jueves, 13 de agosto de 2020

El buen soldado. Ford Madox Ford.

Con cada mujer por la que un hombre se siente atraído parece llegar un ensanchamiento de la propia visión o, si lo prefiere usted, parece llegar la adquisición de un nuevo territorio. La configuración de las cejas, el tono de voz, un gesto peculiar característico, todas esas cosas -y son esas cosas las que hacen que surja la pasión amorosa-, todas esas cosas, digo, son en el horizonte el paisaje, otros tantos objetos que tiendan a un hombre para que vaya más allá, para que explore. 

Pero la verdadera fiebre del deseo, el verdadero fuego de una pasión largo tiempo mantenida y que termina por agotar el alma de un hombre, es el anhelo vehemente de identificarse con la mujer que ama. Desea ver con los mismos ojos, tocar con los mismos órganos del tacto, oír con los mismos oídos, perder su identidad, sentirse arropado, sostenido. Porque se diga lo que se quiera sobre la relación entre los sexos, no hay hombre que ame a una mujer sin desear acudir a ella para recuperar su arrojo, para acabar con sus dificultades. Y ése será el manantial del deseo que sienta por ella. Todos tenemos mucho miedo, todos estamos muy solos, todos estamos muy necesitados de alguna confirmación exterior de que merecemos existir.

Era sincera, honesta y, en cuanto a lo demás, simplemente una mujer. Y Leonora tenía el vago convencimiento de que para un hombre todas las mujeres eran iguales al cabo de tres semanas de trato íntimo. Se imaginaba que la amabilidad perderá su atractivo, que la voz suave y melancólica dejaría de emocionar, que la estatura y la tez morena cesarían de darle a un hombre la ilusión de internarse en las profundidades de un bosque inexplorado.

La sociedad debe seguir adelante, supongo, y la sociedad sólo existe si florecen las personas normales, virtuosas, y un poquito falsas, mientras que a los apasionados, a los testarudos y a los demasiado sinceros se los condena al suicidio y a la locura.

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