Conviene observar que el carácter que mostramos en la segunda mitad de nuestra vida no es siempre, aunque muchas veces así ocurra, nuestro carácter primero, desarrollado o marchito, atenuado o abultado, sino que muchas veces es un carácter inverso, un verdadero traje vuelto del revés.
Indudablemente hay muy pocas personas que comprendan el carácter profundamente subjetivo de este fenómeno en que consiste el amor y cómo el amor es una especie de creación de una persona suplementaria distinta de la que lleva en el mundo el mismo nombre y que formamos con elementos sacados en su mayor parte de nuestro propio interior. Y por eso hay pocas personas a quienes les parezcan naturales las proporciones enormes que toma para nosotros un ser que no es el mismo que ellos ven.
... Es muy difícil para cualquiera calcular exactamente en qué escala ve sus palabras o sus movimientos otra persona; por miedo a exagerar nuestra importancia ampliando en enormes proporciones el campo en que tienen que extenderse los recuerdos del prójimo en el transcurso de su vida, nos imaginamos que las partes accesorias de nuestro hablar, de nuestras actitudes, apenas si penetran en la conciencia de nuestro interlocutor, y, por consiguiente, y con más motivo, que no se le quedan en la memoria.
... El prestigio de su nombre... realzaba su belleza y prolongaba su juventud.
Y la pena de los hombre que envejecen es el no soñar...
Nuestros anhelos van enredándose unos con otros, y en esta confusión de la vida es muy raro que una felicidad venga a posarse justamente encima del deseo que la llamaba.
Y ocurre igualmente que los productores de obras geniales no son aquellos seres que viven en el más delicado ambiente y que tienen la más lúcida de las conversaciones y la más extensa de las culturas, sino aquéllos capaces de cesar bruscamente de vivir para sí mismos y convertir su personalidad en algo semejante a un espejo, de tal suerte que su vida, por mediocre que sea en su aspecto mundano, y hasta cierto punto en el intelectual, vaya a reflejarse allí: porque el genio consiste en la potencia de reflexión y no en la calidad intrínseca del espectáculo reflejado.
Cuando la opinión de Bergotte se manifestaba contraria a la mía, no por eso me reducía al silencio y a la imposibilidad de contestar, como me hubiese ocurrido con el señor de Norpois. Lo cual no demuestra que las opiniones de Bergotte tuvieran menos valor que las del diplomático, al contrario. Una idea fuerte comunica al contradictor una parte de su fuerza. Como participa del valor universal del espíritu, se clava y se ingiere en medio de las otras ideas adyacentes en el ánimo de aquel contra quien se emplea, que ayudándose de esos pensamientos fronterizos cobra aliento, la completa y la rectifica; de modo que la sentencia final viene a ser obra de las dos personas que discutían. Pero las ideas que no se pueden responder son esas que no son, propiamente hablando, ideas, que no tiene arraigo en nada, que no encuentran punto de apoyo ni rama fraterna en el espíritu del adversario, el cual, en lucha con el puro vacío, no sabe qué contestar. Los argumentos del señor de Norpois en materia de arte no tenían réplica porque carecían de realidad.
Sucede con las mujeres que no nos quieren como con los seres <<desaparecidos>>: que aunque se sepa que no queda ninguna esperanza, siempre se sigue esperando.
Todos necesitamos alimentar en nosotros alguna vena de loco para que la realidad se nos haga soportable.
Cuando se está enamorado, el amor es tan grande que no cabe en nosotros: irradia hacia la persona amada, se encuentra allí con una superficie que le corta el paso y le hace volverse a su punto de partida; y esa ternura que nos devuelve el choque, nuestra propia ternura, es lo que llamamos sentimientos ajenos, y nos gusta más nuestro amor al tornar que al ir, porque no notamos que procede de nosotros mismos.
Veíase perfectamente que no se vestía tan solo para comodidad o adorno de su cuerpo; iba envuelta en sus atavíos como en el aparato fino y espiritual de una civilización.
De modo que no es seguro que la felicidad tardía, la que llega cuando ya no se la puede disfrutar, cuando no queda amor, sea exactamente la misma felicidad que antaño, por no quiere entregársenos, nos hizo sufrir tanto. Sólo hay una persona capaz de decidir esta cuestión: nuestro yo de entonces; pero ése ya no está presente, e indudablemente bastaría con que tornara para que la felicidad, idéntica o no, se desvaneciese.
