martes, 26 de abril de 2016

Frankenstein. Mary Shelley.

Como las pequeñas dimensiones de ciertos componentes representaban un considerable obstáculo para la celeridad de mis trabajos, decidí, en contra de mi intención inicial, realizar una criatura de gigantes proporciones, es decir, con una altura de unos ocho pies de las demás dimensiones en perfecta relación con ella.

Cuando los sentimientos habían sido sobreexcitados por la rápida sucesión de acontecimientos penosos, nada es más agobiante para el alma humana que la calma de la inactividad y la certeza de lo irremediable, que terminan, ciertamente, con el asiento, pero también con la esperanza.

La primera pesadumbre que llega a nosotras para sacarnos del sueño gozoso de la niñez había caído sobre ella y sus deprimentes consecuencias habías acabado con su radiante sonrisa.

¡Así ha sucedido! El ángel rebelde se convirtió en un monstruoso diablo, pero hasta ese enemigo de Dios y de los hombres cuenta, en su desolación, con amigos y compañeros. Yo estoy solo.

El hombre que me creó ya no existe y, cuando también yo haya muerto, nuestro recuerdo desaparecerá de la memoria de los hombres. Jamás contemplaré de nuevo el sol y las estrellas; jamás sentiré, de nuevo, sobre mi rostro la fresca caricia del viento. La luz, las sensaciones, los pensamientos; todo desaparecerá y, sólo entonces, podré alcanzar la felicidad. Años atrás, cuando las más atrayentes visiones que puede ofrecer el mundo aparecieron por primera vez ante mis ojos, cuando gocé la calidez vivificante del verano, cuando escuché el rumor de la de las hojas y el cantar de los pájaros, todas aquellas cosas que lo fueron todo para mí, la idea dela muerte me hacía llorar. Ahora esa muerte que entonces hubiera rechazado ha llegado a ser mi última esperanza de consuelo. Emponzoñado por mis crímenes, acosado por los amargos remordimientos, sólo en la muerte hallaré reposo.

miércoles, 13 de abril de 2016

El urinario. Lorenzo Silva.

Es obvio que de vez en cuando uno debe repeler los asaltos de su intimidad a su desempeño laboral, en garantía de la retribución que por tal desempeño le corresponda. Pero tal y como lo intuyo (no soy un doctrinario y mucho menos un pedagogo), resulta mucho más perentorio oponerse al desenlace, nada infrecuente, de terminar siendo sólo la profesión en que uno enterró su inteligencia, como dejó escrito alguien a quien yo solía leer.

Mi experiencia de esta gente no me autoriza a concluir que sean mucho más o mucho menos perversos que el resto de los seres humanos que habitan en los otros lugares del mundo que me ha sido dado visitar, incluido el de mi nacimiento. Más bien tienden a una cortesía un tanto brusca, pero meticulosa. Sin embargo, siempre hay especímenes absurdos que se ensañan con uno sin motivo aparente, y aquella mujer era sin duda uno de ellos. 
Cuando me encuentro en una situación como la descrita, me sucede lo mismo que cuando me topo con alguien excesivamente obsequioso: quedo desarmado, sin saber qué hacer. Asumo que nadie tiene por qué abrigar el menor deseo de perder el tiempo conmigo, ni para favorecerme ni para lesionarme. Si noto que se me distingue respecto de los demás, en el sentido que sea, carezco de reflejos. Es el tipo de cosas que exasperan a algunos de los que me conocen. El hecho es que no me siento, común, en disposición de corresponder a quienes adoptar hacía mí una actitud anormal. Me cuesta tanto agradecer efusivamente el cálido elogio de un extraño como organizarle una bronca a un dependiente desabrido. Puede tratarse de simple incapacidad, pero yo me inclino a sospechar que la raíz de todo es un alarmante desinterés hacia cualquier acontecimiento desproporcionado.

lunes, 11 de abril de 2016

La línea de sombra. Joseph Conrad.

Sólo los jóvenes conocen momentos semejantes. No quiero decir los muy jóvenes, no; pues éstos, a decir verdad, no tienen momentos. Vivir más allá de sus días, en esa magnífica continuidad de esperanza que ignora toda pausa y toda introspección, es privilegio de la primera juventud.

Es el encanto de una experiencia universal, de la que esperamos una sensación extraordinaria y personal, la revelación de un algo de nuestro yo.

Una vez allí me abandonó el entusiasmo. La atmósfera administrativa es de tal naturaleza que mata todo lo que vive y respira energía humana, y es capaz de apagar la esperanza, como el temor, bajo la supremacía de la tinta y el papel.

Como todos los marino del puerto, yo sólo era un pretexto para escritos oficiales, para impresos cumplimentados con toda la artificial superior dada que un hombre de pluma y tinta conserva sobre aquellos que tienen que luchar con realidades, fuera de los muros sacrosantos de un edificio oficial. ¡Qué irreales fantasmas debíamos de ser nosotros para él! Simples símbolos que encajar en los libros y en los pesados registros: entidades sin cerebro, sin músculos, sin inquietudes, casi sin utilidad, y desde luego inferiores.

Aunque, en realidad, no hay por qué hablar de servicios leales, pues éstos se hacen por amor propio, por amor al barco, por amor a la vida que se ha elegido, y no por la recompensa.

- Es decir...La verdad es que de nada, bueno ni malo, se debe hacer demasiado caso en esta vida.
- La vida a media máquina -murmuré perversamente- no está al alcance de todo el mundo.
- Todavía debes considerarte feliz si puedes mantenerte a esa velocidad moderada -me replicó, con su aire virtuoso- Y todavía hay más: es preciso que un hombre luche contra la mala suerte, contra sus errores, su conciencia y otras zarandajas por el estilo. Si no, ¿contra qué luchará uno?

(Configuran las líneas generales de un estado de inexperiencia sobre los rasgos de la ingenuidad, honradez, impulsividad y autoconfianza, a los que también podría unirse una dosis de idealismo... Es la nueva madurez adquirida por su capitán, quien ahora sabe de sus propias limitaciones y también de su propia valía real, la cual depende no de ilusiones, sino de la firmeza con que en el futuro sea capaz de adherirse a un código de conducta exigente).