domingo, 27 de noviembre de 2022

El tiempo recobrado. Marcel Proust.

Las gentes van generalmente a sus diversiones sin pensar nunca que, si cesaran las influencias debilitantes y moderadoras, la proliferación de los infusorios llegaría al máximo, es decir, daría en unos días un salto de varios millones de leguas, pasaría de un milímetro cúbico a una masa de un millón de veces más grande que el sol, destruyendo al mismo tiempo todo el oxígeno, todas las sustancias de que vivimos, y ya no habría ni humanidad, ni animales, ni tierra, o sin pensar que una irremediable y verosímil catástrofe podrá producirse en el éter por la actividad incesante y frenética que oculta la aparente inmutabilidad del sol; se ocupan de sus asuntos sin pensar en esos dos mundos, el uno demasiado pequeño, el otro demasiado grande para que perciban las amenazas cósmicas que se ciernen en torno a nosotros.

La lógica de la pasión, aunque esté al servicio del mejor derecho, no es nunca irrefutable para el que no está apasionado… La satisfacción que causa a un imbécil su derecho y la certidumbre del éxito nos irritan profundamente.

… porque la vida nos decepciona de tal modo que acabamos por creer que la literatura no tiene ninguna relación con ella y nos asombra ver que las preciosas ideas que hemos visto en ellos libros se manifiestan, sin miedo de estropearse, gratuitamente, naturalmente, en plena vida cotidiana…

Así, cuando estudiamos ciertos períodos de la historia antigua, nos sorprende ver seres individualmente buenos participando sin escrúpulo en asesinatos en masa, en sacrificios humanos, que probablemente les parecían cosas naturales. Seguramente al que lea dentro dos mil años la historia de nuestra época le extrañará encontrar igualmente ciertas conciencias tiernas y puras bañadas en un medio vital que le parecerá monstruosamente pernicioso y al cual se acomodaban.

En este libro donde no hay ni un solo hecho que no sea ficticio, donde no hay un solo personaje <<con clave>>, donde todo ha sido inventado por mí según las necesidades de mi demostración, debo decir en elogio de mi país que únicamente los parientes millonarios de Francisca que dejaron su retiro para ayudar a la sobrina desamparada son personajes reales, personas que existen. Y convencido de que su modestia no se ofenderá, por la sencilla razón de que nunca leerán este libro, transcribo aquí su nombre verdadero con infantil placer y profunda emoción, ya que no puedo citar los nombres de tantos otros que debieron de actuar de la misma manera y por los cuales ha sobrevivido Francia…

… pero entre el recuerdo que nos vuelve bruscamente y nuestro estado actual, lo mismo que entre dos recuerdos de años, de lugares, de horas distintas, la distancia es tan grande que bastaría, aun prescindiendo de una originalidad específica, para hacerlos incomparables unos con otros. Sí, si el recuerdo, gracias al olvido, no ha podido contraer ningún lazo, echar ningún eslabón entre él y el minuto presente; si ha permanecido en su lugar, en su fecha; si ha guardado las distancias, el aislamiento en el seno de un valle o en la punta de un momento, nos hace respirar de pronto un aire nuevo, precisamente porque es un aire que respiramos en otro tiempo, ese aire más puro que los poetas han intentado en vano hacer reinar en el paraíso y que sólo podría dar esa sensación profunda de renovación si lo hubiéramos respirado ya, pues los verdaderos paraísos son los paraísos que hemos perdido.

