El
anciano, muy despacio se sentó en la mesa del escritorio de la habitación en
esquina que daba a las calles Misterio y Misericordia. Por los cristales de la
ventana con vidrios de plomo, se deslizaban las gotas de lluvias, labrándolos
sinuosamente. Caminos insospechados, de trazados curvos, misteriosos e
inescrutables. El anciano se quedó absorto en ellos, viendo una y otra vez las
gotas deslizarse por ellos. Cada nueva gota parecía que iba a seguir el mismo
camino que el anterior, pero unas al principio, otras a mitad, y otras al
final, todas terminaban por seguir su propio camino. Encrucijada. Decisiones
vitales que terminan por llevarte a un final u otro. Cuánto parecido encontraba
con la vida de los seres humanos. Se imaginaba si habría llegado ya al alféizar
de la ventana, si su tiempo estaba agotado o sin embargo se encontraba en la última
curva, en el último recodo del camino. Del ensimismamiento lo despertó el olor
dulce a mar salada, recuerdos de juventud, de vigor y de ingenuidad. Una joven
suave, con vestido habanero blanco, su negro cabello meciéndose con el viento,
en un ritmo musical, de composición poética, luz del mediterráneo y calor
primaveral. Mirada apasionada. Brillo en los ojos, los párpados entrecerrados.
Sugestión. Pasión.
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