Porque la mejor parte de nuestra memoria está fuera de nosotros, en una brisa húmeda de lluvia, en el olor a cerrado de un cuarto o en el perfume de una primera llamarada: allí dondequiera que encontremos esa parte de nosotros mismos de que no dispuso, que desdeñó nuestra inteligencia, esa postrera reserva del pasado, la mejor, la que nos hace llorar una vez más cuando parecía agotado todo el llanto. ¿Fuera de nosotros? No, en nosotros, pero mejor decir, pero oculta a nuestras propias miradas, sumida en un olvido más o menos hondo. Y gracias a ese olvido podemos de vez en cuando encontrarnos con el ser que fuimos y situarnos frente a las cosas lo mismo que él; sufrir de nuevo, porque ya no somos nosotros, sino él, y él amaba eso que ahora nos es indiferente. En la plena luz de la memoria habitual las imágenes de lo pasado van palideciendo poco a poco, se borran, no dejan rastro, ya no las podemos encontrar. Es decir, no las podríamos encontrar si algunas palabras (como <<subsecretario del ministerio de Correos>>) no se hubiera quedado cuidadosamente encerradas en el olvido, lo mismo que se deposita en la Biblioteca Nacional el ejemplar de un libro que sin esa precaución no se hallaría nunca.
Por lo general, vivimos con nuestro ser reducido al mínimum, y la mayoría de nuestras facultades están adormecidas porque descansan en la costumbre, que ya sabe lo que hay que hacer y no las necesita.
Como peligro de desagradar proviene sobre todo de dificultad de apreciar cuáles cosas se notan y cuáles no, por lo menos, por prudencia no debería uno hablar nunca de sí mismo, porque ése es un tema donde de seguro la visión nuestra y la ajena no coinciden nunca.
Como muy poca gente puede tener amistades de alcurnia y profunda cultura, resulta que, por milagro benéfico del amor propio, aquellas personas a quienes faltan esas cosas se consideran los más favorecidos, porque la óptica de las escalas sociales hace suponer a todos que la mejor posición es la que uno ocupa, y tiene por mucho más desgraciados, por mucho menos afortunados y dignos de compasión a los seres superiores a ellos, y los mientan y los calumnian sin conocerlos, así como los juzgaban y desdeñan sin haberlos comprendido. Y aún en los casos en que la multiplicación de los pocos méritos personales que uno tenga por el amor propio no baste para conquistar a cada cual la dosis de felicidad superior a la concedida a los demás, hay un cosas para colmar la diferencia, y es la envidia. Y si la envidia se expresa en frases desdeñosas, hay que traducir un <<no quiero tratarle>>. Sabe uno que eso no es verdad, pero, sin embargo, no se dice por mero artificio, se dice porque se siente, y ya eso basta para suprimir las distancia, esto es, para ser feliz.
Todo lo que tenía, ideas, obras y las demás cosas, que estimaba en mucho menos, habríalo dado con alegría a alguien capaz de comprenderlo. Pero a falta de sociedad soportable vivía Elstir aislado, de un modo selvático, y a ese género de vida le llamaba la gente elegante pose; los poderes públicos, mala índole; los vecinos, locura, y la familia, egoísmo y orgullo.
... A fuerza de practicar la soledad llegó a enamorarse de ella, como ocurre con toda gran cosas que empezó por darnos miedo porque sabíamos que era incompatible con otras insignificantes a las que teníamos apego, esas cosas de las cuáles parece que nos priva la soledad, cuando en realidad lo que hace es quitarnos el cariño a ella. Y antes de conocer la soledad, toda nuestra preocupación estriba en saber hasta qué punto será conciliable con ciertos placeres que dejan de ser tales en cuanto trabamos conocimiento con ella.
Ya entreví yo antes, en los Campos Elíseos, una cosa de la que más tarde pude darme cuenta mejor, y es que cuando se está enamorado de una mujer se proyecta sencillamente sobre ella un estado de nuestra alma; por consiguiente, lo importante no es el valor de una mujer, sino la profundidad de dicho estado de ánimo.
Los nombres que designan a las cosas responden siempre a una noción de la inteligencia ajena a nuestras verdaderas impresiones y que nos obliga a eliminar de ellas todo lo que no se refiera a la dicha noción.
... porque así ocurre en el amor: a las aportaciones que proceden de nosotros mismos triunfan... sobre las que nos vienen del ser amado. Y esto es cierto aún en los amores más efectivos. Los hay, hasta entre aquellos que ya tuvieron cumplimiento carnal, que pueden no sólo formarse, sino subsistir alrededor de muy poca cosa.