Esto explicaba que mis inquietudes sobre mi muerte hubieran cesado en el momento en que reconocí inconscientemente el sabor de la pequeña madalena, porque en aquel momento el ser que yo había sido era un ser extratemporal, despreocupado por lo tanto de las vicisitudes del futuro. Aquel ser no había venido nunca a mí, no se había manifestado jamás sino fuera de la acción, del goce inmediato, cada vez que el milagro de una analogía me había hecho evadirme del presente. Sólo él tenía el poder de hacerme recobrar los días antiguos, el tiempo perdido, ante lo cual los esfuerzos de mi memoria y de mi inteligencia fracasaban siempre… en el transcurso de mi vida, la realidad me decepcionó muchas veces porque, en el momento de percibirla, mi imaginación, que era mi único órgano para gozar de la belleza, no podía aplicarse a ella, en virtud de la ley inevitable que dispone que sólo se pueda imaginar lo que está ausente. Y he aquí que, de pronto, el efeto de esta dura ley quedaba neutralizado, suspendido, por un expediente maravilloso de la naturaleza, que hizo espejear una sensación -ruido del tenedor y del martillo, igual título de libro, etc.- a la vez en el pasado, lo que permitiría a mi imaginación saborearla,  en el presente, donde la sacudida efectiva de mi sentido por el ruido, el contacto de la servilleta, etc., añadió a los sueños de la imaginación aquello de que habitualmente carecen: la idea de existencia, y , en virtud de este subterfugio, permitió a mi ser lograr, aislar, inmovilizar -el instante de un relámpago- lo que no apresa jamás: un poco de tiempo en estado puro. El ser que renació en mí cuando, con tal estremecimiento de felicidad, percibí el ruido común a la vez a la cuchara que choca con el plato y al martillo que golpea la rueda, a la desigualdad de las losas del patio de Guermantes y del bautisterio de San Marcos, etcétera, ese ser se nutre sólo de la esencia de las cosas, sólo en ella encuentra su subsistencia, sus delicias, languidece en la observación del presente donde los sentidos no pueden llevarla, en la consideración de un pasado que la inteligencia le deseca, en la espera de un futuro que la voluntad construye con fragmentos del presente y del pasado a los que quita además parte de su realidad no conservando de ellos más que lo que conviene al fin utilitario, estrechamente humano, que les asigna. Pero si un ruido, un olor, ya oído o respirado antes, se oye o se respira de nuevo, a la vez en el presente y en el pasado reales sin ser actuales, ideales sin ser abstractos, en seguida se encuentra liberada la esencia permanente y habitualmente oculta de las cosas, y nuestro verdadero yo, que, a veces desde mucho tiempo atrás, parecía muerto, pero no lo estaba del todo, se despierta, se anima al recibir el celestial alimento que le aportan. Un minuto liberado del orden del tiempo ha recreado en nosotros, para sentirlo, al hombre liberado del orden del tiempo. Y se comprende que este hombre sea confiado en su alegría, aunque el simple sabor de una magdalena no parezca contener lógicamente las razones de esa alegría; se comprende que la palabra <<muerte>> no tenga sentido para él; situado fuera del tiempo, ¿qué podría temer del futuro?

De suerte que lo que el ser tres o cuatro veces resucitado en mí acababa de gustar era quizá fragmentos de existencia sustraídos al tiempo, pero esta contemplación, aunque de eternidad, era fugitiva. Y, sin embargo, sentí que el goce que, con raros intervalos, me había producido en mi vida, era el único fecundo y verdadero.

… una cosa que vimos en cierta época, un libro que leímos, no sólo permanece unido para siempre a lo que había en torno nuestro; queda también fielmente unido a lo que nosotros éramos entonces, y ya no puede ser releído sino por la sensibilidad, por la persona que entonces éramos; si yo vuelvo a coger en la biblioteca, aunque sólo sea con el pensamiento, François le Champi, inmediatamente se levanta en mí un niño que ocupa mi lugar, que sólo él tiene derecho a leer ese título: François le Champi, y que lo lee como lo leyó entonces, con la misma impresión del tiempo que hacía en el jardín, con los mismo sueños que formaba entonces sobre los países y sobre la vida, con la misma angustia del futuro… la primera edición de una obra hubiera sido para mí más valioso que las demás, pero entendiendo por primera edición aquella en que la leí por primera vez… y si yo tuviera todavía el François le Champi que mamá sacó un día del paquete de libros que mi abuela iba a regalarme por mi cumpleaños, no lo miraría nunca: tendría demasiado miedo de ir insertando poco a poco en él mis impresiones de hoy, de que se fuera convirtiendo en una cosa del presente hasta el punto de que, cuando yo le pidiera que suscitase una vez más al niño que descifró su título en el cuartito de Combray, el niño, no reconociendo su acento, no respondiera ya a su llamada y permaneciera para siempre enterrado en el olvido.

Así se habían sucedido los partidos y las escuelas, adhiriéndose siempre a ellos los mismos cerebros, hombre de una inteligencia relativa, siempre inclinados a los entusiasmos de los que se abstienen otras mentes más escrupulosas y más difíciles en cuestión de pruebas. Desgraciadamente, y por lo mismo que los otros no son más que semiinteligencias, necesitan completarse en la acción y por eso actúan más que las mentes superiores, atraen a la multitud y crean en torno suyo no sólo las famas desorbitadas y los desdenes injustificados, sino las guerras civiles y las guerras exteriores, que un poco de autocrítica port-royalista debería evitar.

