miércoles, 1 de diciembre de 2021

En busca del tiempo perdido. El mundo de Guermantes. Marcel Proust.

 ... y a eso obedece que sean las obras verdaderamente bellas, si las oímos sinceramente, las que más deben decepcionarnos, porque en la colección de nuestras ideas no hay ninguna que responda a una impresión individual... Sentimos en un mundo; pensamos, denominamos en otro; podemos establecer entre ambos una concordancia pero no colmar el intervalo que los separa.

La duquesa, trocada de diosa en mujer y pareciéndome de pronto mil veces más hermosa, alzó hacia mí la mano enguantada de blanco que tenía apoyada en la barandilla del palco, la agitó en señal de amistad; mis miradas se sintieron transidas por la incandescencia involuntaria y por los fuegos de los ojos de la princesa, que sin querer los había hecho entrar en conflagración con sólo moverlos para tratar de ver a quién acababa de saludar su prima, y ésta, que me había reconocido, hizo llover sobre mí el aguacero deslumbrante y celestial de su sonrisa.

Donde más vale encontrar los lugares fijos contemporáneos de diferentes años es en nosotros mismos. Para eso es para lo que hasta cierto punto puede servirnos una gran fatiga que sigue a una buena noche. Pero éstas, por lo menos, para hacernos bajar a las galerías más subterráneas del sueño, en que ningún reflejo de la vigilia, en que ningún fulgor de memoria alumbra ya el monólogo interior, si es que éste no cesa en ese punto, remueven también el suelo y el subsuelo de nuestro cuerpo que nos hacen volver a encontrar allí donde nuestros músculos se hunden y retuercen sus ramificaciones y aspiran la vida nueva, el jardín en que hemos sido niños. No hace falta viajar para volverlo a ver; lo que hay que hacer es descender para encontrarlo de nuevo. Lo que la tierra haya cubierto ya no está sobre ella, sino debajo; no basta con la excursión para visitar la ciudad muerta, son necesarias las excavaciones. Pero ya se verá cómo ciertas impresiones fugitivas y fortuitas nos retrotraen  mucho mejor aún hacia el pasado, con una precisión más aguda, con un vuelo más ligero, más inmaterial, más vertiginoso, más infalible , más inmortal, que esas dislocaciones orgánicas. 

Nunca vemos a los seres queridos como no sea en el sistema animado, en el movimiento perpetuo de nuestra incesante ternura, que, antes de dejar que las imágenes que su rostro nos presenta lleguen hasta nosotros, arrebata en su torbellino a esos seres, los lanza sobre la idea que de ellos nos formamos dese siempre, hace que se adhieran a ella, que coincidan con ella.

Y así como un enfermo que desde hace mucho tiempo no se había visto a sí mismo y venía componiendo a cada momento el semblante que no ve, ajustándolo a la imagen ideal que de sí mismo lleva en su pensamiento, retrocede al percibir en un espejo, en medio de un rostro árido y desierto, la prominencia oblicua y sonrosada de una nariz gigantesca como una pirámide de Egipto, así yo, para quien mi abuela era todavía yo mismo. yo, que jamás la había visto fuera de mi alma, siempre en el mismo lugar del pasado, a través de la transparencia de los recuerdos contiguos y superpuestos, de repente, en nuestro salón, que formaba parte de un mundo nuevo, el del tiempo, el mundo en que viven los extraños de quienes se dice "lleva bien su vejez", por vez primera y sólo por un instante, porque desapareció bien pronto, distinguí en el canapé, bajo la lámpara, colorada, pesada y vulgar, en forma, soñando, paseando por un libro unos ojos un poco extraviados, a una vieja consumida, desconocida para mí.

Plantados a tresbolillo, estos perales, más espaciados, menos precoces que los que yo había visto, formaban grandes cuadriláteros -separados por muros bajos- de flores blancas, en cada uno de cuyos lados iba a pintarse diferentemente la luz, tanto que todas aquellas alcobas sin techo y al aire libre tenían la traza de ser las del Palacio del Sol, tal como hubie3ran podido descubrirse en alguna Creta, y hacían pensar también en os compartimentos de un depósito o en ciertas parcelas de mar que el hombre subdivide para algún género de pesca o de ostreicultura, cuando se veía la luz ir desde las ramas, según la exposición, a jugar en las espalderas como sobre las aguas primaverales y hacer romperse acá y allá, centelleando por entre el enrejado de celosía y lleno de azul de la enramada, la albeante espuma de una flor soleada y vaporosa.

