Yo era eso que los
sociólogos llaman un "pequeñoburgués liberal", ciudadano de una
república democrática y parlamentaria. Trabajador intelectual al servicio de la
industria regida por una burguesía capitalista heredera inmediata de la
aristocracia terrateniente, que en mi país había monopolizado tradicionalmente
los medios de producción y de cambio – como dicen los marxistas –, ganaba mi
pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionado periódicos y
escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas, con los que
me hacía la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en
ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo. Cuando iba a Moscú y
al regreso contaba que los obreros rusos viven mal y soportan una dictadura que
se hacen la ilusión de ejercer, mi patrón me felicitaba y me daba cariñosas
palmaditas en la espalda. Cuando al regreso de Roma aseguraba que el fascismo
no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano, ni ha sabido
acrecentar el acervo de sus valores morales, mi patrón no se mostraba tan
satisfecho de mí ni creía que yo fuese realmente un buen periodista; pero, a
fin de cuentas, a costa de buenas y malas caras, de elogios y censuras, yo iba
sacando adelante mi verdad de intelectual liberal, de ciudadano de una
república democrática y parlamentaria.
Si, como me ocurría
a veces, el capitalismo no prestaba de buen grado sus grandes rotativas y sus
toneladas de papel para que yo dijese lo que quería decir, me resignaba a
decirlo en el café, en la mesa de redacción o en la humilde tribuna de un
ateneo provinciano, sin el temor de que nadie viniese a ponerme la mano en la
boca y sin miedo a policías que me encarcelasen, ni a encamisados que me
hiciesen purgar atrozmente sus errores. Antifascista y antirrevolucionario por
temperamento, me negaba sistemáticamente a creer en la virtud salutífera de las
grandes conmociones y aguardaba trabajando, confiado en el curso fatal de las
leyes de la evolución. Todo revolucionario, con el debido respeto, me ha
parecido siempre algo tan pernicioso como cualquier reaccionario.
En realidad, y
prescindiendo de toda prosopopeya, mi única y humilde verdad, la cosa mínima
que yo pretendía sacar adelante, merced a mi artesanía y a través de la
anécdota de mis relatos vividos o imaginados, mi única y humilde verdad era un
odio insuperable a la estupidez y a la crueldad; es decir, una aversión natural
al único pecado que para mí existe, el pecado contra la inteligencia, el pecado
contra el Espíritu Santo.
Pero la estupidez y
la crueldad se enseñoreaban de España. ¿Por dónde empezó el contagio? Los
caldos de cultivo de esta nueva peste, germinada en ese gran pudridero de Asia,
nos los sirvieron los laboratorios de Moscú, Roma y Berlín, con las etiquetas
de comunismo, fascismo o nacionalsocialismo, y el desapercibido hombre
celtíbero los absorbió ávidamente. Después de tres siglos de barbecho, la
tierra feraz de España hizo pavorosamente prolífica la semilla de la estupidez
y la crueldad ancestrales. Es vano el intento de señalar los focos de contagio
de la vieja fiebre cainita en este o aquel sector social, en esta o aquella
zona de la vida española. Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse.
Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e
intensidad en los dos bandos que se partieran España.
De mi pequeña experiencia
personal, puedo decir que un hombre como yo, por insignificante que fuese,
había contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y por
los otros. Me consta por confidencias fidedignas que, aun antes de que
comenzase la guerra civil, un grupo fascista de Madrid había tomado el acuerdo,
perfectamente reglamentario, de proceder a mi asesinato como una de las medidas
preventivas que había que adoptar contra el posible triunfo de la revolución
social, sin perjuicio de que los revolucionarios, anarquistas y comunistas,
considerasen por su parte que yo era perfectamente fusilable.
