Las gentes van generalmente a sus diversiones sin pensar nunca
que, si cesaran las influencias debilitantes y moderadoras, la proliferación de
los infusorios llegaría al máximo, es decir, daría en unos días un salto de
varios millones de leguas, pasaría de un milímetro cúbico a una masa de un
millón de veces más grande que el sol, destruyendo al mismo tiempo todo el
oxígeno, todas las sustancias de que vivimos, y ya no habría ni humanidad, ni
animales, ni tierra, o sin pensar que una irremediable y verosímil catástrofe
podrá producirse en el éter por la actividad incesante y frenética que oculta
la aparente inmutabilidad del sol; se ocupan de sus asuntos sin pensar en esos
dos mundos, el uno demasiado pequeño, el otro demasiado grande para que
perciban las amenazas cósmicas que se ciernen en torno a nosotros.
La imaginación, el pensamiento
pueden ser máquinas admirables en sí, pero pueden ser inertes. El sufrimiento
las pone entonces en marcha. Y los seres que nos sirven de modelo para el dolor
¡nos conceden sesiones tan frecuentes, en ese taller al que sólo vamos en esos
períodos y que está en el interior de nosotros mismos! Estos períodos son como
una imagen de nuestra vida con sus diversos dolores. Pues también ellos los
contienen diferentes, y en el momento en que creíamos que era tranquilo, uno
nuevo. Uno nuevo en todos los sentidos de la palabra: quizá porque esas
situaciones imprevistas nos obligan a entrar más profundamente en contacto con
nosotros mismos, esos dilemas dolorosos que el amor nos plantea a cada instante
nos instruyen, nos descubren sucesivamente la materia de que estamos hechos.
En
realidad, cada lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra del
escritor no es más que una especie de instrumento óptico que ofrece al lector
para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera podido ver en sí
mismo. El reconocimiento en sí mismo, por el lector, de lo que el libro dice es
la prueba de la verdad de éste, y viceversa, al menos hasta cierto punto,
porque la diferencia entre los dos textos se puede atribuir, en muchos casos,
no al autor, sino al lector. Además, el libro puede ser demasiado sabio,
demasiado oscuro para el lector sencillo y no ofrecerle más que un cristal
borroso con el que no podrá leer.
Y
todos esos diferentes planos con arreglo a los cuales el Tiempo, desde que yo
acababa de recobrarlo en aquella fiesta, disponía mi vida, haciéndome pensar
que, en un libro que se propusiera contar una, habría que emplear, en lugar de
la psicología plana que se aplica generalmente, una especie de psicología del
espacio, daban sin duda una belleza nueva a esas resurrecciones que mi memoria
operaba mientras estaba solo en la biblioteca, porque la memoria, al introducir
el pasado en el presente sin modificarlos, tal como era cuando era presente,
suprime precisamente esa gran dimensión del Tiempo con arreglo a la cual se
realiza la vida.
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