Lo que recordamos de nuestra conducta permanece ignorado hasta de nuestro vecino más próximo; lo que de ella hemos olvidado haber dicho, o incluso lo que jamás hemos dicho, va a provocar a risa hasta en otro planeta, y la imagen que los demás se forman de nuestros hechos y gestos se parece tan poco a la que de ellos nos formamos nosotros mismo como se parece a un dibujo un calco mal hecho en que unas veces correspondiese el trazo negro un espacio vacío, y a un blanco un contorno inexplicable.

La denigración furiosa era a menudo en Bloch efecto de una viva simpatía a que había creído que no le correspondían. Y como se imaginaba escasamente la vida de los demás, como no pensaba que puede uno haber estado enfermo o de viaje, etc., un silencia de ocho días le parecía en seguida que nacía de una frialdad deliberada. Así, nunca he creído que sus peores violencias de amigo, y más tarde de escritor, fuesen muy profundas. Se exasperaba si se respondía a ellas con una dignidad helada, o con una ramplonería que le alentaba a redoblar sus golpes, pero cedía con frecuencia a una cálida simpatía.

Su amabilidad se debía a dos causas. Una, general, era la educación que esta hija de soberanos había recibido. Su madre (no sólo entroncada con todas las familias reales de Europa, sino, sobre eso -en contraste con la casa ducal de Parma-, más rica que ninguna princesa reinante) le había, desde su edad más tierna, inculcado los preceptos orgullosamente humildes de un esnobismo evangélico; y ahora, cada rasgo del rostro de la hija, la curva de sus hombros, los movimientos de sus brazos parecían repetir; "Acuérdate de que si Dios te ha hecho nacer en las gradas de un trono, no debes aprovecharte de ello para despreciar a aquellos a quienes la divina Providencia ha querido (¡alabada sea por ello!) que fueses superior por el nacimiento y las riquezas. Por el contrario, sé buena para con los pequeños. Tus abuelos eran príncipes de Clèves y de Juliers desde el año  647; Dios ha querido en su bondad que poseyeses tú sola casi todas las acciones del Canal de Suez y tres veces tanto de la Royal Dutch como Edmundo de Rothschild; tu linaje por línea directa ha sido trazado por los genealogistas desde el año 63de la Era Cristiana; tienes por cuñadas dos emperatrices. Así, no parezca nunca, cuando hables, que te acuerdas de tan grandes privilegios, no porque sean precarios (pues nada puede cambiarse de la antigüedad de la casta, y siempre habrá necesidad de petróleo), sino porque es inútil alardear de que eres mejor nacida que cualquier otra persona, y que la colocación que has dado a tu dinero es de primer orden, puesto que todo el mundo lo sabe. Sé caritativa con los desdichados. Da a todos aquellos que la bondad celestial te ha otorgado la gracia de poner por debajo de ti lo que puedes darles sin descender de tu condición: es decir, socorros en dinero, cuidados de enfermera, inclusive, pero nunca, ni que decir tiene, invitaciones a tus veladas, cosa que ningún bien les haría, pero que, con disminuir tu prestigio, quitaría su eficacia a tu acción benéfica.

... todos los Guermantes, aquellos que lo eran verdaderamente, cuando os presentaban a ellos, procedían a una especie de ceremonia, sobre poco más o menos como si el hecho de que os hubiese tendido la mano hubiera sido tan considerable como si se tratase de armaros caballeros. En el momento en que un Guermantes, aunque no tuviese arriba de veinte años, pero que ya seguía las huellas de sus mayores, oía vuestro nombre pronunciado por el que os presentaba, dejaba caer sobre vosotros, cual si en modo alguno estuviera dispuesto a saludaros, una mirada generalmente azul, siempre de la frialdad de un acero que parecía dispuesto a hundiros en los más hondos recovecos del corazón.

... lo que la duquesa de Guermantes ponía por encima de todo no era la inteligencia; era, según ella, esa forma superior, más exquisita, de la inteligencia elevada hasta una variedad verbal del talento: el ingenio.

... la embriaguez de la desgracia arrastra su razón.

Nos sentimos atraídos por toda vida que representa para nosotros algo desconocido, por una última ilusión por destruir aún.

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