Pero lo que se llama experiencia no es más que la revelación a nuestros propios ojos de un rasgo de nuestro carácter, que reaparece naturalmente y reaparece con tanta más fuerza cuanto que lo hemos dilucidado ya una vez para nosotros mismos, y el movimiento espontáneo que nos guio la primera vez está reforzado por todas las sugerencias del recuerdo. Para los individuos (y hasta para los pueblos que perseveran en sus faltas y van agravándolas) el plagio humano más difícil de evitar es el plagio de sí mismo.
Los vínculos entre un
ser y nosotros no existen más que en nuestro pensamiento. La memoria, al
debilitarse, los afloja, y, a pesar de la ilusión con que quisiéramos
engañarnos y con la que, por amor, por amistad, por finura, por respeto humano,
por deber, engañamos a los demás, existimos solos. El hombre es el ser que no
puede salir de sí mismo, que sólo en sí mismo conoce a los demás, y, al decir
lo contrario, miente.
¿no sufren menos por
desear menos, por añorar menos lo que siempre les fuera inasequible y que, por
eso mismo, permaneció como irreal? Se desea más a la persona que va a
entregarse, la esperanza anticipa la posesión; la añoranza es un amplificador
del deseo.
… nuestras
sensaciones, para ser fuertes, tienen que provocar en nosotros algo diferente
de ellas, un sentimiento que no podrá satisfacerse en el placer, sino que se
suma al deseo, lo infla, le hace agarrarse desesperadamente al placer.
Y sentí una vez más,
en primer lugar, que el recuerdo no es inventivo, que es importante para desear
otra cosa, ni siquiera otra cosa menor que lo que hemos poseído; después, que
es espiritual, de suerte que la realidad no puede proporcionarle el estado que
busca; por último, que el renacimiento que encarna, derivándose de una persona
muerta, más que la necesidad de amar, en la que hace creer, es la necesidad de
la ausente.
Así como hay una
geometría en el espacio, hay una psicología del tiempo en la que los cálculos
de una psicología plana ya no serían exactos, porque en ellos no se tendría en
cuenta el tiempo y una de las formas que adopta, el olvido; el olvido cuya
fuerza comenzaba yo a sentir y que es tan poderoso instrumento de adaptación a
la realidad porque destruye poco a poco en nosotros el pasado superviviente que
está en constante contradicción con ella… Cuando, por la diferencia que había
entre lo que la importancia de su persona y de sus actos era para mí y para los
demás, comprendí que mi amor, más que un amor a ella, era un amor en mí, habría
podido deducir diversas consecuencias de ese carácter subjetivo de mi amor, y
que, siendo un estado mental, podía sobre todo sobrevivir bastante tiempo a la
persona, pero también que, no teniendo con esta persona ninguna verdadera
unión, careciendo de todo apoyo ajeno a sí mismo, debería, como todo estado
mental, hasta los menos duraderos, encontrarse un día fuera de uso, ser
<<sustituido>>, y que, ese día, todo lo que parecía unirme tan
dulcemente, tan indisolublemente al recuerdo de Albertina, ya no existiría para
mí. La desgracia de los seres es que no son para nosotros más que unas láminas
de colección que se gastan mucho en nuestro pensamiento. Precisamente por esto
fundamos en ellos proyectos que tienen el ardor del pensamiento; pero el
pensamiento se cansa, el recuerdo se destruye.
Sólo tenemos del mundo
unas visiones informes, fragmentarias, que completamos con asociaciones de
ideas arbitrarias, creadoras de peligrosas sugestiones.
Quizá me consolaba
más fácilmente comprobar que la que yo había amado no era ya, pasado cierto
tiempo, más que un pálido recuerdo que volver a encontrar en mí esa vana
actividad que nos hace perder el tiempo en tapizar nuestra vida con una
vegetación humana vivaz pero parásita, que también pasará a no ser nada cuando
muera, que ya es ajena a todo lo que hemos conocido y a la que, sin embargo,
intenta agradar nuestra senilidad charlatana, melancólica y coqueta. Había
hecho su aparición en mí el nuevo ser que soportaba fácilmente vivir sin
Albertina, puesto que había podido hablar de ella en casa de los Guermantes con
palabras afligidas, sin sufrimiento profundo. La posible llegada de estos
nuevos yos que deberían llevar otro nombre distinto del anterior me había asistido
siempre, por su indiferencia a lo que yo amaba.