Cuando estalló la
guerra civil, me quedé en mi puesto cumpliendo mi deber profesional. Un consejo
obrero, formado por delegados de los talleres, desposeyó al propietario de la
empresa periodística en que yo trabajaba y se atribuyó sus funciones. Yo, que
no había sido en mi vida revolucionario, ni tengo ninguna simpatía por la
dictadura del proletariado, me encontré en pleno régimen soviético. Me puse
entonces al servicio de los obreros como antes lo había estado a las órdenes
del capitalista, es decir, siendo leal con ellos y conmigo mismo. Hice constar
mi falta de convicción revolucionaria y mi protesta contra todas las
dictaduras, incluso la del proletariado y me comprometí únicamente a defender
la causa del pueblo contra el fascismo y los militares sublevados. Me convertí
en el "camarada director", y puedo decir que durante los meses de
guerra que estuve en Madrid, al frente de un periódico gubernamental que llegó
a alcanzar la máxima tirada de la prensa republicana, nadie me molestó por mi
falta de espíritu revolucionario, ni por mi condición de "pequeñoburgués
liberal", de la que no renegué jamás.
Vi entonces
convertirse en comunistas fervorosos a muchos reaccionarios y en anarquistas
terribles a muchos burgueses acomodados. La guerra y el miedo lo justificaban
todo.
Hombro a hombro con
los revolucionarios, yo, que no lo era, luché contra el fascismo con el arma de
mi oficio. No me acusa la conciencia de ninguna apostasía. Cuando no estuve
conforme con ellos, me dejaron ir en paz.
Me fui cuando tuve
la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar,
cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba. ¡Cuidado! En mi
deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que
ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco,
asesinando mujeres y niños inocentes. Y tanto o más miedo tenía a la barbarie
de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de
los analfabetos anarquistas o comunistas.
Los "espíritus
fuertes" dirán seguramente que esta repugnancia por la humana carnicería
es un sentimentalismo anacrónico. Es posible. Pero, sin grandes aspavientos, sin
dar a la vida humana más valor del que puede y debe tener en nuestro tiempo, ni
a la acción de matar más trascendencia de la que la moral al uso pueda darle,
yo he querido permitirme el lujo de no tener ninguna solidaridad con los
asesinos. Para un español quizá sea éste un lujo excesivo.
Se paga caro, desde
luego. El precio, hoy por hoy, es la Patria. Pero, la verdad, entre ser una
especie de abisinio desteñido, que es a lo que le condena a uno el general
Franco, o un kirguís de Occidente, como quisieran los agentes del bolchevismo,
es preferible meterse las manos en los bolsillos y echar a andar por el mundo,
por la parte habitable de mundo que nos queda, aun a sabiendas de que en esta
época de estrechos y egoístas nacionalismos el exiliado, el sin patria, es en
todas partes un huésped indeseable que tiene que hacerse perdonar a fuerza de
humildad y servidumbre su existencia. De cualquier modo, soporto mejor la
servidumbre en tierra ajena que en mi propia casa.
Cuando el gobierno
de la República abandonó su puesto y se marchó a Valencia, abandoné yo el mío.
Ni una hora antes, ni una hora después. Mi condición de ciudadano de la
República Española no me obligaba a más ni a menos. El poder que el gobierno
legítimo dejaba abandonado en las trincheras de los arrabales de Madrid lo
recogieron los hombres que se quedaron defendiendo heroicamente aquellas
trincheras. De ellos, si vencen, o de sus vencedores, si sucumben, es el
porvenir de España.
El resultado final
de esta lucha no me preocupa demasiado. No me interesa gran cosa saber que el
futuro dictador de España va a salir de un lado u otro de las trincheras. Es
igual. El hombre fuerte, el caudillo, el triunfador que al final ha de asentar
las posaderas en el charco de sangre de mi país y con el cuchillo entre los
dientes –según la imagen clásica– va a mantener en servidumbre a los celtíberos
supervivientes, puede salir indistintamente de uno u otro lado. Desde luego, no
será ninguno de los líderes o caudillos que han provocado con su estupidez y su
crueldad monstruosas este gran cataclismo de España. A ésos, a todos,
absolutamente a todos, los ahoga ya la sangre vertida. No va a salir tampoco de
entre nosotros, los que nos hemos apartado con miedo y con asco de la lucha.
Mucho menos hay que pensar que las aguas vuelvan a remontar la corriente y sea
posible la resurrección de ninguno de los personajes monárquicos o republicanos
a quienes mató civilmente la guerra.
