Por lo regular, los
padres admiten sin reservas que sus hijos se ejerciten en el manejo de los
números. Les parece bien que agreguen al idioma vernáculo el conocimiento de
otros. Que sepan un poco de animales, de leyes físicas, de Grecia y Roma. Que
brinquen y corran al compás de un silbato. Pero… ¿leer a la fuerza un libro de
literatura, el Quijote y esas cosas? Ah no, eso sí que no, pues no faltaba más.
Leer a la fuerza es una aberración. Hasta los mismos escritores de ahora lo
dicen cuando se arrancan a opinar en los periódicos.
La imposición de la lectura,
por sí sola, no hace lectores, de la misma manera que un niño arrojado al mar
no se convierte al instante en nadador. Sin embargo, es innegable que una vez
dentro del agua aumentan las posibilidades de aprender a nadar.
El exceso de
bienestar, quién lo ignora, estimula la indisciplina y la pereza. Se me hace a
mí que la causa principal que aparta hoy día a tantos niños de la lectura de
libros no es la televisión, como se afirma con frecuencia. Más culpa les hallo
en la demasiada comodidad y las panzas repletas.
Escribí, eso sí, de
propósito contra los hombres que infieren sufrimiento a otros hombre y contra,
quienes aplauden sus acciones criminales o las justifican, las trivializan o
les restan importancia. Y escribí contra ellos por la vía de mostrarlos,
mediante recursos narrativos a mi alcance, en sus hechos y sus palabras.
Escribí contra sus excusas políticas, encaminadas a bruñir con una capa de
presunto heroísmo lo que no es sino la aspiración de construirse un paraíso
social con sangre ajena. Escribí sin odio contra las formas verbales destinadas
a propalar el odio, alimento básico del terrorista. Y escribí contra el olvido
calculado tras el cual acecha el futuro revisionista, el borrador profesional de
huellas, el manipulador de los datos, el negador venidero de cuento ocurrió.
El mayor infortunio
del hombre, afirmaba, es creerse eterno. Si se resignara a la obviedad de que
su existencia dura un rato cósmico no sería menos triste que ahora, pero se
tomaría la vida con menor desasosiego, sin menospreciarla por insustancial y
transitoria. No tendría necesidad de inventarse espíritus, almas y demás
artilugios vagarosos que hacen de él la criatura más imbuida de soberbia y más
egoísta despiadada que ha producido la naturaleza. El hombre quiere salvarse a
cualquier precio. Con fanatismo paranoico aspira a prolongar su existencia singular
en realidades superiores. Domicilia estas en reinos mentales, donde es él (en
versión incorpórea, pero a fin de cuentas él otra vez) el beneficiado de un
magnífico alojamiento eterno. No es exactamente el alma lo que se salva, sino
su alma. Y puesto a domiciliar aquellos reinos sin dolor, sin oscuridad y sin
muerte, los sitúa también en la Tierra. El hombre gusta de proyectarse en la
nación, en el idioma, en los usos culturales y las esperanzas colectiva que le son
familiares. Para inmortalizarse con su conciencia plena de sí mismo, aspira a
arrebatarle al tiempo el decorado done transcurrió su vida. En consecuencia, lo
defiende con apasionado tesón, emprendiendo guerras si es preciso, en la esperanza
de perpetuar en él la memoria de su persona y de sus obras. De ahí que tome por
adversarios a quienes contradicen, atacan o desmontan aquellas frágiles
construcciones en las cuales él desea persistir después de muerto. Yo sé,
concluyó, que nada ni nadie perdura más allá de un limitado tramo temporal. Mencionar
hoy a Calígula o a Virgilio, cuya lengua ya nadie habla, no supone ni en broma
que conserven una miaja de inmortalidad.
No es raro que medien
años entre la lectura anterior y la actual. En tal lapso un número indeterminado
de obras habrá colmado de experiencias literarias nuestra intimidad. De entonces
acá es difícil que nuestro gusto e intereses no hayan variado. Aunque seamos la
misma persona que no para de pensar y de pensarse, somos quieras que no, un
lector distinto. La relectura lo demuestra sin tapujos al actualizar, a la par
que el contenido del libro, un cúmulo de impresiones que este nos suscitó en su
día, poniendo así de relieve los cambios que con el paso de los años se han ido
operando en nuestra manera personal de entender e interpretar los textos. Releer
es, por tanto, también una forma de conversar con el propio pasado. Y, por
supuesto, de reparar los desgarrones que le infiere el olvido a la memoria. Toda
relectura convida por fuerza a la profundidad.
Y es que, sin que nos
demos cuenta, los libros nos leen mientras nosotros los leemos. Se dijera que
se acuerdan de nosotros cuando los reabrimos, que nos reconocen y nos restituyen
partes, a menudo olvidadas, de nuestra identidad.
El empleo público de
la lengua comporta un recurso de intervención en la sociedad. La lengua, así
vista, es pues susceptible de ser empleada como instrumento político. Dominarla
permite dominar las mentes sobre la que es capaz de ejercer su influjo. La lengua
es poder. De ahí la necesidad de censura que tienen las tiranías; de ahí también
el empeño de los gobernantes demócratas por domeñar los escritores mediante el
reparto de premios, subvenciones y privilegios.
A estas horas hay
siete mil millones de yoes humanos inhalando oxígeno en el planeta. ¿A quién le
preocupa el pequeño ruido de cascabel que pueda hacer el mío?
Yo sospecho que vivía
resignado a la infelicidad de no tener a nadie con quien compartir las
actividades que realmente lo apasionaban.