Los jurados no siempre comprendían lo que quería decir el Fiscal. Él había leído demasiado y ellos, demasiado poco.
Por orgullo y por estupidez, todo un país estaba dispuesto a arrojarse al cuello de otro. Los padres azuzaban a los hijos. Los hijos azuzaban a los padres. Sólo las mujeres, madres, esposas o hijas, presenciaban aquello con el pálpito de la desgracia en el corazón y una lucidez que les hacía ver mucho más allá de aquellas tardes de gritos de júbilo, rondas para todos y canciones patrióticas que hacían zumbar los oídos y temblar la verde fronda de los castaños.
El alcalde arrastraba los pies por el barro de las calles. Ella los posaba apenas sobre la tierra esponjada por el agua, sorteando los charcos con pequeños saltos, como si jugara a trazar el rastro de un grácil animal sobre el suelo empapado.
Pero me decía que había tiempo. Ésa es la gran estupidez del ser humano, decirse siempre que hay tiempo, que podrá hacer esto o lo otro mañana, dentro de tres días, el año que viene, dos horas más tarde... Y luego todo se muere, y nos vemos siguiendo ataúdes, lo que no facilita la conversación.
A lo lejos, la línea del frente se confundía con la del cielo de tal modo que por momentos parecía que varios soles se alzaran al mismo tiempo y volvieran a caer con un ruido de cohete fallido. La guerra desplegaba su pequeño carnaval viril a lo largo de kilómetros, y desde donde estábamos parecía un simulacro organizado en un decorado para enanos de cierto. Todo era muy pequeño. La muerte no soportaba tanta pequeñez, y se marchaba llevándose todo su cargamento de dolor, de cuerpos destrozados y gritos perdidos, de hambre y miedo en el estómago, de tragedia.
Al menos una vez en su vida estuvo a la altura de su condición de hombre. ¿Quién puede decir tanto?
La muerte me ha dejado al menos eso, que nada puede arrebatarme, aunque el tiempo me haya robado su rostro, que me esfuerzo en recobrar tal como realmente era, si bien a veces, a modo de recompensa, se me concede vislumbrarlo en los reflejos del vino que bebo.