sábado, 26 de mayo de 2018

Autorretrato sin mí. Fernando Aramburu.

No soy en tales ocasiones sino sólo un hombre. Un hombre ni más ni menos que dobla la esquina seguido de dos sombras, la que siempre fue con él, la que nunca lo abandona.

Como la ciudad es populosa pasa de costumbre mucha gente y, mientras miro a los extraños de uno en uno, me pregunto qué hacemos todos aquí, si fue un azar afortunado.

Se fue la mujer; con ella, su mirada y, con su mirada, la entrevista serie inabarcable de aciertos y yerros, venturas y desventuras, previsiones y azares, que habrían podido determinar el rumbo de mi vida. Nadie puede guardar memoria ni acaso arrepentirse de lo que no le sucedió.

Dudo que te pertenezca más que un pájaro a su nido primero. Ni te elegí, ni me elegiste, y lo mismo que determiné dejarte, aceptaste tú que te dejara.

¿Por qué me voy? Lejos de ti me espera lo que no supiste darme, no flores ni hierba, sino un ser excepcional junto al que asentar los fundamentos principales de mi vida.
Algo tuyo, porque te guardo aprecio sin caer en el fervor localista, deseé llevarme en los ojos. Una imagen última que me acompañase en las meditaciones del camino.

En los vocablos ordenados con mayor o menor pericia por un hombre a quien ni siquiera conozco personalmente, por una mujer que quizá ya no vive, busco porciones de profundidad que procuren espacios nuevos a mi defectuoso entendimiento. Busco un poco de música verbal que me consuele y emocione. Busco, en fin, aquellas invenciones curiosas, intensas, divertidas, dramáticas, que, ideadas por un escritor de genio y revividas por un lector atento, continúan significando en unas páginas.

La escena se ritualiza a fuerza de repetirse sin apenas variaciones: la ola que se curva sobre sí misma, que emite el romperte un rumor siseante de espuma, que avanza después hacia la orilla con impulso decreciente y, en el límite de su alargamiento, antes de iniciar el retroceso, roza la montaña de arena, deposita una inapreciable cantidad de agua en el charco que se ha ido formando poco a poco en el fondo del agujero.

Las palabras son, además, baratas. Las palabras son de todos.
Son de todos, pero hay que conocerlas. No tardo en comprobar que su recto manejo requiere un largo aprendizaje y que, más allá, bastante más allá del conocimiento exhaustivo de las normas, se extiende un vasto espacio de intensidades, de hondura de pensamiento y dominio estético de la expresión escrita que no se alcanza sino a costa de esfuerzo constante y de mucha soledad.

En una prisión de palabras concebí el empeño, tal vez cumplido y por supuesto fatuo, de ser libre.

Yo apenas me alejo de mi soledad. Salgo de vez en cuando un poco, me alargo hasta la esquina para recoger del suelo alguna que otra experiencia novedosa y sin demora me repliego. Yo estoy tan solo a solas como en presencia de los otros. Me hablan y estoy solo. Me dan la mano, me apuntan con el dedo, me abrazan y entregan las facturas, y estoy solo, agazapado en mi estrecha soledad.

Los libros, que facilitan al hombre el logro de espacios personales de libertad.

...Y no escondo que en la cercanía de los libros alineados en las baldas hallo profundo bienestar; pero si los junté y los cuido es principalmente por los frutos valiosos de la inventiva humana que contienen.

Algún día no seré ni estaré ni podre, por desgracia, leer. ¿Qué destino espera entonces a mis libros? Me agrada imaginar que, eximidos de la destrucción, otras manos los abren, otros ojos curiosos y atentos recorren sus renglones, reavivando el sentido de los signos impresos. Quizá encuentren unas palabras subrayadas, una torpe anotación en el margen de una página, una hoja de calendario, testimonio amarillento de una fecha lejana. Quizá se detengan un momento a leer una dedicatoria cordial destinada a un hombre que se borró en el tiempo.

Una vez cercanos, perdido el pudor, se aprietan golosos y se llevan sin miramientos la porción de cariño que estaban reclamando. ¿Será que también la fuente bebe del sediento?

No hay comentarios:

Publicar un comentario