La imaginación, el pensamiento pueden ser máquinas admirables en sí, pero pueden ser inertes. El sufrimiento las pone entonces en marcha. Y los seres que nos sirven de modelo para el dolor ¡nos conceden sesiones tan frecuentes, en ese taller al que sólo vamos en esos períodos y que está en el interior de nosotros mismos! Estos períodos son como una imagen de nuestra vida con sus diversos dolores. Pues también ellos los contienen diferentes, y en el momento en que creíamos que era tranquilo, uno nuevo. Uno nuevo en todos los sentidos de la palabra: quizá porque esas situaciones imprevistas nos obligan a entrar más profundamente en contacto con nosotros mismos, esos dilemas dolorosos que el amor nos plantea a cada instante nos instruyen, nos descubren sucesivamente la materia de que estamos hechos.

En realidad, cada lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera podido ver en sí mismo. El reconocimiento en sí mismo, por el lector, de lo que el libro dice es la prueba de la verdad de éste, y viceversa, al menos hasta cierto punto, porque la diferencia entre los dos textos se puede atribuir, en muchos casos, no al autor, sino al lector. Además, el libro puede ser demasiado sabio, demasiado oscuro para el lector sencillo y no ofrecerle más que un cristal borroso con el que no podrá leer.

Si siempre me interesaron tanto los sueños que tenemos durmiendo… y quizá el sueño me había fascinado también por el formidable juego que hace con el Tiempo. ¿No había visto yo muchas veces en una noche, en un minuto de una noche, tiempos muy lejanos, relegados a esas distancias enormes donde ya no podemos distinguir nada de los sentimiento que en ellos sentíamos, precipitarse a toda velocidad sobre nosotros, cegándonos con su claridad, como si fueran aviones gigantescos en lugar de las pálidas estrellas que creíamos, hacernos ver de nuevo todo lo que habían contenido para nosotros, dándonos la emoción, el choque, la claridad de su vecindad inmediata, que han recobrado, una vez despiertos, la distancia milagrosamente franqueada, hasta hacernos creer, erróneamente por lo demás, que eran una de las manera de recobrar el Tiempo perdido?

Bien pensado, la materia de mi experiencia, que sería la materia de mi libro, procedía de Swann no sólo por todo lo que se refería a él mismo y a Gilberta, sino que fue él quien me dio ya en Combray el deseo de ir a Balbec, a donde de no ser por resto, no les habría ocurrido a mis padre la idea de mandarme, y yo no habría conocido a Albertina, ni siquiera a los Guermantes, puesto que mi abuela no habría encontrado a madame Villparisis, ni yo habría conocido a Saint-Loup y a Monsieur de Charlus, por los cuales conocí a la duquesa de Guermantes y por ésta a su prima, de suerte que mi presencia misma en este momento en casa del príncipe de Guermantes, donde acababa de ocurrírseme de pronto la ida de mi obra (de donde resultaba que debía a Swann no sólo la materia, sino la decisión), procedía también de Swann… si alguna vez lo pensamos bien, resulta que toda nuestra vida y nuestra obra salieron de una palabra que nos dije en el aire.

Y todos esos diferentes planos con arreglo a los cuales el Tiempo, desde que yo acababa de recobrarlo en aquella fiesta, disponía mi vida, haciéndome pensar que, en un libro que se propusiera contar una, habría que emplear, en lugar de la psicología plana que se aplica generalmente, una especie de psicología del espacio, daban sin duda una belleza nueva a esas resurrecciones que mi memoria operaba mientras estaba solo en la biblioteca, porque la memoria, al introducir el pasado en el presente sin modificarlos, tal como era cuando era presente, suprime precisamente esa gran dimensión del Tiempo con arreglo a la cual se realiza la vida.

El tiempo incoloro e inasible, para que yo pudiese, por así decirlo, verlo y tocarlo, se había materializado en ella y la había modelado como una obra maestra, mientras que, paralelamente, en mí, no había hecho, ¡ay!, más que su obra.

… después de la muerte, el Tiempo se reitera del cuerpo, y los recuerdos tan indiferentes, tan empalidecidos, se borran en la que ya no existe y pronto se borrarán en aquel a quien aún torturan, pero en el cual acabarán por perecer cuando deje de sustentarlo el deseo de un cuerpo vivo.

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