jueves, 19 de diciembre de 2024

Miedo. Stefan Zweig.

Cuando una puerta se cerró, fue como si cerrasen la tapa de un ataúd. El mundo estaba muerto, vacío, sólo quedaba su propio corazón palpitando violentamente contra el pecho, aumentando con cada latido el dolor que se apoderaba de su cuerpo petrificado.

Es asombroso que poco tiempo se necesita para despedirse y qué poco valor parece tener todo cuando una sabe que no puede llevárselo consigo.

lunes, 16 de diciembre de 2024

Viaje al pasado. Stefan Zweig.

"pero las manos, los ojos, los labios, siervos ignorantes de su pasión, saltaban una y otra vez, anhelando entrelazarse, unirse íntimamente, y por eso los fugaces instantes en que se cogían y se abrazaban temblorosos tras las puertas entornadas, esos tímidos instantes rebosaban gozo y ansiedad a un tiempo."

 

"Cuando uno se hace mayor, busca su propia juventud y se alegra tontamente al revivir pequeños recuerdos."

 

"—Uno envejece, pero sigue siendo el mismo."

 

—No he olvidado nada de lo que hice contigo. Otto iba con un compañero de colegio, corrían por delante desbocados…, casi los habíamos perdido en el bosque. Yo lo llamé a voces una y otra vez y él no volvía, pero lo hice de mala gana, porque sentía el impulso de estar contigo a solas, aunque entonces todavía fuéramos unos extraños el uno para el otro.

—Y hoy —añadió él, intentando bromear, pero ella permaneció muda. «No habría debido decirlo —pensó sordamente—¿qué me impulsa a comparar constantemente el hoy con el ayer? ¿por qué no le agrada nada de lo que le digo hoy? Siempre se entrometen aquellos días, el pasado».

Iban ascendiendo en silencio. Las casas, pegadas unas a otras, se inclinaban ante sus ojos iluminadas por una pálida luz, el río serpenteante se arqueaba cada vez con más claridad en el crepúsculo del valle, mientras los árboles susurraban y dejaban caer la oscuridad sobre ellos. No se cruzaron con nadie, sólo sus calladas sombras se arrastraban por delante de ellos y siempre que una farola iluminaba sus figuras perpendicularmente, las sombras se fundían una con otra, como si se abrazasen, se ensanchaban ansiando unirse cuerpo con cuerpo en una sola figura, luego se apartaban una vez más, para volver a abrazarse, mientras ellos caminaban cansados, respirando profundamente. Él observaba hechizado ese curioso juego, el cogerse y alejarse y volverse a coger de aquellas figuras sin alma, cuerpos de sombra, que, sin embargo, no eran sino reflejo de los suyos propios; con mórbida curiosidad veía el huir y el entrelazarse de esas figuras sin ser, y casi se olvidaba de la mujer viva que tenía a su lado por su negra imagen fluida, fugitiva. No pensaba en nada determinado y, sin embargo, sentía que, de alguna manera, este tímido juego le advertía de algo, de algo que yacía en lo más hondo de su ser como una fuente agitada a punto de rebosar, como si el caudal de sus recuerdos creciera y se acercara a él inquietante y amenazador. Pero ¿qué era…? Aguzó todos sus sentidos. ¿Qué le evocaba ese paseo entre las sombras del bosque dormido? Debían de ser palabras, una situación, algo vivido, oído, sentido, algo envuelto en una melodía, algo enterrado en lo más profundo, que no había tocado en años y años.

Y, de repente, se abrió una grieta centelleante en la  oscuridad del olvido: eran palabras, un poema que ella le había leído una vez en su habitación al caer la tarde. Un poema, sí, en francés, evocó las palabras que, como traídas por un viento cálido que las arrancaba del pasado, subieron de golpe hasta sus labios y así escuchó, después de una década, los versos olvidados de un poema en una lengua extranjera recitados por su voz:

Dans le vieux parc solitaire et glacé

Deux Spectres cherchent le passé.

