más que la revelación a nuestros propios ojos de un rasgo de nuestro carácter, que reaparece naturalmente y reaparece con tanta más fuerza cuanto que lo hemos dilucidado ya una vez para nosotros mismos, y el movimiento espontáneo que nos guio la primera vez está reforzado por todas las sugerencias del recuerdo. Para los individuos (y hasta para los pueblos que perseveran en sus faltas y van agravándolas) el plagio humano más difícil de evitar es el plagio de sí mismo.

 

Los vínculos entre un ser y nosotros no existen más que en nuestro pensamiento. La memoria, al debilitarse, los afloja, y, a pesar de la ilusión con que quisiéramos engañarnos y con la que, por amor, por amistad, por finura, por respeto humano, por deber, engañamos a los demás, existimos solos. El hombre es el ser que no puede salir de sí mismo, que sólo en sí mismo conoce a los demás, y, al decir lo contrario, miente.

 

¿no sufren menos por desear menos, por añorar menos lo que siempre les fuera inasequible y que, por eso mismo, permaneció como irreal? Se desea más a la persona que va a entregarse, la esperanza anticipa la posesión; la añoranza es un amplificador del deseo.

 

… nuestras sensaciones, para ser fuertes, tienen que provocar en nosotros algo diferente de ellas, un sentimiento que no podrá satisfacerse en el placer, sino que se suma al deseo, lo infla, le hace agarrarse desesperadamente al placer.

 

Y sentí una vez más, en primer lugar, que el recuerdo no es inventivo, que es importante para desear otra cosa, ni siquiera otra cosa menor que lo que hemos poseído; después, que es espiritual, de suerte que la realidad no puede proporcionarle el estado que busca; por último, que el renacimiento que encarna, derivándose de una persona muerta, más que la necesidad de amar, en la que hace creer, es la necesidad de la ausente.

 

Así como hay una geometría en el espacio, hay una psicología del tiempo en la que los cálculos de una psicología plana ya no serían exactos, porque en ellos no se tendría en cuenta el tiempo y una de las formas que adopta, el olvido; el olvido cuya fuerza comenzaba yo a sentir y que es tan poderoso instrumento de adaptación a la realidad porque destruye poco a poco en nosotros el pasado superviviente que está en constante contradicción con ella… Cuando, por la diferencia que había entre lo que la importancia de su persona y de sus actos era para mí y para los demás, comprendí que mi amor, más que un amor a ella, era un amor en mí, habría podido deducir diversas consecuencias de ese carácter subjetivo de mi amor, y que, siendo un estado mental, podía sobre todo sobrevivir bastante tiempo a la persona, pero también que, no teniendo con esta persona ninguna verdadera unión, careciendo de todo apoyo ajeno a sí mismo, debería, como todo estado mental, hasta los menos duraderos, encontrarse un día fuera de uso, ser <<sustituido>>, y que, ese día, todo lo que parecía unirme tan dulcemente, tan indisolublemente al recuerdo de Albertina, ya no existiría para mí. La desgracia de los seres es que no son para nosotros más que unas láminas de colección que se gastan mucho en nuestro pensamiento. Precisamente por esto fundamos en ellos proyectos que tienen el ardor del pensamiento; pero el pensamiento se cansa, el recuerdo se destruye.

 

Sólo tenemos del mundo unas visiones informes, fragmentarias, que completamos con asociaciones de ideas arbitrarias, creadoras de peligrosas sugestiones.

 

Quizá me consolaba más fácilmente comprobar que la que yo había amado no era ya, pasado cierto tiempo, más que un pálido recuerdo que volver a encontrar en mí esa vana actividad que nos hace perder el tiempo en tapizar nuestra vida con una vegetación humana vivaz pero parásita, que también pasará a no ser nada cuando muera, que ya es ajena a todo lo que hemos conocido y a la que, sin embargo, intenta agradar nuestra senilidad charlatana, melancólica y coqueta. Había hecho su aparición en mí el nuevo ser que soportaba fácilmente vivir sin Albertina, puesto que había podido hablar de ella en casa de los Guermantes con palabras afligidas, sin sufrimiento profundo. La posible llegada de estos nuevos yos que deberían llevar otro nombre distinto del anterior me había asistido siempre, por su indiferencia a lo que yo amaba.

