Probablemente el primer tramo del siglo XXI será visto algún día como un periodo de particular ceguera, arrogancia y fatuidad. Hace poco hablé, ya digo, de las ínfulas de quienes se permiten suprimir de los textos de Mark Twain las palabras que hoy consideran “inconvenientes”, o de las consejerías andaluzas que deciden eliminar la legendaria frase de la madre de Boabdil (“No llores como mujer, etc”) porque menoscaba, según ellas, a todo el sexo femenino. Pero la plaga de engreimiento -es engreimiento y soberbia enmendarles la plana a los muertos, tachar lo que otros escribieron, modificar y falsear los hechos para adecuarlos a nuestro gusto- va mucho más lejos, y alcanza cotas ilusas para mí casi inconcebibles. Se pretende que se anulen consejos de guerra y juicios y que de ese modo se “rehabilite” a quienes los padecieron, lo cual, para empezar, es del todo imposible: si a un militar leal a la República lo juzgaron y condenaron los traicioneros sublevados franquistas, precisa y grotescamente por “traición”, ese hecho es inamovible, y que ahora venga un tribunal militar de 2011, que nada tiene que ver con uno ilegítimo de 1936, y deje “sin efecto” aquella condena, es sencillamente inviable y un brindis al sol, del mismo modo que la actual Iglesia Católica no está capacitada para “desagraviar” a Galileo, al cual sentenciaron quienes la representaban hace cerca de cuatro siglos. Tanto él como ellos llevan muertos casi otro tanto, y al uno como a los otros les trae por fuerza sin cuidado lo que unos fatuos actuales dictaminen a estas alturas, más que nada como gesto publicitario. No se puede deshacer lo hecho, y esto lo saben hasta los niños pequeños.
Una de las más recientes pavadas en este campo “intervencionista” y hueco ha sido la propuesta del Gobernador saliente de Nuevo México, Bill Richardson, de indultar póstumamente al neoyorquino William H Bonney, más conocido como Billy el Niño. Muy póstumamente en verdad, ya que, como se sabe, el sheriff Pat Garrett lo despachó a tiros del mundo en 1881, en Fort Sumner. Al parecer el Gobernador de entonces, Lewis Wallace (autor de la novela Ben-Hur y por tanto hombre de dinero y de fe a buen seguro), incumplió un trato que había hecho con el bandolero en 1879: dejarlo legalmente limpio a cambio de que testificara en el juicio por un asesinato que había presenciado, a lo que Bonney se avino. La falta de palabra de Wallace lo llevó a huir y a cargarse de paso a un par de individuos más. Al fin y al cabo seguía siendo un proscrito, pese a su colaboración y a su pacto, que la otra parte no respetó. De perdidos al río, supongo, que se dice en español.
Tras variadas dudas y un aluvión de emails procedentes de todo el mundo pronunciándose a favor o en contra del indulto (asombra la cantidad de tiempo libre de que disponen cantidades masivas de personas), Richardson consultó a unos nietos y biznietos de Garrett, los cuales, por razones tan obvias como vanidosas como pueriles, se opusieron tajantemente al perdón. El Gobernador no se ha atrevido a contravenir sus deseos, y ha añadido que al fin y al cabo el famoso bandido se había dedicado “al pillaje, al saqueo y al asesinato, tanto de quienes se lo merecían como de inocentes”. Llama la atención que este clarividente político de 2011 sepa qué víctimas se merecieron la muerte y cuáles no, pese a ser todas anteriores a 1881. Pero es lo de menos. Ni a los huesos de Billy el Niño ni a su variable leyenda les pueden inmutar lo más mínimo las decisiones muy póstumas de un Gobernador con ánimo de adornarse y de decir la última palabra sobre algo que no lo concierne y que no está en su mano cambiar. El propio Billy the Kid, a los veintiún años con que murió, sabía de qué iba el asunto mucho mejor que tanto presuntuoso adulto actual. En una entrevista quizá auténtica que el mismo año de su muerte le hizo en la cárcel un periodista de The Texas Star, al llamarle éste “Billy”, lo corrigió de inmediato: “Mr Bonney, por favor”. Y cuando el reportero le preguntó, hacia el final: “Y en cuanto a usted, ¿cree que perdurará en la memoria de la gente?”, respondió sin vacilar: “Estaré con el mundo hasta que éste muera”. Me pregunto qué diablos puede hacer para alterar eso cualquier soberbio enmendador de nuestro tiempo.