Seguíamos manteniendo la ilusión de que la gran ciudad engendra el mito de la ciudadanía. Hemos visto ahora que la gran ciudad moderna, con toda su vibración y su formidable progreso material, es un ser inanimado, una fuerza y una resistencia gigantesca si se quiere pero que sólo actúan en el dominio estricto de su propia función, que permanecen inoperantes cuando se quiere esgrimirlas con una finalidad espiritual superior. Se ha demostrado que es punto menos que imposible paralizar la vida de una gran ciudad, conseguir que dejen de circular sus tranvías, impedir que funcionen sus teatros y sus cines, hacer que se cierren sus mercados y sus bazares, que los guardias dejen de regular el tráfico y los carteros de repartir las cartas. Ni guerras ni revoluciones lo logran. Todo intento contra esta inercia formidable de la gran ciudad está condenada al fracaso.
Francia se ha suicidado, pero al suicidarse ha cometido además un crimen inexpiable con esas masas humanas que habían acudido a ella porque en ella habían depositado su fe y su esperanza. Entre las cláusulas del deshonroso armisticio aceptado por el mariscal Pétain hay una que basta y sobra para deshonrar a un Estado; la cláusula por la que el gobierno francés se compromete a entregar a Hitler, atados de pies y manos, a los refugiados alemanes antihitlerianos que habían buscado su salvación en Francia y a quienes el Estado francés había utilizado sin escrúpulo en el simulacro de lucha contra el hitlerismo. La entrega al verdugo alemán de esos hombres que habían tenido fe en Francia será una de las mayores vergüenzas de la historia.
El pueblo de Francia volvía a encontrar en la promiscuidad de la movilización general su cohesión y su unidad perdidas a lo largo de una guerra civil larvada en la que los ciudadanos no se asesinaban unos a otros -como habían estado haciendo gozosamente los españoles- por pura y simple dificultad material, por la sencilla razón de que la gendarmería no había perdido su eficacia y faltaba el margen de impunidad que es indispensable a los héroes de las guerras civiles.
En realidad, los regímenes totalitarios no marcan una superioridad sobre las democracias más que cuando éstas se hallan interiormente podridas. Frente a una democracia que conserva sus virtudes cívicas la inferioridad y la impotencia de los regímenes totalitarios siguen siendo incuestionables.
El gran delito comunista ha consistido en convertir las agresiones del fascismo contra los pueblos libres en mero instrumento de propaganda del partido. Esta convicción apartó a las masas populares francesas de sus deberes de solidaridad con los pueblos agredidos y permitió impunemente a las derechas desarrollar su política profascista.
Francia no comprendió que, para seguir viviendo con dignidad como nación independiente, los franceses tenían que morir por España, por Checoslovaquia y por Danzig.
Entonces se acusaba de belicistas a los hombres que intentaban provocar una reacción decorosa de Francia ante la vasta maniobra envolvente que metódicamente desarrollaba el hitlerismo con la colaboración de Italia y con la complicidad de los mismos reaccionarios franceses.
Jamás un pueblo ha querido engañarse a sí mismo con tan firme voluntad. No era sólo que sus dirigentes practicasen la política clásica del avestruz.
En sus largas horas de inacciónn, el soldado, a quien se había despojado de sus virtudes cívicas, caía fatalmente en todos los vicios militares sin que llegase a infundirle ninguna virtud militar verdadera.
La masa francesa había caído en la abyección gregaria, no por circunstancial, menos odiosa que el gregarismo consustancial del germano.
De este hecho evidente, de la convicción de que en la democracia los mejor dotados fracasaban mientras en los regímenes totalitarios el material humano más innoble, los antiguos confidentes de la policía, los chulos, los estafadores, toda la escoria de una mesocracia ruin se convierte fácilmente en instrumento eficaz de gobierno, se ha deducido la superioridad fundamental de los regímenes autoritarios.
Porque la única verdad de la decadencia de las democracias radica en el hecho innegable de la rebelión de las masas, el gran fenómeno de nuestro tiempo, provocado no por un afán de superación multitudinario, sino por un desencadenamiento diabólico de los más bajos instintos.
Las democrácias, privadas de la asistgencia de las masas, en cuyo nombre actúan y gobiernan, están perdidas. El totalitarismo, la nueva barbarie, lo único que ha conseguido ha sido sustraer a la democracia las masas populares que eran su razón de ser, pero no porque represente una superación filosófica, ni siquera política, social o económica, sino por el desequilibrio tremendo que se ha producido entre el progreso material y el progreso espiritual, por el hecho puro y simple de que hoy día un adolescente semianalfabeto, pero que tenga buenos movimientos, reflejos y pulmones resistentes puede aterrorizar a una ciudad de millones de habitantes planeando sobre ella con una tonelada de mortíferos explosivos, gracias a un motor cuyo funcionamiento ni siquiera conoce y que conduce a ciegas con sólo mover unos resortes.
