Mientras
redactaba la inscripción para su tumba, entendí que la primera muerte ocurre en
el lenguaje, en ese acto de arrancar a los sujetos del presente para plantarlos
en el pasado. Convertirlos en acciones acabadas. Cosas que comenzaron y
terminaron en un tiempo extinto.
Todos
nos convertimos en sospechosos y vigilantes, travestimos la solidaridad en
depredación.
Las
calles de Caracas reproducían aquellas voces y acentos de quienes habían
cruzado el Atlántico, ese mar donde alguien siempre dice adiós.
Nos
descubrimos deseando el mal al inocente y al verdugo. Éramos incapaces de
distinguirlos.
El
que no ha nacido ahí dentro, el que no ha crecido aprendiendo a degollar para
vivir, no sale de una pieza.
El
fuego solo purifica a quien no posee nada más. Hay tristeza y orfandad en las
cosas que arden.
Estudié
el semblante irreal que muestran las ciudades cuando las miras desde el aire:
ese aspecto falso, de maqueta y miniatura. Autovías, casas, parcelas, piscinas,
coches minúsculos, conductores que avanzan hacia quién sabe dónde. Vidas
pequeñas, insignificantes, lejanas.
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