sábado, 25 de abril de 2020

En busca del tiempo perdido 1. Por el camino de Swann. Marcel Proust.


Pero ni siquiera desde el punto de vista de las cosas más insignificantes de la vida somos los hombres un todo materialmente constituido, idéntico para todos, y del que cualquiera puede enterarse como de un pliego de condiciones o de un testamento; no, nuestra personalidad social es una creación del pensamiento de los demás.

Pero mi espíritu, en tensión por la preocupación, y convexo, como la mirada con que yo flechaba a mi madre, no se dejaba penetrar por ninguna impresión extraña. Los pensamientos entraban en él, sí, pero a condición de dejarse fuera cualquier elemento de belleza o sencillamente de diversión que hubiera podido emocionarme o distraerme.

Lo que a mí me parece mal en los periódicos es que soliciten todos los días nuestra atención para cosas insignificantes, mientras que los libros que contienen cosas esenciales no los leemos más que tres o cuatro veces en toda nuestra vida.

Hacía muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no, pero luego, sin saber por qué, olvíde mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un rozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las miga de bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que le causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí.(...) Y otra vez me pregunto: ¿Cuál puede ser ese desconocido estado que no trae consigo nunca prueba lógica, sino la evidencia de su felicidad, y de su realidad junto a la que se desvanecen todas las restantes realidades? (...) Indudablemente, lo que sí palpita dentro de mi ser está la imagen y el recuerdo visual que, enlazado al sabor aquél, intenta seguirle hasta llegar a mí. (...) Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, (...) Pero cuando nada subsiste ya de uh pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.

Y después de haber rayado en todas direcciones el terciopelo morado del aire, se calmaban de pronto y volvían a absorberse en la torre, que de nefasta se había convertido en propicia, y unos cuantos, plantados aquí y allá, parecían inmóviles, cuando estaban quizá, atrapando a algún insecto en la punta de una torrecilla, lo mismo que una gaviota quieta, inmóvil con la inmovilidad del pescador;

Pero ningún sentimiento de los que nos causan la alegría o la desgracia de un personaje real llega a nosotros si no es por intermedio de una imagen de esa alegría o desgracia; la ingeniosidad del primer novelista estribó en comprender que, con en el conjunto de nuestras emociones la imagen es el único elemento esencial, una simplificación que consistiera en suprimir pura y simplemente los personajes reales significaría una decisiva perfección. Un ser real, por profundamente que simpaticemos con él, le percibimos en gran parte por medio de nuestros sentidos, es decir, sigue opaco para nosotros y ofrece un peso muerto que nuestra sensibilidad no es capaz de levantar.

... en la arena del centro del paseo una manga de riego, pintada de verde, iba serpeando, y en los sitios donde tenía agujeros lanzaba por encima de las flores, cuyo aroma impregnaba con su frescura, el abanico vertical y prismático de sus gotillas multicolores.

En verano el mal tiempo no es más que un enfado pasajero y superficial del buen tiempo, subyacente y fijo, muy distinto del buen tiempo del invierno, inestable y fluido, y que, al contrario de éste, se instala en la tierra, se solidifica en densas capas de hojarasca, por donde el agua puede ir resbalando sin comprometer la resistencia de su permanente alegría, y que iza por toda la temporada en las calles del pueblo, en los muros de las casas y de los jardines sus banderolas de seda violeta y blanca.

Y de ese modo (...) he aprendido a distinguir esos estado que se suceden en mi ánimo, durante ciertos períodos, y que se reparten cada uno de mis días, llegando uno de ellos a echar al otro con la puntualidad de la fiebre; estados contiguos, pero tan ajenos entre sí, tan faltos de todo medio de intercomunicación, que cuando me domina uno de ellos no puedo comprender, ni siquiera representarme, lo que deseé, temí o hice cuando me poseía el otro.

Las tres cuartas partes de los alardes de ingenio y las mentiras de vanidad que, rebajándose, prodigaron desde que el mundo es mundo los hombres, van dedicadas a gente inferior. Y Swann, que con una duquesa era descuidado y sencillo, se daba tono y tenía miedo de verse despreciado cuando tenía delante a una criada.

