Toda su resignación aparente era
por dentro un pesimismo invencible: se había convencido de que estaba condenada
a vivir entre necios; creía en la fuerza superior de la estupidez general; ella
tenía razón contra todos, pero estaba debajo, era la vencida.
Lo ordinario siempre fue que
hiciese la vista gorda, y no faltaron a veces subvenciones en la forma más
decorosa posible.
Para gozar, decía, las de treinta
a cuarenta. Son las que saben más y mejor, y quieren a uno por sus prendas
personales.
En sus ojos había un brillo seco,
destellos de alegría que se fundían en reflejos por todo el rostro. Venía con
cara de sonreír a sus ideas.
La habían mirado distraídos, sin
que ella procurase evitar el contacto de aquellas pupilas cargadas de lascivia
y de amor propio irritado, confundido con el deseo.
Los amigos, los aduladores, los
lacayos medran sin necesidad de sermones; pero nosotros, los que hemos de
ascender por nuestro mérito apostólico, no podemos ser impacientes, tenemos que
esperar en una actitud digna de sumisión y respeto. ¡Farsa, pura farsa!
Ella creía en la influencia de la
mujer, pero no se fiaba de su virtud. “¡La Regenta, la Regenta! Dicen que es
una señora incapaz de pecar, pero, ¿quién lo sabe?”. Algo había oído de lo que
se murmuraba. Era amiga de algunas beatas de las que tienen un pie en la
iglesia y otro en el mundo; estas señoras son las que lo saben todo, a veces
aunque no haya nada.
Sin que nadie le instigara era él
ya muy capaz de pensar groseramente de clérigos y mujeres. No creía en la
virtud; aquel género de materialismo que era su religión, le llevaba a pensar
que nadie podía resistir los impulsos naturales, que los clérigos eran
hipócritas necesariamente, y que la lujuria mal refrenada se les escapaba a
borbotones por donde podía y cuando podía.
Pero así se manifestaba allí la
alegría que a todos los presentes comunicaba aquel vino transparente que lucía
en fino cristal, ya con reflejos de oro, ya con misteriosos tornasoles de gruta
mágica, en el amaranto y el violeta obscuro del Burdeos en que se bañaban los
rayos más atrevidos del sol, que entraba atravesando la verdura de la
hojarasca, tapiz de las ventanas del patio.
A don Fermín le asustó la
impresión que le produjo, más que las palabras, el gesto de Ana; sintió un
agradecimiento dulcísimo, un calor en las entrañas completamente nuevo; ya no
se trataba allí de la vanidad suavemente halagada, sino de unas fibras del
corazón que no sabía él cómo sonaban. “¡Qué diablos es esto!” pensó De Pas; y
entonces precisamente fue cuando se encontró con los ojos de don Álvaro; fue
una mirada que se convirtió, al chocar, en un desafío; una mirada de esas que
dan bofetadas; nadie lo notó más que ellos y la Regenta. Estaban ambos en pie,
carca uno de otro, los dos arrogantes, esbeltos.
-Cien veces, mil veces peor, que
esas que le tiran de la levita a don Saturno, porque esas cobran, y dejen en
paz al que las ha buscado; pero las señoras chupan la vida, la honra…
Sí hay tal, Fermo. No eres un
niño, dices… es verdad… pero peor si eres un tonto… Sí, un tonto con toda tu
sabiduría. ¿Sabes tú pegar puñaladas por la espalda, en la honra? Pues mira al
Arcediano, torcido y todo, las da como un maestro… ahí tienes un ignorante que
sabe más que tú.
Es espectáculo de la ignorancia,
del vicio y del embrutecimiento le repugnaba hasta darle náuseas y se arrojaba
con fervor en la sincera piedad, y devoraba los libros y ansiaba lo mismo que
para él quería su madre: el seminario, la sotana, que era la toga del hombre
libre, la que le podría arrancar de la esclavitud a que se vería condenado con
todos aquellos miserables si no le llevaban sus esfuerzos a otra vida mejor,
una digna del vuelo de su ambición y de los instintos que despertaban en su
espíritu.
