"No, en ese extraño aquí y ahora era cuestión de combatir. Y la primera medida antes del combate es, como siempre, la información".
Así pues, al final tuve que recurrir otra vez a los productos de la prensa allí disponibles, cuyo objetivo principal nunca ha sido, y por supuesto tampoco podía ser en la actualidad, una información histórica conforme con la verdad.
Ya se sabe la opinión que le merecen a uno nuestro periódicos. El sordo escribe lo que le cuenta el ciego, el tonto del pueblo lo corrige, y los compañeros de los otros periódicos lo plagian. De cada historia se hace un nuevo recuelo con el mismo insípido amasijo de mentiras, para presentar a continuación el mejunje al pueblo ignorante.
Usted tiene agallas. A usted le da realmente igual lo que la gente piense de usted, ¿no es cierto?
Al contrario -dije-, quiero decir la verdad. Y ellos han de pensar: ahí hay uno que dice la verdad.
¿Y cree que ahora están pensando so? No, pero ya no piensan lo mismo que antes. Y eso es todo lo que hay que conseguir. Lo demás viene con la constante repetición.
Venía luego lo que desde siempre ha sido la mejor política de apaciguamiento en los periódicos: el deporte, y luego una colección de fotos en las que personajes famosos aparecían viejos o feos, una perfecta sinfonía de envidia, bajeza e infamia.
Porque en estos tiempos hay muchísimos que se dicen políticos, que quizá hayan estado un cuarto de hora tras el mostrador de una tienda o que una vez, al pasar, miraron por la puerta abierta de una nave de fábrica, y que ahora creen saber cómo es la vida real...
Ese hombre interrumpió su especialización en medicina para meterse a politicastro, y entonces uno sólo puede preguntarse: ¿y para qué? bueno, si en lugar de eso hubiera dicho que primero se dedica terminar su especialización, para después ejercer la medicina durante diez o veinte años a razón de cincuenta, sesenta horas semanales, para más tarde, acrisolado ya por la dura realidad, formarse poco a poco una opinión y, una vez afirmada ésta, hacer de ella una cosmovisión, a fin de poder empezar luego, con la conciencia tranquila, un trabajo político razonable, entonces la cosa, si venían a añadirse circunstancias favorables, seguramente habría sido aceptable. Pero este muchachito pertenece a esa nueva y horrible remesa que piensa: primero nos metemos en política, y las ideas irán afirmándose por el camino de un modo u otro. Y así sale la cosa, en efecto.
Ese hombre interrumpió su especialización en medicina para meterse a politicastro, y entonces uno sólo puede preguntarse: ¿y para qué? bueno, si en lugar de eso hubiera dicho que primero se dedica terminar su especialización, para después ejercer la medicina durante diez o veinte años a razón de cincuenta, sesenta horas semanales, para más tarde, acrisolado ya por la dura realidad, formarse poco a poco una opinión y, una vez afirmada ésta, hacer de ella una cosmovisión, a fin de poder empezar luego, con la conciencia tranquila, un trabajo político razonable, entonces la cosa, si venían a añadirse circunstancias favorables, seguramente habría sido aceptable. Pero este muchachito pertenece a esa nueva y horrible remesa que piensa: primero nos metemos en política, y las ideas irán afirmándose por el camino de un modo u otro. Y así sale la cosa, en efecto.
Que la política permita el actual alarmismo difundido por la prensa, es, naturalmente, el colmo de la estupidez: en ese caos, la propia desorientación parece aún más necia de lo que ya es, y cuanto mayores son la preocupación y el pánico, tanto más desorientados están esos payasos de políticos. A mí me viene muy bien, por supuesto, el pueblo ve así, cada día con más claridad, el diletantismo con que trabajan esos aficionados que ocupan puesto de máxima responsabilidad. Lo que a mí realmente me asombra es que no se hayan lanzado ya hace tiempo millones de personas, con antorchas y tridentes, contra esas sedes parlamentarias cargadas de charlatanes, y gritando: ¿Qué hacéis con nuestro dinero?
Una vez que esa impresión se hubo apoderado de mí, ya no me dejó. Todos esos hombres eran incapaces de soportar virilmente la decadencia física y compensarla con trabajo intelectual o por lo menos con cierta madurez. Todas esas mujeres que, después de haber criado a sus hijos para el pueblo, no descansaban satisfechas sino se comportaban como si ahora, y sólo ahora, tuviesen la irrecuperable ocasión de reclamar por unas horas su juventud perdida. Uno habría querido agarrar por el cuello a cada una de esas personas y gritarles: <¡Haga un esfuerzo!> ¡Es usted una vergüenza para usted mismo y para su patria!
El desempleado que yo conocía se colgaba al cuello un letrero que decía , y salía con él a la calle. Cuando había paseado con ese letrero largo tiempo sin éxito, se quitaba el letrero, cogía una bandera roja que le ponía en la mano un haragán bolchevique y salía a la calle con esa bandera. Un ejército millonario de hombres furiosos sin empleo era la condición previa ideal de todo partido radical, y, por suerte, el más radical de todos era el mío. Pero en las calles de esta última actualidad no veía a esa gente sin trabajo. No protestaba nadie. Y tampoco resultó ser cierto lo que yo suponía con mucha lógica, que se había concentrado a esa gente en un servicio del trabajo o en cualquier forma de campo de trabajo. En lugar de eso supe que habían elegido la curiosa solución de un tal señor Hartz.
Con sólo el dinero de los pobres se apaciguaba a los aún más pobres para el bien de los ricos, hasta tal punto que estos últimos podían llevar a cabo con toda tranquilidad sus negocios sucios especulando con la crisis. Incluso los políticos de izquierdas no se cansaban de apuntar en esa dirección.
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