Ya apenas tenía esperanza de encontrarse con ella alguna vez, pero la seguía buscando en el deseo que le inspiraban cierto tipo de mujeres, y nada más que ellas: rubias, aunque teñidas, de una edad en torno a los cuarenta años, a los cuarenta y tantos, nada de jovencitas, descartaba con un aire de experto, de entendido que rechaza los placeres obvios para otros, nada de gigantas de la alta costura con las piernas largas y flacas y las tetas y los labios hinchados de silicona: mujeres ya hechas, decía, cuajadas, maduras en el sentido que tiene la palabra cuando se aplica a la fruta, blancas de carnes, con esa blancura de las mujeres a las que no les sienta bien el sol, con un punto de carnosidad sin abandono, que dé a las manos y a la boca del amante un gozo de abundancia; mujeres firmes, ya trabajadas por la vida, conscientes de las ventajas que la cosmética y la moda otorgan a la belleza, diestras en las sofisticaciones deliciosas del lápiz de labios, de la lencería, del esmalte de uñas, del calzado, conscientes del valor del tiempo…
Siempre llega un momento, más tarde o más temprano, en que la soledad más satisfecha y autosuficiente se convierte en un estado de quejumbrosa humillación, y en el que uno añora miserablemente los cuidados de una esposa, de una madre abnegada.
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