sábado, 22 de diciembre de 2018

Sumisión. Michel Houellebecq.

…No me gustaban los jóvenes, y nunca me habían gustado, ni siquiera en los tiempos en que se me podía considerar un miembro de sus filas. A mi entender, la idea de juventud implicaba cierto entusiasmo respecto a la vida, o tal vez cierta rebelión, todo ello acompañado de una vaga sensación de superioridad respecto a la generación a la que tendríamos que reemplazar; nunca sentí, dentro de mí, algo semejante.

Al contrario que ellas, yo no podía hablar de ello con nadie, puesto que las conversaciones sobre la vida íntima no forman parte de los temas considerados admisibles en la sociedad de los hombres: hablan de política, de literatura, de los mercados financieros o de deportes, según su naturaleza; guardan silencia sobre su vida amorosa, hasta su último aliento.

Probablemente a aquellas personas que han vivido y prosperado en un sistema social dado les es imposible imaginar el punto de vista de quienes, al no haber esperado nunca de ese sistema, contemplan su destrucción sin especial temor.

El humanismo ateo, sobre el que reposa el “vivir juntos” laico está por lo tanto condenado a corto plazo, pues el porcentaje de la población monoteísta está destinado a aumentar rápidamente y tal es el caso en particular de la población musulmana, sin tener siquiera en cuenta la inmigración, lo que acentuará aún más el fenómeno. Para los identitarios europeos está que, tarde o temprano, estallará necesariamente una guerra civil entre los musulmanes y el resto de la población. Concluyen que si quieren tener alguna posibilidad de ganar esa guerra es mejor que estalle cuanto antes, en cualquier caso antes de 2050 y, preferentemente, mucho antes.

Para ellos lo esencial es la demografía y la educación; la subpoblación que cuenta con el mejor índice de reproducción y que logra transmitir sus valores triunfa; a sus ojos es así de fácil, la economía o incluso la geopolítica no son más que cortinas de humo: quien controla a los niños controla el futuro, punto final.

Me daba cuenta, sin embargo, y desde hacía años, de que el creciente distanciamiento, ya abismal, entre la población y quienes hablaban en su nombre, políticos y periodistas, conduciría necesariamente a algo caótico, violento e imprevisible.

Siempre había evitado comprometerse con la izquierda anticapitalista; había comprendido perfectamente que la derecha liberal había ganado la “batalla de las ideas”, los jóvenes se habían vuelto emprendedores y el carácter insoslayable de la economía de mercado estaba ya únanimemente aceptado.

Lo creí, lo creí unos años, con crecientes dudas, cada vez estaba más influido por el pensamiento de Toynbee, por su idea de que las civilizaciones no mueren asesinadas, sino que se suicidan.

Se siente nostalgia de un lugar simplemente porque uno ha vivido allí, poco importa si bien o mal, el pasado siempre es bonito, y también el futuro, sólo duele el presente y cargamos con él como un absceso de sufrimiento que nos acompaña entre dos infinitos de apacible felicidad.

Ese combate necesario para la instauración de una nueva fase orgánica de civilización ya no podía llevarse a cabo hoy en día en nombre del cristianismo; era el islam, religión hermano, más reciente, más simple y más verdadera.

Era el islam, pues, el que hoy había tomado el relevo. A fuerza de melindrerías, zalamerías y vergonzoso peloteo de los progresistas, la Iglesia católica se había vuelto incapaz de oponerse a la decadencia de las costumbres. De rechazar clara, vigorosamente, el matrimonio homosexual, el derecho al aborto, y el trabajo de las mujeres. Había que rendirse a la evidencia: llegada a un grado de descomposición repugnante, Europa occidental ya no estaba en condiciones de salvarse a sí misma, como no lo estuvo la Roma antigua den el siglo V de nuestra era.

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