... a mí me gusta notar que estoy en un sitio nuevo y desconocido; entrar en los locales públicos para tener bien presente que allí se habla una lengua que conozco imperfectamente o no conozco en absoluto; fijarme con atención en las ropas y los sombreros (ya se ven pocos) que los ciudadanos gustan de llevar por la calle; comprobar si los comercios están vacíos o llenos a las horas de oficina; mirar la distribución de las noticias en los periódicos; contemplar edificios civiles que sólo pueden encontrarse en ese determinado lugar del mundo; observar los tipos gráficos que predominan en los rótulos de las tiendas (leer éstos como un salvaje aunque no entienda nada); escrutar los rostros en el metro y los autobuses que frecuento con tal propósito; individualizar esas caras, imaginar si podría o no hallarlas en otra parte; perderme deliberadamente por los barrios en que ya he aprendido a desenvolverme, es decir, con el mapa en la mano si me hace falta; percibir el inimitable paso con que languidece el día en cada punto del globo y el instante indeciso y variable en que las luces se encienden; pisar donde las pisadas no dejan rastro, sobre el luminoso asfalto de las mañanas o sobre algún empedrado polvoriento y vetusto que un solo farol alumbra al caer la tarde; visitar los bares llenos de murmullos indistinguibles, dichosos en su insignificancia y que todo lo cubren y apagan; mezclarme con las gentes en las calles blancas meridionales o en las grises avenidas septentrionales a la hora declinante de los paseos o del recogimiento y la breve tregua; ver cómo las mujeres salen compuestas al atardecer o quizá a la noche, ver cómo las esperan los coches de mil colores; figurarme las veladas que las aguardan; perder el tiempo.
... la impertinencia que la ignorancia despide inevitablemente...
Mi carácter consistía en ceder, en buena medida consistía y consiste en eso todavía. Sólo he sabido negarme a las cosas o luchar por ellas con el pensamiento, y últimamente, como digo, ni siquiera pienso. Por eso quizá es mejor que esté solo, para que no exista la posibilidad de no negarme ante nadie ni de no luchar con nadie.
... la mayor parte de las veces uno no sabe cuándo ha sido tomado ni cuándo ha sido dejado, no sólo porque eso ocurra siempre a nuestras espaldas, sino porque resulta imposible aislar el momento en que tales vuelcos acontecen, al igual que se ignora siempre si el hecho mismo de ser tomado obedece a los propios méritos o virtudes, a la propia e irrepetible existencia, a la intervención decisiva llevada a cabo o más bien, simplemente, a la casual inserción de uno en una vida ajena.
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