En
esto, parece ser o que el frío de la mañana que ya venía, o que Sancho hubiese
cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese cosa natural —que es lo que más se
debe creer—, a él le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no pudiera
hacer por él; mas era tanto el miedo que había entrado en su corazón, que no
osaba apartarse un negro de uña de su amo. Pues pensar de no hacer lo que tenía
gana tampoco era posible; y, así, lo que hizo, por bien de paz, fue soltar la
mano derecha, que tenía asida al arzón trasero, con la cual bonitamente y sin
rumor alguno se soltó la lazada corrediza con que los calzones se sostenían sin
ayuda de otra alguna, y, en quitándosela, dieron luego abajo y se le quedaron
como grillos; tras esto, alzó la camisa lo mejor que pudo y echó al aire
entrambas posaderas, que no eran muy pequeñas. Hecho esto, que él pensó que era
lo más que tenía que hacer para salir de aquel terrible aprieto y angustia, le
sobrevino otra mayor, que fue que le pareció que no podía mudarse sin hacer
estrépito y ruido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros,
recogiendo en sí el aliento todo cuanto podía; pero, con todas estas
diligencias, fue tan desdichado que al cabo al cabo vino a hacer un poco de
ruido, bien diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo. Oyólo don Quijote
y dijo:
—¿Qué
rumor es ese, Sancho?
—No
sé, señor —respondió él—. Alguna cosa nueva debe de ser, que las aventuras y
desventuras nunca comienzan por poco.
Tornó
otra vez a probar ventura, y sucedióle tan bien, que sin más ruido ni alboroto
que el pasado se halló libre de la carga que tanta pesadumbre le había dado.
Mas como don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los oídos
y Sancho estaba tan junto y cosido con él, que casi por línea recta subían los
vapores hacia arriba, no se pudo escusar de que algunos no llegasen a sus
narices; y apenas hubieron llegado, cuando él fue al socorro, apretándolas
entre los dos dedos, y con tono algo gangoso dijo:
—Paréceme,
Sancho, que tienes mucho miedo.
—Sí
tengo —respondió Sancho—, mas ¿en qué lo echa de ver vuestra merced ahora más
que nunca?
—En
que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar —respondió don Quijote.
—Bien
podrá ser —dijo Sancho—, mas yo no tengo la culpa, sino vuestra merced, que me
trae a deshoras y por estos no acostumbrados pasos.
—Retírate
tres o cuatro allá, amigo —dijo don Quijote (todo esto sin quitarse los dedos
de las narices)—, y desde aquí adelante ten más cuenta con tu persona y con lo
que debes a la mía; que la mucha conversación que tengo contigo ha engendrado
este menosprecio.
—Apostaré
—replicó Sancho— que piensa vuestra merced que yo he hecho de mi persona alguna
cosa que no deba.
—Peor
es meneallo, amigo Sancho —respondió don Quijote.
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