Desde aquella tarde ningún
momento había dejado de pensar lo mismo; que era absurdo que la vida pasase
como una muerta, que el amor era un derecho de la juventud.
“Estoy sola en el mundo”. Y el
mundo era plomizo, amarillento o negro, según las horas, según los días; el
mundo era un rumor triste, lejano, apagado, donde había canciones de niñas,
monótonas, sin sentido; estrépito de ruedas que hacen temblar los cristales,
rechinar las piedras y que se pierde a lo lejos como el gruñir de las olas rencorosas;
el mundo era una contradanza del sol dando vueltas muy rápidas alrededor de la
tierra, y esto eran los días; nada.
Más hace la ocasión que la
seducción. La seducción debe transformarse en ocasión.
“Es horroroso, es horroroso
–pensaba el Magistral-, pasar plaza de santo a sus ojos y ser un pobre cuerpo
de barro que vive como el barro ha de vivir. Engañar a los demás no me duele;
¡pero a ella! Y no hay más remedio”. Quería que le consolase el reflexionar que
por ella era todo aquello, que por ella había vuelto a sentir con vigor las
pasiones de la juventud que creyera muertas, y que por ella, por espetar su
pureza, se encenagaba él en antiguos charcos; pero esta idea no le consolaba,
no apagaba el remordimiento.
Porque ella, que no temía nada
malo vivía descuidada sin ver que su confianza, su cariñosa solicitud, aquella
dulce intimidad, todo lo que decía y hacía era leña que echaba en una hoguera.
-Oh, en este siglo –gritaba Foja
en el Casino-, en este siglo calumniado por los enemigos de todo progreso, en
este siglo materialista y corrompido, no se puede ya impunemente insultar los
sentimientos filantrópicos del pueblo sin que una voz unánime se levante a
protestar en nombre de la humanidad ultrajada.
Carlos, al que, después de todo,
era su padre. ¡Sí, sí, era su padre, aquel padre que había llorado ella con
lágrimas del corazón, el que decía que la religión es un homenaje interior del
hombre a Dios, a un Dios que no podemos imaginar cómo es, y que no es como
dicen las religiones positivas, sino mucho mejor, mucho más grande…!
Don Fermín llevaba el alma
sofocada de hastío, de desprecio de sí mismo. ¡Qué jornada!, pensaba, ¡qué
jornada! NO le quedaba ni el consuelo de compadecerse; merecido tenía todo
aquello; el mundo era como el confesonario lo mostraba, un montón de basura;
las pasiones nobles, grandes, sueños, aprensiones, hipocresía del vicio… Buena
prueba era él mismo, que a pesar de sentirse enamorado por modo angélico, caía
una y otra vez en groseras aventuras, y satisfacía como un miserable los
apetitos más bajos. Y al fin Teresina… era de su casa, pero Petra era de la
otra, de Ana. Ya no se disculpaba con los sofismas del maquivalismo, de la
conveniencia de tener de su pate a la criada. “Con unas cuentas monedas de oro
hubiera conseguido lo mismo”. “¿Y don Víctor? Otro miserable y además un
estúpido que merecía cuanto mal le viniera encima, como él, como Ana lo merecía
también, como lo merecía el mundo entero, que era un lodazal… ¡Oh, aquellos
relámpagos debían quemar el mundo entero si se quería hacer justicia de una
vez!
La pasión, menos vocinglera que
antes, subrepticia, seguía minando el terreno, y a los pocos latidos de la
conciencia contestaba con sofismas.
¡Qué asco! No eran celos, ¿cómo
habían de ser celos? Era asco; y una especie de remordimiento retrospectivo por
haber sacrificado a semejante hombre la vida. Sí, la vida, que era la juventud.
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