Y así, a una edad en que parece que buscamos ante todo en el amor un placer subjetivo, en el cual debe entrar en mayor proporción que nada la atracción inspirada por la belleza de una mujer, resulta que puede nacer el amor -el amor más físico- sin tener previamente y como base el deseo. en esa época de la vida, el amor ya nos ha herido muchas veces y no evoluciona él solo con arreglo a sus leyes desconocidas y fatales, por delante de nuestro corazón pasivo y maravillado. Le ayudamos nosotros, le falseamos con la memoria y la sugestión. Al reconocer a uno de sus síntomas, nos acordamos de los demás, los volvemos a la vida. Como ya tenemos su tonada grabada toda entera en nuestro ser, no necesitamos que una mujer nos la empiece a cantar por el principio -admirados ante su belleza- para poder seguir. Y si empieza por en medio -allí donde los corazones se van acercando y se habla de no vivir más que el uno para el otro-, ya estamos bastante acostumbrados a esa música para unirnos en seguida a nuestra compañera de canto en la frase donde ella nos espera.

... nunca sabía de modo exacto en qué tono tenía que contestarle a uno y si su interlocutor hablaba en broma o en serio. Y por si acaso, añadía a todos sus gestos la oferta de una sonrisa condicional y previsora, cuya expectativa agudeza le serviría de disculpa en caso de que la frase que le dirigían fuera chistosa y se le pudiera tachar de cándido. pero como tenía uqe afrontar la hipótesis opuesta, no dejaba que la sonrisa se afirmara claramente en su cara, por la que flotaba perpetuamente una incertidumbre donde podía leerse la pregunta que él no se atrevía a formular: "¿lo dice usted en serio?"

...y en efecto, así es como logró las cartas más cariñosas de Odette, una de ellas aquella que le mandó Odette desde la "Maison Dorée"; (precisamente el día de la fiesta París-Murcia, a beneficio de los damnificados por las inundaciones de Murcia).

La suerte está echada, y el ser que por entonces goza de nuestra simpatía se convertirá en el ser amado. Ni siquiera es menester que nos guste tanto o más que otros. Lo que se necesitaba es que nuestra inclinación hacia él se transformara en exclusiva. Y esa condición se realiza cuando -al echarle de menor- en nosotros sentimos, no ya el deseo de buscar los placeres que su trato nos proporciona, sino la necesidad ansiosa que tiene por objeto el ser mismos, una necesidad absurda que por las leyes de este mundo es imposible de satisfacer y difícil de curar: la necesidad insensata y dolorosa de poseer a esa persona.
Y es que una pasión acciona sobre nosotros como un carácter momentáneo y diferente que reemplaza al nuestro verdadero y suprime aquellas señales externas con que se exteriorizaba.

La mayoría de las personas qeu conocemos no nos inspira más que indiferencia; de modo que cuando en un ser depositamos grandes posibilidades de pena o de alegría para nuestro corazón, se nos figura que pertenece a otro mundo, se envuelve en poesía, convierte nuestra vida en una gran llanura donde nosotros no apreciamos más que la distancia que de él nos separa.

¡Con qué naturalidad nacen los besos en esos tiempos primero del amor! Acuden apretándose unos contra otros; y tan difícil sería contar los besos que se dan en una hora, como las flores de un campo en el mes de mayo.

Su suerte estaba ya unida al porvenir y a la realidad de nuestra alma, y era uno de sus particulares y característicos adornos. Acaso la nada sea la única verdad y no exista nuestro ensueño; pero entonces esas frases musicales, esas nociones que en relación a la nada existen, tampoco tendrán realidad. Pereceremos; pero nos llevamos en rehenes esas divinas cautivas, que correrán nuestra fortuna. Y la muerte con ellas parece menos amarga, menos sin gloria, quizá menos probable.

Aunque deseemos que las acciones que no nos agradan en una persona no sean genuinamente suyas, sin embargo, se presentan con tan coherente claridad, que nuestro deseo nada puede contra ella, y esa claridad nos indica lo que habrán de ser las acciones de esa persona el día de mañana, aunque sean contrarias a nuestros deseos.

En aquellos sitios donde había aún árboles con hojas, el follaje parecía sufrir como una alteración de su materia desde el momento que le tocaba la luz del sol, tan horizontal ahora por la mañana como lo estaría horas más tarde, cuando empezara el crepúsculo vespertino, que se enciende como una lámpara y proyecta a distancia sobre el follaje un reflejo artificial y cálido, haciendo llamear las hojas más alta de un árbol que no es ya más que el candelabro incombustible y sin brillo donde arde el cirio de su encendida punta.

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