Llegábamos al íntimo
convencimiento de que lo mismo que antes, en los tiempos de la tracción animal,
también ahora, en la época de las locomotoras, al hombre estúpido la vida le
resultaba más fácil que al inteligente y al astuto mejor que al honrado; que el
avaro llevaba una vida más desahogada que el bueno; que el cruel era más apreciado
que el débil; que el autoritario adquiría mayores riquezas que el pacífico; que
el mentiroso se saciaba más que el justo; que el voluptuoso lograba mayores
placeres que el continente. Que así había sido siempre y así seguiría siendo,
mientras quedara en el mundo un solo ser humano.
Terminaba su exposición
con un recuerdo de la enfermedad que había empezado a desarrollarse muchos
siglos antes; había ido apoderándose poco a poco de la sociedad humana y,
finalmente, en ese época de perfeccionamientos técnicos, había contaminado en
todas partes al ser humano. Esa era la trivialidad. Esa trivialidad que
consiste en la capacidad del hombre para despreciar todo aquello que no
comprende, y cuya magnitud aumenta a medida que crece la inutilidad y la insignificancia
de los objetos, cosas y acontecimientos que despiertan la admiración de ese
hombre.
Parece, señor Stein
-dijo- que le asusta a usted el antisemitismo. No hay razón para ello. El antisemitismo
no es en absoluto temible, sólo repugnante, lamentable y estúpido; lamentable
porque es envidioso, cuando pretende mostrarse despectivo; estúpido porque
fortalece aquello que pretende destruir. Los judíos sólo dejarán de ser judíos
cuando eso constituya una deshonra de índole moral, no nacional. Y ser judío se
convertirá en una deshonra de índole moral cuando nuestros señores cristianos
se hagan verdaderos cristianos, o, dicho de otro modo, cuando se conviertan en
personas que empeoren de forma consciente sus condiciones de vida para mejorar
la vida de los demás, y a causa de ese empeoramiento experimenten satisfacción
y alegría. Pero eso todavía no ha sucedido, pues dos mil años se han mostrado
insuficientes para lograrlo. Por eso, señor Stein, es absurdo que hable usted y
trate de comprar una dignidad dudosa humillando delante de estos cerdos al
pueblo al que usted tiene el honor, escúcheme bien, al que usted tiene el honor
de pertenecer. Debería darle vergüenza que yo, un ruso, le diga estas cosas a
usted, un judío.
Demuestra que empleáis
esas terribles palabras a cada momento, a cada minuto, que han dejado de ser
para vosotros una injuria y se han convertido en un recurso expresivo de
vuestro lenguaje.
Lo hice como aquel
que se lanza en busca de un médico para un amigo moribundo, no porque el médico
pueda salvarle, sino porque con ese movimiento, con esa búsqueda, trata de
apaciguar el deseo de experimentar en sí mismo los sufrimientos cuya visión ha
despertado ese sentimiento de compasión absolutamente insoportable.
De mí se apoderó una
sensación de extrañeza. Resultaba que en un hombre ese comportamiento era indicativo
de virilidad; pero en el caso de una mujer constituía un signo de prostitución.
Se deducía también que el desdoblamiento de la espiritualidad y la sensualidad
en el varón era una señal de hombría, mientras en la mujer ese mismo proceso
era un indicio de depravación.
Si todo se hubiera
realizado según mis deseos, la hubiera arrastrado, sin decirle una palabra, a
una cama o a un banco o incluso debajo de una puerta cochera. Es indudable que
actuaría de ese modo si las mujeres me lo permitieran. Ese desdoblamiento de la
espiritualidad y la sensualidad, en virtud del cual no encontraba obstáculos
morales que se opusieran a la satisfacción de eses instintos, era la razón
principal por la que mis compañeros me consideraban un bravo y un valiente. Si se
hubiera dado en mí una fusión completa de la espiritualidad y la sensualidad,
me habría enamorado locamente de cualquier mujer que me hubiera atraído
sensualmente.
Bastaría que todas
las mujeres, de común acuerdo, aspiraran a la virilidad para que el mundo
entero se convirtiera en una casa de citas.
Para un hombre enamorado
todas las mujeres son mujeres, a excepción de aquella a la que ama, a la que
considera una persona. Para una mujer enamorada todos los hombres son personas,
a excepción de aquel al que ama, al que considera un hombre.
Bastaba con que se
presentara mis sentimientos de una manera más profunda y reflexiva para que
todos los actos de los que me vanagloriaba parecieran repugnantes, crueles y absolutamente
injustificable.
Mientras antes experimentaba
sólo sensualidad y para satisfacer a la mujer tenía que fingir amor, ahora sólo
experimentaba amor y para satisfacer a Sonia tenía que fingir sensualidad.
Empecé a pensar que
lo más importante para el hombre no son los acontecimientos que rodean su vida,
sino el reflejo de éstos en su conciencia. Los acontecimientos pueden cambiar,
pero mientras ese cambio no se refleje en la conciencia, la transformación es
nula, absolutamente insignificante.
Toda la vida del
hombre, todo su trabajo, sus actos, su voluntad, su fuerza física e intelectual
se emplean y se gastan sin control y sin medida únicamente para ejecutar un
acto en el mundo exterior, pero no por el acto en sí mismo, sino por el reflejo
que éste produce en la conciencia. Y si a todo esto añadimos que el hombre
ejecuta esos actos para que, una vez reflejados en su conciencia, creen en ella
una sensación de alegría y felicidad, se nos revela con claridad el mecanismo
que mueve la vida de cualquier hombre, independientemente de que sea malo y cruel
u honrado y bondadoso.
En realidad cualquier
felicidad humana consiste en una astuta fusión de dos elementos: 1) la sensación
física de felicidad y 2) el acontecimiento exterior que actúa como detonante psicológico
de esa sensación.
Y del rencor? Está muy bien poner frases y fragmentos magníficos, de vez en cuando no está mal ponerlo en práctica. Asunción
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