Libertad es una palabra que suena bien pero cuyo significado casi nadie
comparte porque entraña dolorosas renuncias. Desear ser libre significa
primero atribuirse la capacidad de responder por las propias decisiones,
lo cual te exilia para siempre del confortable país de la queja, y
significa después asumir que cada decisión tomada excluye todas las
alternativas. Decidir es renunciar. Solo cuando eres niño lo quieres
todo, pero la vida te enseña -a menudo demasiado tarde- que lo primero
que debes elegir son los descartes, lo que no quieres ser, de modo que
un día puedas vivir reconciliado con el hombre del espejo con el que
finalmente te quedaste. La libertad a menudo depara soledad, intemperie
sentimental, mediática o parlamentaria. La compañía da calor pero
enajena la voluntad, a veces a inquilinos indeseables. Solo amamos lo
que elegimos tener.
Luego está la igualdad. Todos la invocan en público y todos la odian en
secreto. Por eso fracasó el comunismo y por eso triunfa el nacionalismo:
porque lo último que en esta vida desea un hombre, o una mujer, es ser
igual que su vecino. O su vecina. Hubo de venir la Ilustración a
notificarle a nuestro supremacista interior que ningún ciudadano es más
que otro si no hace más que otro, y que la igualdad de oportunidades es
tan justa como la desigualdad de resultados.
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