martes, 27 de marzo de 2012

Lorenzo Silva. El Déspota Adolescente.

Es cruel cosa que el tiempo le pase a uno por encima. Todo, absolutamente todo va a peor. el prestigio de la experiencia no es más que una tortuosa invención de los viejos para encubrir su envilecimiento. Sin embargo, hay cosas que no pueden encubrirse. No puedo yo ocultar mi calva, con los tres pelos que malamente le echo por encima, ni puesto, sobre todo, sustraer a mi propia conciencia, el juez que te mira cuando no te ve nadie, lo que he hecho y lo que he sido, desde aquel día de mis veinte años en que perdía la fe en Dios y en la vida, hasta hoy. Me he mentido, he mentido a todos, y miento todavía, constantemente. Miento cuando finjo ser lo que no soy, cuando vivo entre solemnidades de las que mi alma se burla, cuando aparento servir de buen grado a quien mi espíritu arrogante considera inferior. Pero acaso el colmo de mi degeneración radique en que ni siquiera me siento demasiado culpable. Porque mi convicción me lleva a concluir que todos, o casi todos, fingen; que el deber de cualquier hombre con una pizca de sesos es mofarse de las solemnidades que le obligan a celebrar; y que la mejor manera de manejar al imbécil que ejerce autoridad sobre uno es mantenerle siempre al margen de lo que uno realmente piensa.

Distintas, también, eran las muchachas. Crueles sólo por nuestra torpeza, esquivas sólo por nuestro indeciso y voluble dese de ellas. Su belleza era clara e inapelable, porque no habían aprendido a simularla y, como nosotros, ignoraban todo de la vida. Néstor y yo variábamos de una a otra princesa sin que la multiplicidad mermara el sentimiento y sin que la costumbre uniformase las ensoñaciones que nos inspiraban. Parasitábamos con nuestras ansias pesimistas a aquellas ninfas modeladas en carne y piel de dieciséis años, en las que todo era nuevo y duro, inexplorado y agreste. No tenían mañanas para acogernos ni para rechazarnos. Algunas eran, quizás, imbéciles; las que no, administraban una sabiduría despreciativa que en vano buscaríamos, años después, en mujeres razonablemente temerosas de su falta de misterio. Ociosos es decir que apenas conseguimos nada tangible de aquellas muchachas, que nos inculcaron la primacía absoluta y salvaje de lo joven para el resto decadente de nuestras existentes. Protagonizamos numerosas y ridículas escenas de fracaso y contadas, resbaladizas ocasiones de conquista. Ah, si las hubiésemos tocado. No hacerlo valió más que mancillar otros cuerpos calculadores y vacilantes que vinieron más tarde a reemplazarlas. Si hubieran temblado, ellas, entre nuestros brazos incrédulos. Néstor solía opinar que evitándolo preservaron el hechizo. Yo también, pero a veces pienso que guardaban algo indestructible, algo que quizás alguien siguió guardando en alguna parte. Néstor era más puro. No volvió a esperarlas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario