Oye la voz de un hombre que te canta,
y, en vez de dulces pasos de garganta,
escucha amargos trancos de gaznate;
oye, dama, el remate
de mis razones, la sentencia extrema
que, por ser dada en Rota, es la suprema.
El que por ti se muere en dulces lazos,
muere con propiedad por tus pedazos,
pues estando tan próspera de bienes,
tantos remiendos tienes,
hermosísimo bien del alma mía,
que, siendo tan cruel, pareces pía.
Eres rota, señora, de tal modo,
que tienes rota la conciencia y todo;
y tus hermosos ojos celebrados
también son muy rasgados;
mas en tu desnudez hay compañeros:
que el vino y el amor andan en cueros.
En la batalla, la bandera rota
del arcabuz soberbio con pelota,
cuanto más rota, más muestra vitoria,
y en su dueño más gloria:
así tus vestiduras celebradas
muestran más gloria cuanto más rasgadas.
Rompe la tierra el labrador astuto,
porque, rota, la tierra da más fruto:
así el amor, bellísima señora,
te rompe alegre agora,
como a la tierra simples labradores,
por dar más fruto y por mostrar más flores.
Y desnuda, rotísima doncella,
tan linda estás, estás tan rica y bella,
que matas más de celos y de amores
que vestida a colores:
y eres así a la espada parecida:
que matas más desnuda que vestida.
Mas como el guante rompen los amantes
para que puedan verse los diamantes,
así quiso romperte la pobreza,
para que la belleza,
que está en todo tu cuerpo repartida,
no quedase en las ropas escondida.
Cansada está mi musa de cansarte
mas yo no estoy cansado de alabarte,
pues no podrá hacerse de tus trapos,
tus chías y harapos,
tanto papel, aunque hagan mucha suma,
como en loarte ocupará mi pluma.
martes, 26 de septiembre de 2017
jueves, 14 de septiembre de 2017
Los bienes de este mundo. Irène Némirovsky.
A pesar de las aperiencias, esto es lo esencial. La guerra pasará, nosotros también, pero esos humildes e inocentes placeres siempre existirán: el frescor del aire, el sol, una manzana roja, la lumbre en invierno, una mujer, unos hijos, la vida cotidiana... La agitación, el estruendo de las guerras acaba apagándose. Lo demás quedará... ¿Para mí o para otros?
En cuatro años de guerra, todo el mundo se había acostumbrado a ellos; no inspiraban ni admiración ni afecto. "Ya no gozamos de su cariño -pensaba Pierre-. Les damos lástima, sí, pero una lástima superficial, a flor de piel, que se desvanecerá antes de que nuestras heridas cicatricen."
La memoria de un pueblo es una cosa terrible. Dicen que la gente es olvidadiza; sí, pero como los animales, que recuerdan que han sufrido, aunque no por qué... Es una memoria terrible, orgánica, hecha de rencor ciego, de injusticia, odio y estupidez... Nosotros, en 1914, éramos tan inocentes como recién nacidos. Íbamos a la guerra de buena fe. Pero nuestros hijos, que saben que todos los sacrificios fueron inútiles, que la victoria no venció a nadie, que han leído, visto u oído cuanto sucedió entonces y después, ¿cómo quieres que lo soporten? Los jóvenes han crecido con nuestras historias. ¡Cuántas veces les hemos repetido que la guerra fue una estupidez, algo inútil!
La memoria de un pueblo es una cosa terrible. Dicen que la gente es olvidadiza; sí, pero como los animales, que recuerdan que han sufrido, aunque no por qué... Es una memoria terrible, orgánica, hecha de rencor ciego, de injusticia, odio y estupidez... Nosotros, en 1914, éramos tan inocentes como recién nacidos. Íbamos a la guerra de buena fe. Pero nuestros hijos, que saben que todos los sacrificios fueron inútiles, que la victoria no venció a nadie, que han leído, visto u oído cuanto sucedió entonces y después, ¿cómo quieres que lo soporten? Los jóvenes han crecido con nuestras historias. ¡Cuántas veces les hemos repetido que la guerra fue una estupidez, algo inútil!
martes, 12 de septiembre de 2017
La tabla de Flandes. Arturo Pérez-Reverte. (relectura).
Y en nadie como en él se afirmaba el principio de que la extrema cortesía, en las personas de clase superior, es la más alta expresión de desdén hacia los demás.
¿Se sentía realmente miedo? En otras circunstancias, la cuestión hubiera sido buen tema de discusión académica; en la grata compañía de un par de amigos, en una habitación cómoda y caldeada, frente a una chimenea y con una botella a medio vaciar. El miedo como factor inesperado, como conciencia estremecedora de una realidad que se descubre en un momento concreto, aunque siempre haya estado ahí. El miedo como final demoledor de la inconsciencia, o como ruptura de un estado de gracia. El miedo como pecado.
Sin embargo, caminando entre los colores de la noche, Julia era incapaz de considerar como cuestión académica lo que sentía. Había experimentado antes, por supuesto, otras manifestaciones menores de lo mismo: El cuentakilómetros que rebasa lo razonable mientras el paisaje desfila rápidamente a derecha e izquierda y la raya intermitente del asfalto parece una rápida sucesión de balas trazadoras, como en las películas de guerra, engullida por la voraz panza del automóvil. O la sensación de vacío, de hondura insondable y azul, al arrojarse de la cubierta de un barco en mar profunda y nadar, sintiendo cómo el agua resbala sobre la piel desnuda, con la desagradable certeza de que cualquier tipo de tierra firme está demasiado lejos de los pies. Incluso esos otros terrores inconcretos que forman parte de una misma durante el sueño, para establecer duelos caprichosos entre la imaginación y la razón, y a la que, casi siempre, basta un acto de voluntad para reducir al recuerdo, o al olvido, con sólo abrir los párpados hacia las sombras familiares del dormitorio.
Eso Julia lo sabía muy bien, en una sucesión de deslumbramientos, decepciones, traiciones y también fidelidades que, en momentos de confidencia, ella había escuchado narrar con una delicadeza perfecta, en aquel tono irónico y algo distante con que el viejo anticuario solía encubrir, por mero pudor personal, la expresión de sus más íntimas nostalgias.
Dame fuego, anda. Condottiero mío.
El epíteto afiló la malicia de César.
Cave canem, fornido joven -le dijo a Max, y tal vez Julia fue la única que cayó en la cuenta de que, en latín, canem podía ser tanto masculino como femenino-. Según la referencia histórica, de nadie tienen que cuidarse tanto los condotieros como de aquellos a quienes sirven-miró a Julia e hizo una jocosa reverencia; también la bebida empezaba a hacerle efecto a él-. Burchkhardt -aclaró.
-Tranquilo, Max -decía Menchu, aunque Max no parecía nervioso en absoluto-. ¿Ves? Ni siquiera es suyo. Se adorna con perejil ajeno... ¿O son laureles?
-Acanto - dijo Julia, riéndose.
César le dirigió una mirada compungida.
-Et te, Bruta?
La lluvia repiqueteaba de nuevo en el tragaluz; ese era el sonido de la soledad, se dijo con tristeza.
Y supo también que, a partir de entonces, aquella soledad agridulce que le oprimía el corazón iba a ser la única compañera de la que no se separaría jamás, en los caminos que le quedaran por recorrer, el resto de su vida, bajo un cielo en el que los dioses morían entre grandes carcajadas.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)