 

Si nuestro afecto a los muertos se va debilitando, no es porque ellos se hayan muerto, sino porque morimos nosotros mismos.

 

No podemos ser fieles sino a aquello de que nos acordamos, y no nos acordamos más que de lo que hemos conocido. Mi nuevo yo, mientras iba creciendo a la sombre del antiguo, le había oído a menudo hablar de Albertina; a través de él, a través de los relatos que de él recogía, creía conocerla, le era simpática, la amaba; pero no era más que un cariño de segunda mano.

 

En paz duermen los muertos en la tierra.

Así deben dormir los sentimientos muertos,

Que también polvo son las reliquias del alma;

Apartemos las manos de esos sagrados restos.

 

Ocurre que, incluso cuando malas noticias deben entristecernos, en la distracción, en el juego equilibrado de la conversación, pasan ante nosotros sin detenerse, y nosotros, preocupados por mil cosas que hemos de contestar, transformados en otro por el deseo de agradar a las personas presentes, protegidos durante unos momentos en ese nuevo ciclo contra los afectos, los sufrimientos que hemos dejado para entrar aquí y que volvemos a encontrar una vez roto el breve encanto, no tenemos tiempo de acogerlos. Sin embargo, si esos afectos, si esos sufrimientos son demasiado predominantes, entramos siempre distraídos en la zona de un mundo nuevo momentáneo, donde, demasiado fieles al sufrimiento, no podemos ser otro; entonces las palabras se ponen inmediatamente en relación con nuestro corazón, que no ha quedado al margen... Ni siquiera se puede pensar completamente, porque no se está solo.

 

¿Por qué creerla? La mentira es esencia a la humanidad. Quizá desempeñada en ella un papel tan grande como la búsqueda de la felicidad, y además es esta búsqueda quien la dirige. Mentimos por proteger nuestro placer, o nuestro honor cuando la divulgación del placer es contraria al honor. Mentimos toda la vida, incluso, sobre todo, quizá solamente, a los que nos aman. Pues sólo estos nos hacen temer por nuestro placer y desear su estimación.

 

… debí pensar que hay, uno frente a otro, dos mundos, uno constituido por las cosas que dicen los seres mejores, los más sinceros, y detrás de él el mundo compuesto por la sucesión de lo que esos mismos seres hacen.

 

El hombre es ese ser sin edad fija, ese ser que tiene la facultad de tornarse en unos segundos muchos años más joven, y que, rodeado por las paredes del tiempo en que ha vivido, flota en él, pero como en un estanque cuyo nivel cambiara constantemente y le pusiera al alcance ya de una época, ya de otra.

 

Pero esto, esas indiscreciones que sólo se producen cuando la vida terrestre de una persona ha terminado, ¿acaso no demuestran que, en el fondo, nadie cree en una vida futura? Si esas indiscreciones son ciertas deberíamos temer el resentimiento de aquella cuyos actos descubrimos y temerlo tanto para el día en que la encontraremos en el cielo cmo lo temíamos cuando vivía, cuando nos creíamos obligados a ocultar su secreto. Y si esas indiscreciones son falsas, inventadas, porque ella ya no está aquí para desmentir, deberíamos temer más aún la ira de la muerta si la creyéramos en el cielo. Pero nadie lo cree.

 

¡cuánto más espesa es la cortina interpuesta entre las acciones que vemos de esa persona y sus móviles!... Y esa cortina que cubre los móviles de otro, ¡cuánto más impenetrable es si tenemos amor a esa persona!

 

Y entre todas las razones de tener con nosotros una actitud inexplicable hay que incluir esas singularidades de carácter que llevan a una persona, bien por negligencia de su interés, bien por odio, bien por amor a la libertad, bien por bruscos arrebatos de ira o por temor de lo que pensarán ciertas personas, a hacer lo contario de lo que pensábamos. Y además hay diferencias de medio, de educación, en las que no queremos creer porque, cuando hablamos los dos, se borran en las palabras, pero que reaparecen cuando está uno solo, para dirigir los actos de cada uno desde un punto de vista tan opuesto que no hay verdadera coincidencia posible.

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