lunes, 28 de octubre de 2019

Lluvia fina. Luis Landero.

Hay algo en las palabras que, ya de por sí, entraña un riesgo, una amenaza, y no es verdad que el viento se las lleve tan fácilmente como dicen. No es verdad. Puede ocurrir que ciertos ecos de los dichos, y hasta de los dichos más triviales, sigan como en letargo durante muchos años, latiendo débilmente en un rincón de la memoria, esperando una segunda oportunidad de regresar al presente para aumentar y corregir lo que no quedó del todo claro en su momento, y a menudo con una elocuencia y un alcance significativo que exceden con mucho a los que tuvieron en su origen.


Y siempre, siempre, los relatos o las palabras que vuelven de los oscuros ámbitos de la memoria llegan en son de guerra, cargados de agravios, y ansiosos de reivindicación y de discordia. Es como si en el largo exilio del olvido hubieran ahondado en sus mundos imaginarios, hurgado en sus entrañas.


...Las historias, por fantásticas que sean, no son nunca inocentes.


Las aguas del pasado siempre bajan turbias y, lo que es peor, enturbian también las del presente.


...Sus verdaderos compañeros no son los de la estafeta sino otros muy distintos, gente que bordea los límites, que cabalga con el diablo al lado, gente que ha vuelto del infierno, y que una vez fueron reyes del inframundo.


Una vez, en algún momento de primera juventud, quizá con quince o dieciséis años, oyó o leyó en alguna parte, o bien intuyó por sí mismo, que la vida se resuelve siempre en fracaso. Siempre, sin excepciones. Porque siempre, al final, todos envejecen, mueren y no cumplen sus sueños... Ante la seguridad del fracaso, todas las tentaciones y promesas del mundo se desvanecían en espejismos, todos sus brillos y sus músicas palidecían y se apagaban.


Porque lo que hace desgraciada a la gente es el deseo. Pero no tanto el deseo de esto o de lo otro como el desear por desear, el deseo en estado puro, el deseo que a veces no sabe siquiera lo que desea, sino que es sólo una fuerza ciega y despótica, como un arco en tensión cuya flecha no ha de partir jamás.


Y esa insatisfacción agónica es la que nos anima y nos condena a alzar nuestra vivienda para la eternidad, locos de deseo, esclavos del afán, sin querer entender que todos los lugares son lugares de paso hacia otra parte, y que todos los caminos de la vida conducen a la muerte, y que sólo allí encontraremos nuestra verdadera morada, donde descansaremos al fin de las fatigas del viaje. Y así siglos y siglos, y ante la desventura de ese panorama, unían sus silencios en una larga y solidaria mirada de conmiseración.

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