Suele suceder así: cuando menos
te los esperas, cuando mayor es tu confianza, mientras son otras las preocupaciones
que te absorben. Es ahí donde nos aguarda, sin piedad, el heraldo oscuro que
sabemos que anda siempre al acecho y del que preferimos no hacer mucha cuenta,
dándole así el privilegio de sorprendernos y desarbolarnos. Sin previo aviso
llega y dice nuestro nombre. Y sólo entonces recordamos que no somos más que
hojas que el viento levanta, sostiene en el aire y al final del vuelo, largo o
corto, alto o bajo, devuelve sin más a la tierra.
En el país donde vivo la pena de
muerte está felizmente desterrada, y nadie, por dura y amarga que sea su
suerte, tiene derecho a aplicársela a otro. Quizá sea esta una construcción
burguesa, destinada a encubrir los abusos de las clases dirigentes ajo una capa
de humanitarismo superficial; en todo caso, es un argumento coherente y
consistente en sí mismo, y me sirve para el día a día; algo más que todas esas
utopías inflamadas que, la Historia lo demuestra, conducen a una y otra vez a
policía políticas, privaciones y mazmorras donde la vida no vale nada, en
beneficio de cuatro espabilados que pastan a placer en nombre del pueblo.
Ya no confiesa casi nadie. Eso
era de cuando se creía en la culpa. Cuando alguien creía aún tener la culpa de
algo, quiero decir. Ahora todo el mundo tiene una justificación, o un culpable
alternativo.
Antes de pagar el libro, me
detuve a hojearlo, esa sensación cada vez más olvidada de examinar un objeto
potencialmente valioso, en la propia mano y hecho de materia ante uno, en lugar
de revisar una ficha digital en una página web que sólo ofrece la imagen de una
portada y cada como mucho un extracto o un avance. Quizá ese hábito cada vez
más extendido en todos los órdenes de la vida, y no sólo en el comercio de
libros, nos haya conducido a un pensamiento cada vez más hecho de sinopsis y de
tráileres, sin una verdadera profundidad, sin la entrega de tiempo, y, al
tiempo, la combinación de conjunto y detalle que lleva a entender de verdad las
cosas.
Me dije que tampoco me iba a ser
lícito borrar de mi memoria a quella gente que había sido capaz de ver a un
niña arrastrarse sin acercarse a socorrerlo; aquella gente que nos miraba desde
lejos y desde fuera, que no sentía nada o que a lo mejor creía tener -o tenía,
qué más daba- la excusa del horror y del miedo para abstenerse de comportarse
como dictaba el imperativo de la más elemental misericordia. Porque ellos, su
inacción, su silencio, su bendición implícita, era el mal tanto como el odio y
el gatillo y la pólvora que habían empujado las balas.
(...) cambiaron el significado
normal de las palabras en relación con los hechos, para que se ajustaran a lo
que querían que dijeran... cuenta que quieres actuaban de forma temeraria y
atolondrada pasaron a ser ensalzados por ser más leales al partido que el resto.
En cambio, quien se mostró prudente pasó a ser considerado cobarde, quien pedía
moderación se vio acusado de ser poco hombre, y a quien apostó por la
inteligencia le achacaron incapacidad para la acción. El que se dejaba llevar
por la ira era el que se creía digno de confianza, y el que no, sospechoso. A quien
se adelantaba a intrigar, a hacer el mal, o empujar a otro a hacerlo, era al
que se respetaba, por astuto... los vínculos de sangre llegaron a ser más
débiles que los de partido, porque el partido no se fundaba en el bien común,
que es lo que inspira las leyes, sino en la codicia y la ambición de poder que
animan a los hombres a infringirlas, y entre ellos muchos prefieren creerse
listos cuando son unos canallas, antes que dejar que los llamen cándidos por
ser personas de bien. El poder y la ventaja sobre el resto se convirtieron, así
según él, en el mejor sostén del fanatismo. Y quienes cometían acciones más
odiosas más renombre alcanzaban, y quienes eran más mediocres se imponían una y
otra vez, porque a ellos no les temblaba nunca el pulso a la hora de actuar.