Porque ambos habían sabido de la tortura de la pasión, de las horas transcurridas imaginando esas declaraciones que nunca te atreverás a pronunciar, esos mensajes que han quedado sin repuesta, esas cartas que lees una y otra vez hasta saberte todas las palabras de memoria, esas rupturas que no has visto venir y esas lágrimas que piensas que van a seguir corriendo, sin perder nunca la amargura, hasta la consumación de los siglos.
Y todo eso que habían creído que no olvidarían nunca, lo iban olvidando despacio, a medida que la pareja que formaban, iba absorbiéndolo todo, borrándolo todo, tiraba de ellos para alejarlos cada vez más de su pasado.
¿para qué tomarse el trabajo de hablar con los demás, de escuchar sus historias, de satisfacer su narcisismo y su necesidad de figurar? ¡Qué decepcionante era la vida! ¡Qué triste era el uso de la palabra!
En el fondo, se decía Dorothée, para vivir con serenidad en París se precisaba una indiferencia completa al dolor ajeno. Se acordaba de Adèle, que había llegado al mismo tiempo que ella y no había podido soportar la experiencia: demasiada gente, demasiada miseria, demasiado deseo, una ciudad agotadora.
¡Era sólo una forma de hablar!
No; es exhibicionismo moral.
¡Más valía eso que el cinismo.
El cinismo es siempre preferible al fanatismo.
A lo mejor se debía al hecho de que, como en la mayoría de esas series salían individuos a quienes el crimen, el adulterio o el disimulo integraban en una doble vida más excitante, más violenta, más viva que la simple vida, disfrutaban de todo eso por delegación sin pasar por ninguno de sus inconvenientes, lo que les permitía paladear a un tiempo el escalofrío de la duplicidad y el confort de la seguridad.
Entonces, tan deprisa como se habían enfadado, se calmaban; los mutuos agravios dejaban de existir. Más fuertes que el orgullo y la ira, las fuerzas combinadas de la costumbre y del olvido los arrastraban consigo, irresistiblemente: ¿hacia qué destino, hacia qué meta? Nunca se habían hecho esa pregunta, nunca se habían tomado tiempo para pensar en ello. Ahora bien, pensar en ello, como empezaron a hacerlo tímidamente, era arriesgarse a sacara a la luz una verdad que más valía dejar en la sombra: que su buen entendimiento era quizá tan quimérico como sus peleas, igual de frágil, igual de injustificado, igual de susceptible de salir volando como un globo de helio. Que sólo había eso: eso apuesta imprecisa y azarosa, algo así como una tirada de dados a la que la rutina y la inercia había dispensado la ilusoria necesidad de las leyes gravitatorias.
Hacerse preguntas sobre su vida en común era arriesgarse a la tristeza. No hacerlo era arriesgarse a no tener una vida lograda, a desviarse de sí mismos, a descubrir, al final del camino, que la vida de dos no era en realidad sino media vida.
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