miércoles, 13 de abril de 2016

El urinario. Lorenzo Silva.

Es obvio que de vez en cuando uno debe repeler los asaltos de su intimidad a su desempeño laboral, en garantía de la retribución que por tal desempeño le corresponda. Pero tal y como lo intuyo (no soy un doctrinario y mucho menos un pedagogo), resulta mucho más perentorio oponerse al desenlace, nada infrecuente, de terminar siendo sólo la profesión en que uno enterró su inteligencia, como dejó escrito alguien a quien yo solía leer.

Mi experiencia de esta gente no me autoriza a concluir que sean mucho más o mucho menos perversos que el resto de los seres humanos que habitan en los otros lugares del mundo que me ha sido dado visitar, incluido el de mi nacimiento. Más bien tienden a una cortesía un tanto brusca, pero meticulosa. Sin embargo, siempre hay especímenes absurdos que se ensañan con uno sin motivo aparente, y aquella mujer era sin duda uno de ellos. 
Cuando me encuentro en una situación como la descrita, me sucede lo mismo que cuando me topo con alguien excesivamente obsequioso: quedo desarmado, sin saber qué hacer. Asumo que nadie tiene por qué abrigar el menor deseo de perder el tiempo conmigo, ni para favorecerme ni para lesionarme. Si noto que se me distingue respecto de los demás, en el sentido que sea, carezco de reflejos. Es el tipo de cosas que exasperan a algunos de los que me conocen. El hecho es que no me siento, común, en disposición de corresponder a quienes adoptar hacía mí una actitud anormal. Me cuesta tanto agradecer efusivamente el cálido elogio de un extraño como organizarle una bronca a un dependiente desabrido. Puede tratarse de simple incapacidad, pero yo me inclino a sospechar que la raíz de todo es un alarmante desinterés hacia cualquier acontecimiento desproporcionado.

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