Y en cuanto su memoria se iluminó con esos versos, acabó de completar la imagen: la lámpara ardiendo con su luz dorada en el salón oscuro donde ella le había leído a la caída de la tarde este poema de Verlaine. La veía entre las sombras de la lámpara tal y como estaba sentada aquella noche, cerca y lejos a un tiempo, amada e inalcanzable; sintió de repente su mismo corazón de entonces palpitando de excitación, oyó la voz de ella columpiándose sobre la sonora onda de los versos; en el poema —aunque sólo en el poema— podía oír cómo pronunciaba la palabra «nostalgia» y la palabra «amor», en una lengua extranjera, es cierto, y dirigidas a un extraño, pero oírlas al fin y al cabo con el tono embriagador de esta voz, de su voz. ¿Cómo había podido olvidar durante tantos años ese poema, esa velada en la que solos en la casa, confusos por ello, huyeron de la embarazosa conversación buscando un punto de encuentro más amable en los libros, donde, detrás de las palabras y de la melodía, de vez en cuando brilla el relámpago que nos permite reconocer un sentimiento íntimo, como la luz que atraviesa la fronda de arbustos, chispeante, intangible, y sin embargo llenándonos de una dicha inefable? ¿Cómo había podido olvidarlo durante tanto tiempo? ¿Y cómo había recuperado, también de repente, ese poema perdido? Sin darse cuenta, tradujo para sí aquellos versos:

En el viejo parque gélido y nevado,

dos sombras buscan su pasado.

Y al recitarlos los entendió, la llave luminosa y pesada que descubría su secreto cayó en sus manos, desde la sima donde dormía se alzó una asociación clara, aguda, arrancada de sus recuerdos: las sombras de las que se hablaba allí estaban sobre el camino, sus sombras habían removido y despertado aquellas palabras, sí, pero todavía había más. Estremeciéndose de miedo descubrió de repente una segunda interpretación que lo aterró; habían sido unas palabras proféticas, cargadas de sentido. ¿Acaso no eran ellos mismos esas sombras que buscaban su pasado dirigiendo absurdas preguntas a un entonces que ya no era real? Sombras, sombras que querían convertirse en algo vivo y que no lo lograban. Ni ella ni él eran los mismos y, sin embargo, seguían buscándose afanosamente, siempre en vano, huyendo y reteniéndose, esforzándose denodadamente, cuando carecían de ser y de fuerzas para lograrlo, como los negros fantasmas que tenían ante sus pies."

La Eneida. Virgilio.

Juntas se le van, por el mismo camino, la sangre y la vida.

¡Qué dirá toda Italia si te dejo morir por quitarle a Eneas lo que es suyo!-¡No te preocupes por mí, rey! -le replica Turno-. ¡Déjame morir para lograr la gloria! ¡También yo sé manejar las armas! ¡También brota sangre de las heridas que yo abro!

sábado, 7 de diciembre de 2024

Novela con cocaína. Mark Aguéyev.

Llegábamos al íntimo convencimiento de que lo mismo que antes, en los tiempos de la tracción animal, también ahora, en la época de las locomotoras, al hombre estúpido la vida le resultaba más fácil que al inteligente y al astuto mejor que al honrado; que el avaro llevaba una vida más desahogada que el bueno; que el cruel era más apreciado que el débil; que el autoritario adquiría mayores riquezas que el pacífico; que el mentiroso se saciaba más que el justo; que el voluptuoso lograba mayores placeres que el continente. Que así había sido siempre y así seguiría siendo, mientras quedara en el mundo un solo ser humano.

 

Terminaba su exposición con un recuerdo de la enfermedad que había empezado a desarrollarse muchos siglos antes; había ido apoderándose poco a poco de la sociedad humana y, finalmente, en ese época de perfeccionamientos técnicos, había contaminado en todas partes al ser humano. Esa era la trivialidad. Esa trivialidad que consiste en la capacidad del hombre para despreciar todo aquello que no comprende, y cuya magnitud aumenta a medida que crece la inutilidad y la insignificancia de los objetos, cosas y acontecimientos que despiertan la admiración de ese hombre.

