martes, 26 de abril de 2016

Frankenstein. Mary Shelley.

Como las pequeñas dimensiones de ciertos componentes representaban un considerable obstáculo para la celeridad de mis trabajos, decidí, en contra de mi intención inicial, realizar una criatura de gigantes proporciones, es decir, con una altura de unos ocho pies de las demás dimensiones en perfecta relación con ella.

Cuando los sentimientos habían sido sobreexcitados por la rápida sucesión de acontecimientos penosos, nada es más agobiante para el alma humana que la calma de la inactividad y la certeza de lo irremediable, que terminan, ciertamente, con el asiento, pero también con la esperanza.

La primera pesadumbre que llega a nosotras para sacarnos del sueño gozoso de la niñez había caído sobre ella y sus deprimentes consecuencias habías acabado con su radiante sonrisa.

¡Así ha sucedido! El ángel rebelde se convirtió en un monstruoso diablo, pero hasta ese enemigo de Dios y de los hombres cuenta, en su desolación, con amigos y compañeros. Yo estoy solo.

El hombre que me creó ya no existe y, cuando también yo haya muerto, nuestro recuerdo desaparecerá de la memoria de los hombres. Jamás contemplaré de nuevo el sol y las estrellas; jamás sentiré, de nuevo, sobre mi rostro la fresca caricia del viento. La luz, las sensaciones, los pensamientos; todo desaparecerá y, sólo entonces, podré alcanzar la felicidad. Años atrás, cuando las más atrayentes visiones que puede ofrecer el mundo aparecieron por primera vez ante mis ojos, cuando gocé la calidez vivificante del verano, cuando escuché el rumor de la de las hojas y el cantar de los pájaros, todas aquellas cosas que lo fueron todo para mí, la idea dela muerte me hacía llorar. Ahora esa muerte que entonces hubiera rechazado ha llegado a ser mi última esperanza de consuelo. Emponzoñado por mis crímenes, acosado por los amargos remordimientos, sólo en la muerte hallaré reposo.

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