Aunque en los últimos tiempos, sería la edad, que todo lo ablanda, había trocado mi celo sistemático hacia ellos por una suerte de transigencia; es que antes o después desarrollamos todos hacia lo que forma parte de nuestra biografía, por descabellado, inconveniente o, sin más, erróneo que haya llegado a demostrarse.
Quien teme morirse se muere varias veces al día, todos los días de su vida. Quien no, se muere cuando le toca y ya está.
Hace tiempo que opté por el estoicismo, Vir -le respondí-. No esperar nada, aceptarlo todo, no formular quejas más que contra ti mismo. Te lo aconsejo. Evita frustraciones. Al final, no está en tu mano garantizar que nadie, aparte de ti, te haga el menor caso.
Bien mirado, quién no se disfraza un poco de quien acaba siendo a los ojos de los demás, para mantener a buen recaudo a ese otro o esa otra que cada quien es por debajo de su fachada, en ese bastión último del cerebro y el corazón al que jamás, por nuestro bien, y probablemente por el bien de otros, hemos de dejar que nadie tenga acceso.
A eso de la medianoche los dejamos allí, en su casita acariciada por la brisa de la bahía. Mientras Chamorro ponía el coche en movimiento, miré cómo quedaban atrás, en esa soledad desvalida que algún día es la de todos los que somos padres, cuando comprendemos que no estaremos para amparar frente a todo mal a nuestros hijos y que hemos de confiar en otros que tal vez no puedan, no quieran, no sepan.
La vida y algunos tropiezos me habían enseñado a pecar más por defecto que por exceso, especialmente en lo que tenía que ver con cualquier clase de efusión afectiva. Por lo general lograba convencerme de que era mejor así, porque lo contrario conducía con más frecuencia a defraudar a los demás, pero había ocasiones en que dudaba y no podía evitar pensar que me estaba convirtiendo en alguien demasiado remoto, demasiado ajeno a la vida y la gente que pasaba por mi lado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario