La vida es un pequeño espacio de luz entre dos nostalgias: la de lo que aún no has vivido y la de lo que ya no vas a poder vivir. Y el momento justo de la acción es tan confuso, tan resbaladizo y tan efímero que lo desperdicias mirando con aturdimiento alrededor.
Demasiada ira es como demasiado alcohol, produce una intoxicación que te hace perder lucidez y criterio.
Ser maldito es saber que tu discurso no puede tener eco, porque no ha oídos que lleguen a entenderte. En esto se parece a la locura -soltó de repente Soledad-. Ser maldito es no coincidir con tu tiempo, con tu clase, con tu entorno, con tu lengua, con la cultura a la que se supone que perteneces. Ser maldito es desear ser como los demás pero no poder. Y querer que te quieran pero sólo producir miedo o quizá risa. Ser maltido es no soportar la vida y sobre todo no soportarse a sí mismo.
...Lo importante no es lo que se tiene, sino lo que se añora.
Ahora Soledad acababa de cumplir sesenta años y se preguntaba en qué se le habían ido. Había llegado a esa edad en la que su biografía era irreversible. Ya no podría ser otra cosa, ya no podría hacer otra cosa con su vida. Ah, si hubiera sabido que iba a ser vieja y que se iba a morir, habría vivido de otra manera. Pero antes lo ignoraba. Es decir, nunca lo supo de este modo verdadero e irremediable. Y ahora ya era tarde.
La última vez que hacía el amor, la última vez que subías una montaña, la última vez que recorrías al trote el parque del retiro. El tiempo tictaqueaba inexorablemente hacía la destrucción final, como una bomba.
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