Se ha conseguido reducir al mínimum los valores humanos que entran en juego en la lucha y con ese mínimum de humanidad, mejor dicho, con esa animalidad amaestrada que basta para las grandes acciones gracias al progreso meca´nico, los nuevos bárbaros pretenden dominar y esclavizar a una civilización que ni intelectual ni espiritualmente han podido superar.
Hasta ahora no se ha descubierto una fórmula de convivencia humana superior al diálogo, ni se ha encontrado un sistema de gobierno más perfecto que el de una samblea deliberante, ni hay otro régimen de selección mejor que el de la libre concurrencia. Es decir, el liberalismo, la democracia. En el mundo no hay más, al menos, por ahora.
La verdad era que había un sector de la vida nacional, acaso el que tenía más influencia social, absolutamente ganado por la propaganda totalitaria.
Era triste ver a los agentes de policía persiguiendo en los cafés, los mercados y los autobuses a quienes pronunciasen una palabra imprudente mientras el derrotismo más descarado se instalaba en los centros vitales del país, irradiaba a las masas merced a los órganos de opinión que hábilmente y por la boca de los máx eximios escritores iban difundiéndolo cautelosamente. Era impresionantge ver cómo la mentalidad nazi había ido ganando a los mejores cerebros de Francia.
El capitalismo francés, penetrado hasta la médula por la propaganda totalitaria, está dispuesto desde luego a rendirse, creía sinceramente que el enemigo tenía razón, reconocía en lo íntimo de su ser que todos los ataques totalitarios contra las plutocracias estaban archijustificados y al ligar su suerte a la del capitalismo británico lo que buscaba era que las condiciones de su entrega fueran lo más ventajosas posibles.
En Francia las gentes burguesas clamaban por la paz a cualquier precio sencillamente porque les molestaba andar a oscuras por las calles, porque se había reducido el servicio de autobuses, porque se les habían suprimido los aperitivos tres días a la semana, porque esaban prohibidos los chocolates de lujo, porque no se podían jugar el dinero en las carreras de galgos, porque no se podía bailar en los cabarets y porque en el cine tenían que aguanar los noticiarios de guerra y en la radio los discursos patrióticos y las marchas militares.
Un Estado puede derrumbarse, un país puede ser invadido sin que se produzca en las masas una reacción profua, pero en cambio no es posible que el servicio municipal de limpieza deje de recoger las basuras durante cuarenta y ocho horas. Las masas modernas lo soportan todo menos la incomodidad material, física. La independencia de la patria, los derechos del hombre, los destinos de la civilización, son hoy para la gran masa ciudadana puras abstracciones que no tienen ningún sentido frente al hecho cierto, trangible, irritante, de que al salir del trabajo no se pueda tomar el aperitivo o de que haya que perder una hora haciendo cola ante la puerta de una panadería o de que el tráfico rodado no esté cuidadosamente regulado en las encrucijadas por los agentes de la autoridad.
El hombre moderno puede pasar por penalidades terribles; pero no hay que tenerle demasiada lástima. Su facultad de inhibición es prodigiosa.
No hagamos una guera ideológica -decían los agentes de la quinta columna-; sacrifiquemos la democracia, la liberad política y la república, si es necesario; abandonemos el lastre de nuestros compromisos con los pueblos débiles, que han sido ya arrollados, y de nuestra alianza con Inglaterra, que se niega a capitular y nos obliga a continuar la guerra para defender su imperio y a los capitalistas de la City; adoptemos la doctrina que ha hecho poderoso al adversario y los métodos que le llevan a la victoria; entremos en la órbita de las potencias totalitarias y Francia no perecerá. El equilibrio de las potencias totalitarias en Europa exige la supervivencia de una Francia fuerte. Aun aceptando la hegemonía alemana, Francia, Italia y España, identificadas, tendrán su place au soleil si llegan a formar un solo bloque totalitario en el Mediterráneo, de donde la Gran Bretaña tiene que ser eliminada. Este bloque, andando el tiempo, podrá ser el único contrapeso eficaz de las ambiciones germánicas en Europa, dando por supuesto que la Alemania hitleriana se niegue definitivamente a cumplir la misión providencial para la que había sido creada, la invasión de Rusia y el aniquilamiento del bocheviquismo. Si el imperio británico, por su parte, quiere seguir la guerra hasta la exterminación del nazismo, allá él con sus intereses. Nosotros podemos someternos y nuestra misión nos salva. Si Hitler vence a Inglaterra habremos sido los colaboradores más eficaces de su triunfo y ocasión habrá de cotizarlo. Si Inglaterra vence a Hitler, con la victoria de la democracia británica recobraremos nuestra libertad sin haber tenido que pagar el duro rescate de un millón de vidas que hoy se nos exige por ella. Esta fue la plataforma de la quinta columna. Esto fue lo que arrastró a los patriotas franceses a la traición. Y esto fue lo que triunfó en Burdeos el domingo 16 de junio de 1940 en medio de una muchedumbre indiferente que llenaba los jardincillos del Hôtel de Ville viendo entrar y salir a los ministros con frívola curiosidad mientras las columnas alemanas llegaban a las orillas del Loira sin encontrar resistencia.