 

Parece, señor Stein -dijo- que le asusta a usted el antisemitismo. No hay razón para ello. El antisemitismo no es en absoluto temible, sólo repugnante, lamentable y estúpido; lamentable porque es envidioso, cuando pretende mostrarse despectivo; estúpido porque fortalece aquello que pretende destruir. Los judíos sólo dejarán de ser judíos cuando eso constituya una deshonra de índole moral, no nacional. Y ser judío se convertirá en una deshonra de índole moral cuando nuestros señores cristianos se hagan verdaderos cristianos, o, dicho de otro modo, cuando se conviertan en personas que empeoren de forma consciente sus condiciones de vida para mejorar la vida de los demás, y a causa de ese empeoramiento experimenten satisfacción y alegría. Pero eso todavía no ha sucedido, pues dos mil años se han mostrado insuficientes para lograrlo. Por eso, señor Stein, es absurdo que hable usted y trate de comprar una dignidad dudosa humillando delante de estos cerdos al pueblo al que usted tiene el honor, escúcheme bien, al que usted tiene el honor de pertenecer. Debería darle vergüenza que yo, un ruso, le diga estas cosas a usted, un judío.

 

Demuestra que empleáis esas terribles palabras a cada momento, a cada minuto, que han dejado de ser para vosotros una injuria y se han convertido en un recurso expresivo de vuestro lenguaje.

 

Lo hice como aquel que se lanza en busca de un médico para un amigo moribundo, no porque el médico pueda salvarle, sino porque con ese movimiento, con esa búsqueda, trata de apaciguar el deseo de experimentar en sí mismo los sufrimientos cuya visión ha despertado ese sentimiento de compasión absolutamente insoportable.

 

De mí se apoderó una sensación de extrañeza. Resultaba que en un hombre ese comportamiento era indicativo de virilidad; pero en el caso de una mujer constituía un signo de prostitución. Se deducía también que el desdoblamiento de la espiritualidad y la sensualidad en el varón era una señal de hombría, mientras en la mujer ese mismo proceso era un indicio de depravación.

 

Si todo se hubiera realizado según mis deseos, la hubiera arrastrado, sin decirle una palabra, a una cama o a un banco o incluso debajo de una puerta cochera. Es indudable que actuaría de ese modo si las mujeres me lo permitieran. Ese desdoblamiento de la espiritualidad y la sensualidad, en virtud del cual no encontraba obstáculos morales que se opusieran a la satisfacción de eses instintos, era la razón principal por la que mis compañeros me consideraban un bravo y un valiente. Si se hubiera dado en mí una fusión completa de la espiritualidad y la sensualidad, me habría enamorado locamente de cualquier mujer que me hubiera atraído sensualmente.

 

Bastaría que todas las mujeres, de común acuerdo, aspiraran a la virilidad para que el mundo entero se convirtiera en una casa de citas.

 

Para un hombre enamorado todas las mujeres son mujeres, a excepción de aquella a la que ama, a la que considera una persona. Para una mujer enamorada todos los hombres son personas, a excepción de aquel al que ama, al que considera un hombre.

 

Bastaba con que se presentara mis sentimientos de una manera más profunda y reflexiva para que todos los actos de los que me vanagloriaba parecieran repugnantes, crueles y absolutamente injustificable.

 

Mientras antes experimentaba sólo sensualidad y para satisfacer a la mujer tenía que fingir amor, ahora sólo experimentaba amor y para satisfacer a Sonia tenía que fingir sensualidad.

 

Empecé a pensar que lo más importante para el hombre no son los acontecimientos que rodean su vida, sino el reflejo de éstos en su conciencia. Los acontecimientos pueden cambiar, pero mientras ese cambio no se refleje en la conciencia, la transformación es nula, absolutamente insignificante.

 

Toda la vida del hombre, todo su trabajo, sus actos, su voluntad, su fuerza física e intelectual se emplean y se gastan sin control y sin medida únicamente para ejecutar un acto en el mundo exterior, pero no por el acto en sí mismo, sino por el reflejo que éste produce en la conciencia. Y si a todo esto añadimos que el hombre ejecuta esos actos para que, una vez reflejados en su conciencia, creen en ella una sensación de alegría y felicidad, se nos revela con claridad el mecanismo que mueve la vida de cualquier hombre, independientemente de que sea malo y cruel u honrado y bondadoso.

 

En realidad cualquier felicidad humana consiste en una astuta fusión de dos elementos: 1) la sensación física de felicidad y 2) el acontecimiento exterior que actúa como detonante psicológico de esa sensación.

El edén de las manitas de cerdo. Enrique Pérez Balsas.