miércoles, 24 de abril de 2019

La hija de la española. Karina Sainz Borgo.


Mientras redactaba la inscripción para su tumba, entendí que la primera muerte ocurre en el lenguaje, en ese acto de arrancar a los sujetos del presente para plantarlos en el pasado. Convertirlos en acciones acabadas. Cosas que comenzaron y terminaron en un tiempo extinto. 
Todos nos convertimos en sospechosos y vigilantes, travestimos la solidaridad en depredación. 
Las calles de Caracas reproducían aquellas voces y acentos de quienes habían cruzado el Atlántico, ese mar donde alguien siempre dice adiós. 
Nos descubrimos deseando el mal al inocente y al verdugo. Éramos incapaces de distinguirlos.  
El que no ha nacido ahí dentro, el que no ha crecido aprendiendo a degollar para vivir, no sale de una pieza. 
El fuego solo purifica a quien no posee nada más. Hay tristeza y orfandad en las cosas que arden. 
Estudié el semblante irreal que muestran las ciudades cuando las miras desde el aire: ese aspecto falso, de maqueta y miniatura. Autovías, casas, parcelas, piscinas, coches minúsculos, conductores que avanzan hacia quién sabe dónde. Vidas pequeñas, insignificantes, lejanas.

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