No sirve de nada
afirmar que para los seres humanos debe suponer satisfacción suficiente el
haber alcanzado la tranquilidad. Necesitan acción, y si no consiguen hallarla,
la inventan. Existen millones de ellos condenados a una existencia más mortecina
que la mía, pero otros tantos millones se rebelan en silencia contra su sino.
Nadie puede calcular cuántas rebeliones, dejando aparte las políticas,
fermentan entre el amasijo de seres vivos que pueblan la tierra. Se da por
supuesto que las mujeres son más tranquilas en general, pero ellas sienten lo
mismo que los hombres; necesitan ejercitar y poner a prueba sus facultades, en
un campo de acción tan preciso para ellas como para sus hermanos. No pueden
soportar represiones demasiado severas ni un estancamiento absoluto, igual que
les pasa a ellos. Y supone una gran estrechez de miras por parte de algún
ilustre congénere del sexo masculino opinar que la mujer debe limitarse a hacer
repostería, tejer calcetines, tocar el piano y bordan bolsos. Condenarlas o
reírse de ellas cuando pretenden aprender más cosas o dedicarse a tareas que se
han declarado impropias de su sexo es fruto de la necedad.
Cuando se sienta
tentada por el error, señorita Eyre, que el miedo a los remordimientos le sirva
de freno. Los remordimientos son el veneno de la vida.
Toma un día, divídelo
en porciones y asígnele una tarea distinta a cada una. No dejes ni un cuarto de
hora ni diez minutos ni cinco sueltos en manos del ocio, inclúyelos todos.
Cumple cada cometido a su tiempo con precisión metódica. El día habrá acabado
antes de que llegues a darte cuenta de que empezó, y no tendrás que agradecerle
a nadie que te ayudara a llenar un minuto; no necesitarás implorar la compañía
de nadie, ni su charla, ni su simpatía ni su clemencia.
Haber cedido a la
primera hubiera significado un error de principios, en la segunda, un error de
cálculo.
Ya se sabe que los
prejuicios son muy difíciles de arrancar de algunos corazones cuyo suelo no ha
sido abonado por la educación, crecen y arraigan allí como la mala hierba entre
las piedras.
Observar leyes y principios
cuando no hay asomo de tentación ¿qué mérito tiene? Lo que cuenta es respetarlos
en momentos como éste, cuando alma y cuerpo se amotinan contra su rigor. Cuanto
más estrictos me parezcan, más inviolables los consideraré. Si los rompiera, a
favor de mi gusto, de qué valdrían entonces.
No hay despropósito
ni estupidez que no sea capaz de cometer un hombre acuciado por la lujuria, las
inconsistentes rivalidades, los arrebatos y la ceguera de la juventud.