…No me
gustaban los jóvenes, y nunca me habían gustado, ni siquiera en los tiempos en
que se me podía considerar un miembro de sus filas. A mi entender, la idea de
juventud implicaba cierto entusiasmo respecto a la vida, o tal vez cierta
rebelión, todo ello acompañado de una vaga sensación de superioridad respecto a
la generación a la que tendríamos que reemplazar; nunca sentí, dentro de mí,
algo semejante.
Al contrario
que ellas, yo no podía hablar de ello con nadie, puesto que las conversaciones
sobre la vida íntima no forman parte de los temas considerados admisibles en la
sociedad de los hombres: hablan de política, de literatura, de los mercados
financieros o de deportes, según su naturaleza; guardan silencia sobre su vida
amorosa, hasta su último aliento.
Probablemente
a aquellas personas que han vivido y prosperado en un sistema social dado les
es imposible imaginar el punto de vista de quienes, al no haber esperado nunca
de ese sistema, contemplan su destrucción sin especial temor.
El humanismo
ateo, sobre el que reposa el “vivir juntos” laico está por lo tanto condenado a
corto plazo, pues el porcentaje de la población monoteísta está destinado a aumentar
rápidamente y tal es el caso en particular de la población musulmana, sin tener
siquiera en cuenta la inmigración, lo que acentuará aún más el fenómeno. Para los
identitarios europeos está que, tarde o temprano, estallará necesariamente una guerra
civil entre los musulmanes y el resto de la población. Concluyen que si quieren
tener alguna posibilidad de ganar esa guerra es mejor que estalle cuanto antes,
en cualquier caso antes de 2050 y, preferentemente, mucho antes.
Para ellos lo
esencial es la demografía y la educación; la subpoblación que cuenta con el
mejor índice de reproducción y que logra transmitir sus valores triunfa; a sus
ojos es así de fácil, la economía o incluso la geopolítica no son más que
cortinas de humo: quien controla a los niños controla el futuro, punto final.
Me daba cuenta,
sin embargo, y desde hacía años, de que el creciente distanciamiento, ya abismal,
entre la población y quienes hablaban en su nombre, políticos y periodistas, conduciría
necesariamente a algo caótico, violento e imprevisible.
Siempre había
evitado comprometerse con la izquierda anticapitalista; había comprendido
perfectamente que la derecha liberal había ganado la “batalla de las ideas”,
los jóvenes se habían vuelto emprendedores
y el carácter insoslayable de la economía de mercado estaba ya únanimemente
aceptado.
Lo creí, lo
creí unos años, con crecientes dudas, cada vez estaba más influido por el
pensamiento de Toynbee, por su idea de que las civilizaciones no mueren
asesinadas, sino que se suicidan.
Se siente
nostalgia de un lugar simplemente porque uno ha vivido allí, poco importa si
bien o mal, el pasado siempre es bonito, y también el futuro, sólo duele el
presente y cargamos con él como un absceso de sufrimiento que nos acompaña
entre dos infinitos de apacible felicidad.
Ese combate
necesario para la instauración de una nueva fase orgánica de civilización ya no
podía llevarse a cabo hoy en día en nombre del cristianismo; era el islam,
religión hermano, más reciente, más simple y más verdadera.
Era el islam,
pues, el que hoy había tomado el relevo. A fuerza de melindrerías, zalamerías y
vergonzoso peloteo de los progresistas, la Iglesia católica se había vuelto
incapaz de oponerse a la decadencia de las costumbres. De rechazar clara,
vigorosamente, el matrimonio homosexual, el derecho al aborto, y el trabajo de
las mujeres. Había que rendirse a la evidencia: llegada a un grado de descomposición
repugnante, Europa occidental ya no estaba en condiciones de salvarse a sí
misma, como no lo estuvo la Roma antigua den el siglo V de nuestra era.
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