Y en nadie como en él se afirmaba el principio de que la extrema cortesía, en las personas de clase superior, es la más alta expresión de desdén hacia los demás.
¿Se sentía realmente miedo? En otras circunstancias, la cuestión hubiera sido buen tema de discusión académica; en la grata compañía de un par de amigos, en una habitación cómoda y caldeada, frente a una chimenea y con una botella a medio vaciar. El miedo como factor inesperado, como conciencia estremecedora de una realidad que se descubre en un momento concreto, aunque siempre haya estado ahí. El miedo como final demoledor de la inconsciencia, o como ruptura de un estado de gracia. El miedo como pecado.
Sin embargo, caminando entre los colores de la noche, Julia era incapaz de considerar como cuestión académica lo que sentía. Había experimentado antes, por supuesto, otras manifestaciones menores de lo mismo: El cuentakilómetros que rebasa lo razonable mientras el paisaje desfila rápidamente a derecha e izquierda y la raya intermitente del asfalto parece una rápida sucesión de balas trazadoras, como en las películas de guerra, engullida por la voraz panza del automóvil. O la sensación de vacío, de hondura insondable y azul, al arrojarse de la cubierta de un barco en mar profunda y nadar, sintiendo cómo el agua resbala sobre la piel desnuda, con la desagradable certeza de que cualquier tipo de tierra firme está demasiado lejos de los pies. Incluso esos otros terrores inconcretos que forman parte de una misma durante el sueño, para establecer duelos caprichosos entre la imaginación y la razón, y a la que, casi siempre, basta un acto de voluntad para reducir al recuerdo, o al olvido, con sólo abrir los párpados hacia las sombras familiares del dormitorio.
Eso Julia lo sabía muy bien, en una sucesión de deslumbramientos, decepciones, traiciones y también fidelidades que, en momentos de confidencia, ella había escuchado narrar con una delicadeza perfecta, en aquel tono irónico y algo distante con que el viejo anticuario solía encubrir, por mero pudor personal, la expresión de sus más íntimas nostalgias.
Dame fuego, anda. Condottiero mío.
El epíteto afiló la malicia de César.
Cave canem, fornido joven -le dijo a Max, y tal vez Julia fue la única que cayó en la cuenta de que, en latín, canem podía ser tanto masculino como femenino-. Según la referencia histórica, de nadie tienen que cuidarse tanto los condotieros como de aquellos a quienes sirven-miró a Julia e hizo una jocosa reverencia; también la bebida empezaba a hacerle efecto a él-. Burchkhardt -aclaró.
-Tranquilo, Max -decía Menchu, aunque Max no parecía nervioso en absoluto-. ¿Ves? Ni siquiera es suyo. Se adorna con perejil ajeno... ¿O son laureles?
-Acanto - dijo Julia, riéndose.
César le dirigió una mirada compungida.
-Et te, Bruta?
La lluvia repiqueteaba de nuevo en el tragaluz; ese era el sonido de la soledad, se dijo con tristeza.
Y supo también que, a partir de entonces, aquella soledad agridulce que le oprimía el corazón iba a ser la única compañera de la que no se separaría jamás, en los caminos que le quedaran por recorrer, el resto de su vida, bajo un cielo en el que los dioses morían entre grandes carcajadas.
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