No hay hombre -me digo-, por sabio que sea, que en alguna época de su juventud no haya llevado una vida o no haya pronunciado unas palabras que no le gusta recordar y que quisiera ver borradas. Pero en realidad no debe sentirlo del todo, porque no se puede estar seguro de haber llegado a la sabiduría, en la media de lo posible, sin pasar por todas las encarnaciones ridículas y odiosas que la preceden. Ya sé que hay muchachos, hijos y nietos de hombres distinguidos, con preceptores que les enseñan nobleza de alma y elegancia moral desde la escuela. Quizá no tengan nada que tachar de su vida, acaso pudiesen publicar sobre su firma todo lo que han dicho en su existencia, peros son pobres almas, descendientes sin fuerza de gente doctrinaria, y de una sabiduría negativa y estéril. La sabiduría no se transmite, es menester que la descubra uno mismo después de un recorrida que nadie puede hacer en nuestro lugar, y que no nos puede evitar nadie porque la sabiduría es una manera de ver las cosas. Las vidas que usted admira, esas actitudes que le parecen nobles, no las arreglaron el padre de familia o el preceptor: comenzaron de muy distinto modo, sufrieron la influencia de lo que tenían alrededor, bueno o frívolo. Representan un combate y una victoria. Comprendo que ya no reconozcamos la imagen de lo que fuimos en un primer período de la vida y que nos sea desagradable. Pero no hay que renegar de ella, porque es un testimonio de que hemos vivido de verdad con arreglo a las leyes de la vida y del espíritu y que de los elementos comunes de la vida, de la vida de los estudios de pintor, de los grupos artísticos, si de un pintor se trata, hemos sacado alguna cosa superior.
... porque la existencia apenas si tiene interés más que en esos días en que el polvo de las realidades está mezclado con un poco de arena mágica cuando un vulgar incidente de la vida se convierte en episodio novelesco.
En el momento de ir a realizar un ansiado viaje, mientras que la inteligencia y la sensibilidad empiezan a preguntarse si realmente vale la pena viajar, la voluntad, sabedora de que esos dos amos ociosos otra vez considerarían tal viaje como cosa maravillosa en caso de que no se llegara a efectuar, las deja divagar delante de la estación y entregarse a múltiples vacilaciones; y ella va tomando los billetes y nos coloca en el vagón para cuando llegue la hora de la marcha. Todo lo que tienen de mudables sensibilidad e inteligencia lo tiene ella de firme; pero como es callada y no expone sus motivos, parece casi que no existe, y las demás partes de nuestra personalidad obedecen las decisiones de la voluntad sin darse cuenta, mientras que en cambio perciben muy bien sus propias incertidumbres.
Es un hecho constantemente observado en la vida corriente que la persona a quien van dirigidas nuestras palabras las llena de una significación que extrae ella de su propia sustancia y que es muy distinta de aquella con que nosotros las pronunciamos.
Los seres que tienen la posibilidad de vivir para sí mismos... tienen también el deber de vivir para sí mismos; y la amistad es una dispensa de ese deber, una abdicación personal. La conversación, el modo de expresión de la amistad, es una divagación superficial que no nos deja nada que ganar... Y la amistad no sólo carece de virtualidad, como la conversación, sino que además es funesta. Porque la impresión de aburrimiento, es decir, de quedarse en la superficie de sí mismo, en vez de continuar los viajes de exploración por dentro de las profundidades... En la vida que con tal amigo vivía yo me veía delicadamente resguardado de la soledad, con noble deseo de sacrificarme por él, es decir, incapaz de realizarme a mí mismo. Pero, por el contrario, junto a aquellas muchachas, si bien el placer que yo gozaba era egoísta, por lo menos no se basaba en esa mentira que tiene la pretensión de hacernos creer que no estamos irremediablemente solos, mentira que nos impide reconocer que cuando estamos hablando con otros no somos nosotros los que hablamos, sino que entonces somos hechura de los extraños y no hechura de nuestro yo, tan diferente de ellos.
... Los padres dan algo más de ese gesto habitual que constituye las facciones y la voz: dan determinadas manera de hablar, frases consagradas, que, tan inconscientes como una entonación y casi tan profundas, indican asimismo un modo de ver la vida.
Y a fin de cuentas, esto de acercarse a las cosas y personas que desde lejos nos parecieron bellas y misteriosas, lo bastante para darnos cuenta de que no tienen ni misterio ni belleza, es un modo como otro cualquiera de resolver el problema de la vida; es uno de los métodos higiénicos que podemos elegir, no muy recomendable, pero nos da cierta tranquilidad para ir pasando la vida y también para resignarnos a la muerte, porque como nos convence de que ya hemos llegado a lo mejor y de que lo mejor no era una gran cosa, viene a enseñarnos a no echar nada de menos.
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