Si nuestro afecto a
los muertos se va debilitando, no es porque ellos se hayan muerto, sino porque
morimos nosotros mismos.
No podemos ser fieles
sino a aquello de que nos acordamos, y no nos acordamos más que de lo que hemos
conocido. Mi nuevo yo, mientras iba creciendo a la sombre del antiguo, le había
oído a menudo hablar de Albertina; a través de él, a través de los relatos que
de él recogía, creía conocerla, le era simpática, la amaba; pero no era más que
un cariño de segunda mano.
En paz duermen
los muertos en la tierra.
Así deben
dormir los sentimientos muertos,
Que también
polvo son las reliquias del alma;
Apartemos las
manos de esos sagrados restos.
Ocurre que, incluso
cuando malas noticias deben entristecernos, en la distracción, en el juego
equilibrado de la conversación, pasan ante nosotros sin detenerse, y nosotros,
preocupados por mil cosas que hemos de contestar, transformados en otro por el
deseo de agradar a las personas presentes, protegidos durante unos momentos en
ese nuevo ciclo contra los afectos, los sufrimientos que hemos dejado para
entrar aquí y que volvemos a encontrar una vez roto el breve encanto, no
tenemos tiempo de acogerlos. Sin embargo, si esos afectos, si esos sufrimientos
son demasiado predominantes, entramos siempre distraídos en la zona de un mundo
nuevo momentáneo, donde, demasiado fieles al sufrimiento, no podemos ser otro;
entonces las palabras se ponen inmediatamente en relación con nuestro corazón,
que no ha quedado al margen... Ni siquiera se puede pensar completamente,
porque no se está solo.
¿Por qué creerla? La mentira
es esencia a la humanidad. Quizá desempeñada en ella un papel tan grande como
la búsqueda de la felicidad, y además es esta búsqueda quien la dirige.
Mentimos por proteger nuestro placer, o nuestro honor cuando la divulgación del
placer es contraria al honor. Mentimos toda la vida, incluso, sobre todo, quizá
solamente, a los que nos aman. Pues sólo estos nos hacen temer por nuestro
placer y desear su estimación.
… debí pensar que
hay, uno frente a otro, dos mundos, uno constituido por las cosas que dicen los
seres mejores, los más sinceros, y detrás de él el mundo compuesto por la
sucesión de lo que esos mismos seres hacen.
El hombre es ese ser
sin edad fija, ese ser que tiene la facultad de tornarse en unos segundos
muchos años más joven, y que, rodeado por las paredes del tiempo en que ha
vivido, flota en él, pero como en un estanque cuyo nivel cambiara
constantemente y le pusiera al alcance ya de una época, ya de otra.
Pero esto, esas
indiscreciones que sólo se producen cuando la vida terrestre de una persona ha
terminado, ¿acaso no demuestran que, en el fondo, nadie cree en una vida
futura? Si esas indiscreciones son ciertas deberíamos temer el resentimiento de
aquella cuyos actos descubrimos y temerlo tanto para el día en que la
encontraremos en el cielo cmo lo temíamos cuando vivía, cuando nos creíamos
obligados a ocultar su secreto. Y si esas indiscreciones son falsas,
inventadas, porque ella ya no está aquí para desmentir, deberíamos temer más
aún la ira de la muerta si la creyéramos en el cielo. Pero nadie lo cree.
¡cuánto más espesa es
la cortina interpuesta entre las acciones que vemos de esa persona y sus
móviles!... Y esa cortina que cubre los móviles de otro, ¡cuánto más
impenetrable es si tenemos amor a esa persona!
Y entre todas las
razones de tener con nosotros una actitud inexplicable hay que incluir esas
singularidades de carácter que llevan a una persona, bien por negligencia de su
interés, bien por odio, bien por amor a la libertad, bien por bruscos arrebatos
de ira o por temor de lo que pensarán ciertas personas, a hacer lo contario de
lo que pensábamos. Y además hay diferencias de medio, de educación, en las que
no queremos creer porque, cuando hablamos los dos, se borran en las palabras,
pero que reaparecen cuando está uno solo, para dirigir los actos de cada uno
desde un punto de vista tan opuesto que no hay verdadera coincidencia posible.