Hasta ahora no se ha descubierto ninguna forma de convicencia humana superior al diálogo, ni se ha encontrado un sistema de gobierno más perfecto que el de una asamblea deliberante, no hay otro régimen de selección mejor que el de la libre concurrencia; es decir; la paz, la libertad, la democracia. En el mundo no hay más.
El gran delito comunista ha consistido en convertir las agresiones del fascismo contra los pueblos libres en mero instrumento de propaganda del partido. Esta convicción apartó a las masas populares francesas de sus deberes de solidaridad con los pueblos agredidos y permitió impunemente a las derechas desarrollar su política profascista.
Francia no comprendió que, para seguir viviendo con dignidad como nación independiente, los franceses tenían que morir por España, por Checoslovaquia y por Danzig.
Entonces se acusaba de belicistas a los hombres que intentaban provocar una reacción decorosa de Francia ante la vasta maniobra envolvente que metódicamente desarrollaba el hitlerismo con la colaboración de Italia y con la complicidad de los mismos reaccionarios franceses.
Jamás un pueblo ha querido engañarse a sí mismo con tan firme voluntad. No era sólo que sus dirigentes practicasen la política clásica del avestruz.
En sus largas horas de inacciónn, el soldado, a quien se había despojado de sus virtudes cívicas, caía fatalmente en todos los vicios militares sin que llegase a infundirle ninguna virtud militar verdadera.
La masa francesa había caído en la abyección gregaria, no por circunstancial, menos odiosa que el gregarismo consustancial del germano.
De este hecho evidente, de la convicción de que en la democracia los mejor dotados fracasaban mientras en los regímenes totalitarios el material humano más innoble, los antiguos confidentes de la policía, los chulos, los estafadores, toda la escoria de una mesocracia ruin se convierte fácilmente en instrumento eficaz de gobierno, se ha deducido la superioridad fundamental de los regímenes autoritarios.
Porque la única verdad de la decadencia de las democracias radica en el hecho innegable de la rebelión de las masas, el gran fenómeno de nuestro tiempo, provocado no por un afán de superación multitudinario, sino por un desencadenamiento diabólico de los más bajos instintos.
Las democrácias, privadas de la asistgencia de las masas, en cuyo nombre actúan y gobiernan, están perdidas. El totalitarismo, la nueva barbarie, lo único que ha conseguido ha sido sustraer a la democracia las masas populares que eran su razón de ser, pero no porque represente una superación filosófica, ni siquera política, social o económica, sino por el desequilibrio tremendo que se ha producido entre el progreso material y el progreso espiritual, por el hecho puro y simple de que hoy día un adolescente semianalfabeto, pero que tenga buenos movimientos, reflejos y pulmones resistentes puede aterrorizar a una ciudad de millones de habitantes planeando sobre ella con una tonelada de mortíferos explosivos, gracias a un motor cuyo funcionamiento ni siquiera conoce y que conduce a ciegas con sólo mover unos resortes.
Se ha conseguido reducir al mínimum los valores humanos que entran en juego en la lucha y con ese mínimum de humanidad, mejor dicho, con esa animalidad amaestrada que basta para las grandes acciones gracias al progreso meca´nico, los nuevos bárbaros pretenden dominar y esclavizar a una civilización que ni intelectual ni espiritualmente han podido superar.
Hasta ahora no se ha descubierto una fórmula de convivencia humana superior al diálogo, ni se ha encontrado un sistema de gobierno más perfecto que el de una samblea deliberante, ni hay otro régimen de selección mejor que el de la libre concurrencia. Es decir, el liberalismo, la democracia. En el mundo no hay más, al menos, por ahora.
La verdad era que había un sector de la vida nacional, acaso el que tenía más influencia social, absolutamente ganado por la propaganda totalitaria.