El hombre que
encarnará la España superviviente surgirá merced a esa terrible e ininteligente
selección de la guerra que hace sucumbir a los mejores. ¿De derechas? ¿De
izquierdas? ¿Rojo? ¿Blanco? Es indiferente. Sea el que fuere, para imponerse,
para subsistir, tendrá, como primera providencia, que renegar del ideal que hoy
lo tiene clavado en un parapeto, con el fusil echado a la cara, dispuesto a
morir y a matar. Sea quien fuere, será un traidor a la causa que hoy defiende.
Viniendo de un campo o de otro, de uno u otro lado de la trinchera, llegará más
tarde o más temprano a la única fórmula concebible de subsistencia, la de
organizar un Estado en el que sea posible la humana convivencia entre los
ciudadanos de diversas ideas y la normal relación con los demás Estados, que es
precisamente a lo que se niegan hoy unánimemente con estupidez y crueldad ilimitadas
los que están combatiendo.
No habrá más que
una diferencia, un matiz. El de que el nuevo Estado español cuente con la
confianza de un grupo de potencias europeas y sea sencillamente tolerado por
otro, o viceversa. No habrá más. Ni colonia fascista ni avanzada del comunismo.
Ni tiranía aristocrática ni dictadura del proletariado. En lo interior, un
gobierno dictatorial que con las armas en la mano obligará a los españoles a
trabajar desesperadamente y a pasar hambre sin rechistar durante veinte años,
hasta que hayamos pagado la guerra. Rojo o blanco, capitán del ejército o
comisario político, fascista o comunista, probablemente ninguna de las dos
cosas, o ambas a la vez, el cómitre que nos hará remar a latigazos hasta salir
de esta galerna ha de ser igualmente cruel e inhumano. En lo Exterior, un
Estado fuerte, colocado bajo la protección de unas naciones y la vigilancia de
otras. Que sean éstas o aquéllas, esta mínima cosa que se decidirá al fin en
torno de una mesa y que dependerá en gran parte de la inteligencia de los
negociadores, habrá costado a España más de medio millón de muertos. Podía
haber sido más barato.
Cuando llegué a
esta conclusión abandoné mi puesto en la lucha. Hombre de un solo oficio,
anduve errante por la España gubernamental confundido con aquellas masas de
pobres gentes arrancadas de su hogar y su labor por el ventarrón de la guerra.
Me expatrié cuando me convencí de que nada que no fuese ayudar a la guerra
misma podía hacerse ya en España.
Caí, naturalmente,
en un arrabal de París, que es donde caen todos los residuos de la humanidad
que la monstruosa edificación de los Estados totalitarios va dejando. Aquí, en
este hotelito humilde de un arrabal parisiense, viven mal y esperan a morirse
los más diversos especímenes de la vieja Europa: popes rusos, judíos alemanes,
revolucionarios italianos..., gente toda con un aire triste y un carácter agrio
que se afana por conseguir lo inasequible: una patria de elección, una nueva
ciudadanía. No quiero sumarme a esta legión triste de los "desarraigados"
y, aunque siente como una afrenta el hecho de ser español, me esfuerzo en
mantener una ciudadanía española puramente espiritual, de la que ni blancos ni
rojos puedan desposeerme.
Para librarme de
esta congoja de la expatriación y ganar mi vida, me he puesto otra vez a
escribir y poco a poco he ido tomando el gusto de nuevo a mi viejo oficio de
narrador. España y la guerra, tan próximas, tan actuales, tan en carne viva,
tienen para mí desde este rincón de París el sentido de una pura evocación. Cuento
lo que he visto y lo que he vivido más fielmente de lo que yo quisiera. A veces
los personajes que intento manejar a mi albedrío, a fuerza de estar vivos, se
alzan contra mí y, arrojando la máscara literaria que yo intento colocarles, se
me van de entre las manos, diciendo y haciendo lo que yo, por pudor, no quería
que hiciesen ni dijesen.
Y luchando con
ellos y conmigo mismo por permanecer distante, ajeno, imparcial, escribo estos
relatos de la guerra y de la revolución que presuntuosamente hubiera querido
colocar sub specie aeternitatis. No creo haberlo conseguido.
Y quizá sea mejor
así.
Mountrouge (Seine),
enero-mayo de 1937.
No hay comentarios:
Publicar un comentario