… para obtener
resultados concretos no basta con propiciarlos, con ponerse en la mira de quien
reparte suerte, con estar dispuesto a dejarse seducir por quien a la postre no
tiene más capacidad de iniciativa y de decisión que la que los sueños poseen, o
quizá un reloj.
Era la hora imprecisa
y variable en que los perfiles de los edificios fuliginosos adquieren en las
ciudades una aureola de cárdeno mientras la masa inmóvil y recortada del
firmamento conserva todavía intacta su negrura.
La luz eléctrica no
le mostró en la consumada y abatida figura nada que lo hubieran permitido
vislumbrar las del artificio, pero en cambio sí le presentó un entorno muy
distinto del que suponía. Sobre los muslos el padre no tenía infolio
decimonónico alguno, sino, estrujada por el peso fláccido y desmoronado del
vientre que había aflojado su musculatura recia quizá por primera y definitiva
vez, una partitura abierta; y a su lado, rozando la mano derecha dormida y salpicado
por las gotas de vino dulce de una postrera copa vertida -transparente vidrio
caído e incólume junto al empañado vidrio caído y roto de sus gruesos lentes-,
había, parado, un gramófono que Casaldáliga no había visto jamás en la casa y
de cuya existencia ni siquiera tenía conocimiento. En él había un disco puesto
con la aguja de acero inservible detenida a su término, y en la alfombra,
desenfundados, una pila que sin duda se había derrumbado y desparramado en
breve espiral al mismo tiempo que su posesor. Todos, de reducido formato y ya
muy desgastados, llevaban el mismo título impreso sobre su centro, el mismo
título de la partitura arrugada, manoseada y amarillenta que Casaldáliga libró
de su prisión de carne de un fuerte tirón: los Gurrelieder de Schönberg. Y fue
entonces cuando la borrachera y el cansancio del hijo se disiparon de golpe y
como por ensalmo, y el hijo de entonces emitió un alarido ahogado y tardío con
el que no sólo rindió homenaje y lamento a la desaparición del padre, sino asimismo
a la personalidad de repente perdida, de repente ahuyentada, negada y barrida
por un soplo cálido en la noche de San Juan de sus veintiocho años, de aquel
afrancesado admirable y contentadizo, de aquel estoico y solitario lector.
El amanecer se
filtraba en la noche con timidez y una brisa de otra estación ya cancelada e
intrusa agitada leve e irónicamente las páginas de la partitura germánica que Casaldáliga
había dejado caer; y aún se oían a intervalos y en la lejanía algunas tracas
aisladas, desfasadas y languidecientes lanzadas a buen seguro por ciudadanos
inconformes con el paso del tiempo y el fin de todas las cosas; aunque nadie
ya, sin embargo, las jaleaba.
… el destino de
alguien, aquello de lo que tanto se le había hablado y sobre lo que tanto había
él cavilado, no era algo que pudieran percibir los demás ni aún los más
allegados, desde el exterior, sino que concernía tan solo a la persona que lo
recibía o lograba y en todo caso lo llevaba a su consumación. Nada más (…) para
que un destino fuera nítido e inconfundible en verdad, único e intransferible
reino de la intimidad y morar solamente en el seno recóndito de quien fuera su
poseedor.
Este carácter paulatinamente
manifestado era orgulloso, engreído, pedante o ingrato -en opinión del aya-;
uno de esos naturales tanto más insufribles y despiadados cuanto que se han forjado
sobre virtudes de doble filo y muy propicias a engendrar resquemor: la paciencia
y la abnegación, la complacencia secretamente insatisfecha, los suspiros
acumulados, la omisión perenne de la queja.
Aquella ciudad
capital se le ofreció (corrían días de desmoronamiento, bastante corruptela y
escasa discriminación) como un territorio donde todo exceso personal y casi
todo abuso público podían ser cometidos y en el acto obviados o personados; sus
habitantes como unas gentes bullidoras, hospitalarias, flexibles y disponibles
para cualquier contingencia o eventualidad; su sociedad dominante como una comunidad
de aspecto risueño, despreocupado y bromitas, presta a acoger de buen grado y
sin mayor examen cuanto trajera consigo novedad y distracción y en el fondo
recia, codiciosa, exigente, política, un tanto desalmada y de recursos
inagotable frente a la adversidad. Pueblo que suplía su innata negligencia a
base de imaginación, entregado de lleno a una especie de totalidad antojadiza e
improvisadora que tenía algo de animal, sin más cálculo ni visión de futuro que
el de su propia e insaciable sombra proyectada.
Y así, tal vez, todo
ya acontecido aunque nada ni nadie pueda albergar la certeza de haber gozado de
una vida previa, ni siquiera la amarillenta sombra. Todo está condenado a
ignorarse, y, lo que es más abyecto, a ignorarse en el reflejo de su propio
pasado. Todo es sopor. Y nadie ve la totalidad.
Pues yo no creo mucho
en el remordimiento, y más bien considero que el motor de nuestras acciones más
arriesgadas y viscerales es el despecho, conjugado tal vez con el resentimiento,
su vástago primogénito.
El mundo está lleno
de gentes bienintencionadas que malgastan sus días pendientes de otros y de su
presente sin plantearse ni saber jamás lo que aspiran a ser en la muerte, que
es lo único importante (…) Esas gentes pasan por la vida como turistas en grupo
por un museo, del que sólo recordarán las obras de las que hubiera a la salida
reproducciones en venta.
Cuando muera se me
pondrá cara de muerto. ¿Cómo será? ¿Seguirá siendo la mía? ¿Y quién me llorara
de veras? ¿Quién se acercará hasta mi rostro transfigurado para besarme con
desesperación los labios en un último esfuerzo, lleno de presunción y de fe,
por devolverme al mundo que me habrá relegado? ¿Quién se sentirá herido en su
propia vida, y considerará su historia partida en dos por ese momento mía
definitivo? ¿Quién cerrará mis reacios sorprendidos ojos con mano amiga, o se
dignará velar mi cadáver emblanquecido y mutante durante toda la noche y la inútil
aurora que no me habrá conocido? ¿Quién retirará mi almohada, quién mis sábanas
humedecidas? ¿Quién, incapaz de concebir la existencia sin mi presencia diaria,
querrá seguir sin dilación mis pasos al contemplarme exánime? ¿Quién irá a
visitar mi tumba, y me hablará solitario en lo alto de la Llama Azul tras haber
ascendido por la pendiente y haberme mirado con amor y fatiga a través de la
piedra inscrita? ¿Quién verá anticipada en la mía su propia muerte, quién se
verá retratado y entonces, al reconocerse en mis facciones rígidas, dejará de
creer en la autenticidad de mi expiración por dar ésta cuerpo y verosimilitud a
la suya? Pues nadie está capacitado para imaginarse la muerte propia, y sólo
cuando un allegado se extingue ante nuestra vista caemos en la cuenta d que en todo
lugar y tiempo acecha nuestro acabamiento.