Era triste ver a los agentes de policía persiguiendo en los cafés, los mercados y los autobuses a quienes pronunciasen una palabra imprudente mientras el derrotismo más descarado se instalaba en los centros vitales del país, irradiaba a las masas merced a los órganos de opinión que hábilmente y por la boca de los máx eximios escritores iban difundiéndolo cautelosamente. Era impresionantge ver cómo la mentalidad nazi había ido ganando a los mejores cerebros de Francia.
El capitalismo francés, penetrado hasta la médula por la propaganda totalitaria, está dispuesto desde luego a rendirse, creía sinceramente que el enemigo tenía razón, reconocía en lo íntimo de su ser que todos los ataques totalitarios contra las plutocracias estaban archijustificados y al ligar su suerte a la del capitalismo británico lo que buscaba era que las condiciones de su entrega fueran lo más ventajosas posibles.
En Francia las gentes burguesas clamaban por la paz a cualquier precio sencillamente porque les molestaba andar a oscuras por las calles, porque se había reducido el servicio de autobuses, porque se les habían suprimido los aperitivos tres días a la semana, porque esaban prohibidos los chocolates de lujo, porque no se podían jugar el dinero en las carreras de galgos, porque no se podía bailar en los cabarets y porque en el cine tenían que aguanar los noticiarios de guerra y en la radio los discursos patrióticos y las marchas militares.
Un Estado puede derrumbarse, un país puede ser invadido sin que se produzca en las masas una reacción profua, pero en cambio no es posible que el servicio municipal de limpieza deje de recoger las basuras durante cuarenta y ocho horas. Las masas modernas lo soportan todo menos la incomodidad material, física. La independencia de la patria, los derechos del hombre, los destinos de la civilización, son hoy para la gran masa ciudadana puras abstracciones que no tienen ningún sentido frente al hecho cierto, trangible, irritante, de que al salir del trabajo no se pueda tomar el aperitivo o de que haya que perder una hora haciendo cola ante la puerta de una panadería o de que el tráfico rodado no esté cuidadosamente regulado en las encrucijadas por los agentes de la autoridad.
El hombre moderno puede pasar por penalidades terribles; pero no hay que tenerle demasiada lástima. Su facultad de inhibición es prodigiosa.
No hagamos una guera ideológica -decían los agentes de la quinta columna-; sacrifiquemos la democracia, la liberad política y la república, si es necesario; abandonemos el lastre de nuestros compromisos con los pueblos débiles, que han sido ya arrollados, y de nuestra alianza con Inglaterra, que se niega a capitular y nos obliga a continuar la guerra para defender su imperio y a los capitalistas de la City; adoptemos la doctrina que ha hecho poderoso al adversario y los métodos que le llevan a la victoria; entremos en la órbita de las potencias totalitarias y Francia no perecerá. El equilibrio de las potencias totalitarias en Europa exige la supervivencia de una Francia fuerte. Aun aceptando la hegemonía alemana, Francia, Italia y España, identificadas, tendrán su place au soleil si llegan a formar un solo bloque totalitario en el Mediterráneo, de donde la Gran Bretaña tiene que ser eliminada. Este bloque, andando el tiempo, podrá ser el único contrapeso eficaz de las ambiciones germánicas en Europa, dando por supuesto que la Alemania hitleriana se niegue definitivamente a cumplir la misión providencial para la que había sido creada, la invasión de Rusia y el aniquilamiento del bocheviquismo. Si el imperio británico, por su parte, quiere seguir la guerra hasta la exterminación del nazismo, allá él con sus intereses. Nosotros podemos someternos y nuestra misión nos salva. Si Hitler vence a Inglaterra habremos sido los colaboradores más eficaces de su triunfo y ocasión habrá de cotizarlo. Si Inglaterra vence a Hitler, con la victoria de la democracia británica recobraremos nuestra libertad sin haber tenido que pagar el duro rescate de un millón de vidas que hoy se nos exige por ella. Esta fue la plataforma de la quinta columna. Esto fue lo que arrastró a los patriotas franceses a la traición. Y esto fue lo que triunfó en Burdeos el domingo 16 de junio de 1940 en medio de una muchedumbre indiferente que llenaba los jardincillos del Hôtel de Ville viendo entrar y salir a los ministros con frívola curiosidad mientras las columnas alemanas llegaban a las orillas del Loira sin encontrar resistencia.
Hasta ahora no se ha descubierto ninguna forma de convicencia humana superior al diálogo, ni se ha encontrado un sistema de gobierno más perfecto que el de una asamblea deliberante, no hay otro régimen de selección mejor que el de la libre concurrencia; es decir; la paz, la libertad, la democracia. En el mundo no hay más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario