lunes, 18 de marzo de 2024

Lucía en la noche. Juan Manuel de Prada.

Pensé que aquel desparpajo delataba a la mujer caótica, hecha de añicos que nadie se atreve a recomponer. Ayudado por las brumas etílicas, pensé insensatamente que yo sería capaz de recomponer esos añicos. O tal vez sólo desease fundirme en su caos.

 

… el amor a las mujeres soñadas conduce a la melancolía.

 

Pensé entonces (el veneno también empezaba a infiltrarse en mis pensamientos) que tal vez Lucía no quería asomarse a mi pasado para no tener que mostrarme el suyo; pensé que tal vez su pasado escondiese episodios funestos o sórdidos que podrían anegarme con su turbiedad, o cambiar por completo mi percepción sobre ella, destruyendo mi amor. Pero yo estaba convencido de que mi amor era indestructible.

 

En mitad de la noche, cuando la casa era una inmensa oreja que auscultaba el silencio, en esa hora exacta en que el mundo entero se ha quedado dormido y los sueños se vuelven minerales, el miedo visitaba a Lucía. A veces lo hacía de forma casi imperceptible, agitaba su cuerpo dormido con leves contracciones que parecían picotear muy adentro de su conciencia, como el cuervo picotea una carroña con el propósito de catarla antes de lanzarse desenfrenado al festín, y el cuerpo de Lucía se estremecía muy brevemente, como si le faltara el suelo bajo los pies o la hubiese sacudido el espectro de un seísmo. Entonces el miedo podía retraerse, sorprendido de que alguien que creía frágil se defendiera contra sus picotazos, y salir despavorido; y el sueño de Lucía volvía a pacificarse, su respiración se acompasaba con la mía y buscaba mi respaldo, hasta desembocar en el alba. Pero otras veces, después de esos picotazos tentativos, el miedo seguía merodeándola, yendo y viniendo como un péndulo, escribiendo arpegios sobre su cuerpo (el miedo siempre sabe pulsar las teclas que nos someten y desmoronan), dejándole dentro un frío que no podían apagar las mantas ni tampoco mi abrazo, que además no era todo lo consistente que puede ser un abrazo, porque era un abrazo dormido, abrazo de arena que no podía erguirse como muralla o parapeto frente al miedo. Y entonces la respiración de Lucía, todavía sumergida en el sueño, se tornaba desigual y acezante como si le faltase el aire, se tornaba dificultosa y agónica como si unas manos de sombra la estuviesen estrangulando, se tornaba jadeo, sollozo inarticulado, a veces incluso súplica hecha de palabras ininteligibles, como si Lucía hablase una lengua jeroglífica, anterior al alfabeto, o sólo una lengua que se iba dejando sonidos por los pasillos del sueño, que se iba chocando en todas las esquinas hasta brotar de sus labios como una estampida o tropel, palabras en fuga hacia la noche, palabras pánicas que venían del corazón del miedo, que habían contemplado el rostro del horror, como la música de Shostakóvich. Y a veces el miedo la hacía temblar inconteniblemente, la hacía sudar copiosamente, la hacía revolverse furiosamente entre las sábanas, la hacía gritar con un alarido repentino y alzarse sobrecogida de la cama, como si hubiese recibido una descarga eléctrica, haciendo añicos el silencio de la noche, quebrando mi sueño mineral, un alarido seco que chocaba contra el techo y se daba topetazos contra las ventanas, como una bandada de murciélagos que buscasen en vano la salida.

—¿Qué te pasa, cariño? —me despertaba, alarmado—. ¿Qué ha ocurrido?

Tenía el cabello empapado en sudor, convertido cada mechón en una culebrilla o sanguijuela, muy pegado a la piel tan fría y tan pálida que parecía verdearle, como la piel de Judy cuando por fin completaba su resurrección y se convertía en la llorada Madeleine. Parecía que los pulmones querían treparle hasta la boca, entre ansias y ahogos, pero poco a poco se iban aquietando, poco a poco volvían a acompasar su respiración y el corazón desbocado se refrenaba, sístole y diástole, sístole y diástole, hasta que por fin podía responder:

—Soñé con algo que me hizo miedo. Fue un mal sueño, nada más.

Y se arrimaba contra mí, se pegaba muy fuertemente contra mi carne, para que yo la rodease con un abrazo que ya no era de arena, sino abrazo verdaderamente protector (o así lo creía yo, con típica fatuidad masculina) que trataba a la vez de brindarle refugio e infundirle calma, para que pudiera quedarse otra vez dormida, antes de que llegara la hora de despertar. Yo aceptaba su explicación que ni siquiera merecía este nombre, tal vez porque era la más tranquilizadora, un mal sueño lo tiene cualquiera, es un agua negra que se marcha por el desagüe de los días sin dejar huella. Pero me engañaba a propósito, porque los sueños no nacen de la nada, se alimentan de la vigilia (a veces de sus yacimientos más antiguos, de recuerdos que creíamos perdidos para siempre y, sin embargo, siguen coleando allá al fondo) y a la vigilia vuelven, para ensuciarla con su aliento. Y con frecuencia los sueños nos traen a la vigilia a personas que ya están muertas, personas a las que amamos u odiamos allá en el pasado (a las que tal vez dimos vida con nuestro amor o ayudamos a matar con nuestro odio), personas que rescatan del cementerio del olvido y devuelven a nuestras cavilaciones. Tal vez los sueños sean esa puerta que permite el eterno fluir entre el reino de los vivos y el reino de los muertos, arrastrando consigo todas las edades.

 

Siempre había pensado que la existencia de una envidia sana es harto dudosa; pues la envidia, al fin, es pasión innoble incluso en sus versiones más mitigadas, incluso cuando más que tristeza del bien ajeno es aflicción de la desdicha propia.

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