viernes, 7 de noviembre de 2025

La piel del tambor. Arturo Pérez-Reverte (relectura)


Para Lorenzo Quart la fe era un concepto relativo, y monseñor Spada no erraba mucho al motejarlo, bromeando sólo a medias, de buen soldado. Su credo consistía menos en la admisión de verdades reveladas que en actuar con arreglo al supuesto de tener fe, sin que ésta fuese imprescindible en el conjunto. Considerada desde ese punto de vista, la Iglesia Católica le había ofrecido desde el principio lo que a otros jóvenes la milicia: un lugar donde, a cambio de no cuestionar el concepto, uno encontraba la mayor parte de los problemas resueltos por el reglamento. En su caso, aquella disciplina oficiaba en lugar de la fe que no tenía.

 

El padre pertenecía a una especie casi desaparecida: viejos curas campesinos que se ordenaban sin disciplina y sin vocación, con el único objeto de escapar a la miseria y la pobreza, y que todavía se asilvestraban más en parroquias rurales dejadas de la mano de dios. Añada a eso un tremendo orgullo que lo vuelve incontrolable, y que ha terminado por hacerle perder el sentido del mundo en que vive… en otro tiempo lo habríamos fulminado en el acto, o enviado a América, a ver si Dios Nuestro _Señor lo llamaba a su seno merced a una fiebres en el Dañen, mientras convertía indígenas a golpes de crucifijo en el lomo. Pero ahora hay que tener mucho tiento, con los periodistas y la política que lo complican todo.

 

Quart detestaba con todas sus fuerzas y toda su memoria aquella tosquedad, la pobreza de espíritu, la misma limitación oscura y miserable, misa de madrugada, siesta en la mecedora oliendo a cerrado y a sudor, rosario a las siete, chocolate con las beatas, un gato en el portal, un ama o una sobrina que de un modo u otro aliviarán la soledad o los años. Y después el final: la demencia senil, la consunción de una vida estéril y sórdida en un asilo con la sopa cayéndole entre las encías desdentadas. Para mayor gloria de Dios.

 

Contempló de nuevo la imagen. En todo caso, aquel Nazareno los tenía bien puestos. Nadie podía avergonzarse de enarbolar su cruz como bandera. A menudo sentía nostalgia de aquella otra clase de fe, o tan sólo de la fe a secas; cuando hombres negros de polvo y de sol bajo una cota de  malla gritaban el nombre de Dios y entraban en combate impulsados por la esperanza de abrirse camino a mandobles hacia el Cielo y la vida eterna.

 

En torno a Cristo, protegido por una urna de cristal, colgaba medio centenar de polvorientos exvotos: manos, piernas, ojos, cuerpos de niños de latón y cera, trenzas de cabello, cartas, cintas, notas y placas agradeciendo tal curación o cual remedio. Incluso una vieja medalla militar de la guerra de África atada con las flores secas e un ramo de novia. Como cada vez que tropezaba con semejantes muestras de devoción, Quart se preguntó cuántas angustias, noches en vela junto a un leche de enfermo oraciones, historias de dolor, esperanza, muerte y vida, había en cada uno de aquellos objetos que, a diferencia de otros párrocos ás a tono con los tiempos, don Príamo Ferro conservaba junto al Jesús Nazareno de su pequeña iglesia. Era la religión de antes, la de siempre, la del sacerdote de sotana y latín, intermediario imprescindible entre el hombre los grandes misterios. La iglesia del consuelo y la fe, cuando las catedrales, las vidrieras góticas, los retablos barrocos, las imágenes y las pinturas que mostraban la gloria de Dios cumplían la misión desempeñada ahora por las pantallas de los televisores: tranquilizar al hombre ante el horror de su propia soledad, de la muerte y del vacío.

 

Defendemos de la Santa Madre Iglesia -dijo por fin, sin volverse-. Tan católica, apostólica y romana que ha terminado traicionando su mensaje original. Con la Reforma perdió la mitad de Europa, y en el siglo XVIII excomulgó a la Razón. Cien años más tarde perdió a los trabajadores, que comprendieron que estaba del lado de los amos y los opresores. En este siglo que termina está perdiendo a la juventud y a las mujeres.

 

Lo que en ese momento importaba menos era que hubiese o no, en alguna parte, un Dios dispuesto a impartir premios y castigos, condenación o vida eterna. Lo que contaba en aquel silencio donde la voz recia del padre Ferro desgranaba la liturgia era los rostros graves, tranquilos, pendientes de sus manos y su voz, murmurando con el oficiante palabras, comprendidas o no, que se resumían en una sola: consuelo.

 

La vida y el mundo son el sueño de un dios ebrio, que escapa silencioso del banquete divino y se a dormir a una estrella solitaria, ignorando que crea cuanto sueña… y las imágenes de ese sueño se presentan, ahora con una abigarrada extravagancia, ahora armoniosas y razonables… La Ilíada, Platón, la batalla de Maratón, la Venus de Médicis, el Munster de Estrasburgo, la Revolución francesa, Hegel, los barcos de vapor, son pensamientos desprendidos de ese largo sueño. Pero un día el dios despertará frotándose los ojos adormilados, sonreirá, y nuestro mundo se hundiera en la nada sin haber existido jamás…

 

- ¿Cómo preservar, entonces -prosiguió el párroco-, el mensaje de la vida en un mundo que lleva el sello de la muerte?... El hombre se extingue, sabe que se extingue, sabe que se extingue, y que, a diferencia de reyes, papas y generales, no quedará ninguna memoria d él. Tiene que haber algo más, se dice. De lo contrario, el Universo es una broma de mal gusto; un caos desprovisto de sentido. Y la fe se convierte en una forma de esperanza. Un consuelo. Quizá por eso ya ni el Santo Padre cree en Dios.

 

La desesperanza de la inteligencia.

 

Aunque mucho me temo que a mi edad ya no soy una prueba para el celibato de nadie… Es duro, ¿sabe?, para cualquier mujer, darse cuenta de que ha perdido su atractivo para siempre.

 

Pocas cosas hay más trágicas en la vida como descubrir algo a destiempo.

 

-Ciertos mundos no terminan con terremotos, ni estrépitos formidables -la septuagenaria miraba a Quart con aire de duda, preguntándose si era capaz de comprender sus palabras-. Se limitan a extinguirse en silencio, con un discreto ay.

 

-Dígame que somos. Qué papel jugamos aquí, en todo ese escenario que se extiende sobre nuestras cabezas. Qué significan nuestras vidas miserables, nuestros afanes… ¿En qué lugar de esa bóveda celeste residen los sentimientos, la compasión, el cálculo de nuestras pobres vidas, la esperanza? – otra vez sonó la risa queda, áspera, intranquilizadora-… Aunque brillen supernovas y agonicen estrellas, mueran y nazcan planetas, todo seguirá girando, con apariencia inmutable, cuando nos hayamos ido.