jueves, 29 de diciembre de 2022

Carlota Fainberg. Antonio Muñoz Molina.

Ya apenas tenía esperanza de encontrarse con ella alguna vez, pero la seguía buscando en el deseo que le inspiraban cierto tipo de mujeres, y nada más que ellas: rubias, aunque teñidas, de una edad en torno a los cuarenta años, a los cuarenta y tantos, nada de jovencitas, descartaba con un aire de experto, de entendido que rechaza los placeres obvios para otros, nada de gigantas de la alta costura con las piernas largas y flacas y las tetas y los labios hinchados de silicona: mujeres ya hechas, decía, cuajadas, maduras en el sentido que tiene la palabra cuando se aplica a la fruta, blancas de carnes, con esa blancura de las mujeres a las que no les sienta bien el sol, con un punto de carnosidad sin abandono, que dé a las manos y a la boca del amante un gozo de abundancia; mujeres firmes, ya trabajadas por la vida, conscientes de las ventajas que la cosmética y la moda otorgan a la belleza, diestras en las sofisticaciones deliciosas del lápiz de labios, de la lencería, del esmalte de uñas, del calzado, conscientes del valor del tiempo… 

Siempre llega un momento, más tarde o más temprano, en que la soledad más satisfecha y autosuficiente se convierte en un estado de quejumbrosa humillación, y en el que uno añora miserablemente los cuidados de una esposa, de una madre abnegada.

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