Para Lorenzo Quart la fe era un
concepto relativo, y monseñor Spada no erraba mucho al motejarlo, bromeando
sólo a medias, de buen soldado. Su credo consistía menos en la admisión de
verdades reveladas que en actuar con arreglo al supuesto de tener fe, sin que ésta
fuese imprescindible en el conjunto. Considerada desde ese punto de vista, la
Iglesia Católica le había ofrecido desde el principio lo que a otros jóvenes la
milicia: un lugar donde, a cambio de no cuestionar el concepto, uno encontraba la
mayor parte de los problemas resueltos por el reglamento. En su caso, aquella
disciplina oficiaba en lugar de la fe que no tenía.
El padre pertenecía a una especie
casi desaparecida: viejos curas campesinos que se ordenaban sin disciplina y
sin vocación, con el único objeto de escapar a la miseria y la pobreza, y que
todavía se asilvestraban más en parroquias rurales dejadas de la mano de dios.
Añada a eso un tremendo orgullo que lo vuelve incontrolable, y que ha terminado
por hacerle perder el sentido del mundo en que vive… en otro tiempo lo
habríamos fulminado en el acto, o enviado a América, a ver si Dios Nuestro
_Señor lo llamaba a su seno merced a una fiebres en el Dañen, mientras convertía
indígenas a golpes de crucifijo en el lomo. Pero ahora hay que tener mucho tiento,
con los periodistas y la política que lo complican todo.
Quart detestaba con todas sus
fuerzas y toda su memoria aquella tosquedad, la pobreza de espíritu, la misma
limitación oscura y miserable, misa de madrugada, siesta en la mecedora oliendo
a cerrado y a sudor, rosario a las siete, chocolate con las beatas, un gato en
el portal, un ama o una sobrina que de un modo u otro aliviarán la soledad o
los años. Y después el final: la demencia senil, la consunción de una vida
estéril y sórdida en un asilo con la sopa cayéndole entre las encías
desdentadas. Para mayor gloria de Dios.
Contempló de nuevo la imagen. En todo
caso, aquel Nazareno los tenía bien puestos. Nadie podía avergonzarse de
enarbolar su cruz como bandera. A menudo sentía nostalgia de aquella otra clase
de fe, o tan sólo de la fe a secas; cuando hombres negros de polvo y de sol
bajo una cota de malla gritaban el nombre
de Dios y entraban en combate impulsados por la esperanza de abrirse camino a
mandobles hacia el Cielo y la vida eterna.
En torno a Cristo, protegido por
una urna de cristal, colgaba medio centenar de polvorientos exvotos: manos,
piernas, ojos, cuerpos de niños de latón y cera, trenzas de cabello, cartas, cintas,
notas y placas agradeciendo tal curación o cual remedio. Incluso una vieja
medalla militar de la guerra de África atada con las flores secas e un ramo de
novia. Como cada vez que tropezaba con semejantes muestras de devoción, Quart
se preguntó cuántas angustias, noches en vela junto a un leche de enfermo
oraciones, historias de dolor, esperanza, muerte y vida, había en cada uno de
aquellos objetos que, a diferencia de otros párrocos ás a tono con los tiempos,
don Príamo Ferro conservaba junto al Jesús Nazareno de su pequeña iglesia. Era la
religión de antes, la de siempre, la del sacerdote de sotana y latín,
intermediario imprescindible entre el hombre los grandes misterios. La iglesia
del consuelo y la fe, cuando las catedrales, las vidrieras góticas, los
retablos barrocos, las imágenes y las pinturas que mostraban la gloria de Dios cumplían
la misión desempeñada ahora por las pantallas de los televisores: tranquilizar
al hombre ante el horror de su propia soledad, de la muerte y del vacío.
Defendemos de la Santa Madre
Iglesia -dijo por fin, sin volverse-. Tan católica, apostólica y romana que ha
terminado traicionando su mensaje original. Con la Reforma perdió la mitad de
Europa, y en el siglo XVIII excomulgó a la Razón. Cien años más tarde perdió a
los trabajadores, que comprendieron que estaba del lado de los amos y los
opresores. En este siglo que termina está perdiendo a la juventud y a las
mujeres.
Lo que en ese momento importaba
menos era que hubiese o no, en alguna parte, un Dios dispuesto a impartir
premios y castigos, condenación o vida eterna. Lo que contaba en aquel silencio
donde la voz recia del padre Ferro desgranaba la liturgia era los rostros graves,
tranquilos, pendientes de sus manos y su voz, murmurando con el oficiante
palabras, comprendidas o no, que se resumían en una sola: consuelo.
La vida y el mundo son el sueño
de un dios ebrio, que escapa silencioso del banquete divino y se a dormir a una
estrella solitaria, ignorando que crea cuanto sueña… y las imágenes de ese
sueño se presentan, ahora con una abigarrada extravagancia, ahora armoniosas y
razonables… La Ilíada, Platón, la batalla de Maratón, la Venus de Médicis, el
Munster de Estrasburgo, la Revolución francesa, Hegel, los barcos de vapor, son
pensamientos desprendidos de ese largo sueño. Pero un día el dios despertará
frotándose los ojos adormilados, sonreirá, y nuestro mundo se hundiera en la
nada sin haber existido jamás…
- ¿Cómo preservar, entonces -prosiguió
el párroco-, el mensaje de la vida en un mundo que lleva el sello de la
muerte?... El hombre se extingue, sabe que se extingue, sabe que se extingue, y
que, a diferencia de reyes, papas y generales, no quedará ninguna memoria d él.
Tiene que haber algo más, se dice. De lo contrario, el Universo es una broma de
mal gusto; un caos desprovisto de sentido. Y la fe se convierte en una forma de
esperanza. Un consuelo. Quizá por eso ya ni el Santo Padre cree en Dios.
La desesperanza de la inteligencia.
Aunque mucho me temo que a mi
edad ya no soy una prueba para el celibato de nadie… Es duro, ¿sabe?, para
cualquier mujer, darse cuenta de que ha perdido su atractivo para siempre.
Pocas cosas hay más trágicas en
la vida como descubrir algo a destiempo.
-Ciertos mundos no terminan con
terremotos, ni estrépitos formidables -la septuagenaria miraba a Quart con aire
de duda, preguntándose si era capaz de comprender sus palabras-. Se limitan a
extinguirse en silencio, con un discreto ay.
-Dígame que somos. Qué papel
jugamos aquí, en todo ese escenario que se extiende sobre nuestras cabezas. Qué
significan nuestras vidas miserables, nuestros afanes… ¿En qué lugar de esa
bóveda celeste residen los sentimientos, la compasión, el cálculo de nuestras
pobres vidas, la esperanza? – otra vez sonó la risa queda, áspera,
intranquilizadora-… Aunque brillen supernovas y agonicen estrellas, mueran y
nazcan planetas, todo seguirá girando, con apariencia inmutable, cuando nos
hayamos ido.
