Pero, dígame, ¿qué otra cosa significa ser adulto sino hacer por compromiso, por diplomacia, a diario, lo que a uno no le gusta o es contrario a sus deseos y convicciones?
martes, 24 de septiembre de 2024
miércoles, 18 de septiembre de 2024
El séptimo velo. Juan Manuel de Prada.
Cuando las personas
que amamos son ya ancianas o llevan largo tiempo consumidas por la enfermedad,
tendemos a representarnos anticipadamente su muerte, en un ejercicio mental
preparatorio, el avance minucioso de las arrugas, la pérdida inexorable de
facultades, los estragos de la decrepitud, en esos meses o años de convivencia
previa con la muerte, apreciamos y valoramos lo que pronto perderemos y
aprendemos a encarar ese futuro más o menos próximo en que faltarán. Nuestra
piedad actúa como un mecanismo de defensa, previniéndonos contra su muerte, y
así, las lloramos antes de tiempo, honramos su memoria antes de tiempo, nos
atribulamos y desesperamos antes de tiempo, porque sabemos que ese dolor
sostenido, consuetudinario casi, nos herirá más livianamente que el dolor
abrupto que sobrevive a una pérdida que hemos preferido ignorar.
Sentado ante su
cadáver en la habitación penumbrosa de la funeraria traté de rescatar ese
depósito de lágrimas, vergonzantes o tumultuosas, que se supone que un hijo
debe derramar, como testimonio secreto de gratitud, antes de atender las
muestras de condolencia de familiares y amigos en el velatorio. Pero mis
esfuerzos resultaron vanos. El dolor permanecía ahí, escondido en alguna fibra
de mi sensibilidad, pero era un dolor absorto, incluso resignado, mil veces
recreado por la imaginación, tan poco plañidero que podía confundirse con la
ausencia de dolor.
De esta corriente de
confianza mutua había quedado apartado mi padre desde el principio, no tanto
porque nosotros lo hubiésemos excluido sino más bien porque nunca había sido un
hombre preparado para tal intensidad de los afectos. Así, al menos, me lo había
tratado de explicar, por aquietar mi conciencia, durante todos aquellos años
que precedieron a la revelación que iba a trastornar mis precarias seguridades.
El amor que no se dice a sí mismo acaba pereciendo por asfixia o inanición, tal
vez por eso los enamorados se ensimisman en la repetición de unas fórmulas
rituales que actúan a modo de promesas renovadas. Y mi padre, que había sido
educado en la represión verbal de ciertos afectos, había mantenido siempre
conmigo una relación elusiva, huidiza, incluso avergonzada de sí misma. Tanto
que, a la postre, acabó convirtiéndose en una figura de autoridad más o menos
severa o permisiva a la que debía respecto, un borroso respeto que se había ido
desdibujando a medida que transcurrían los años, hasta convertirse en una
suerte de rutina moral, una de esas rutinas que engendran tedio y melancolía,
ni siquiera sentimiento de culpa, pues resultaba evidente en su austeridad que
era casi desapego.
… pero las sospechas, aunque crezcan sobre un
terreno más yermo que las certezas, aunque no las abones sino la ofuscada y
enferma imaginación, arraigan y crecen mucho más rápidamente.
Quizá la felicidad
consista, a la postre, en reconciliarnos con lo que verdaderamente somos, con
lo que verdaderamente fuimos.
El mundo tenebroso
que había logrado mantener a buen recaudo durante los últimos años, encerrado
en cámaras precintadas, reanudaba su carcoma, anegaba otra vez con su pujanza
cualquier vestigio de vida sensible, otra vez el rencor y el despecho y una
como ofendida perplejidad danzando en un aquelarre enloquecedor.
Nunca he sido persona
curiosa, ni siquiera inquisitiva, más bien al contrario, me he esforzado
siempre por rehuir las confidencias ajenas, por evitar los descargos de
conciencia, incluso cuando esos descargos y confidencias de algún modo no me
atañen, o sobre todo entonces.
Supongo que esta
actitud retraída me ha granjeado alguna malquerencia o animadversión y también
cierta fama de persona esquiva; pero a cambio me ha permitido vivir más
tranquilo, porque los secretos que llegamos a conocer mal de nuestro grado acaban
de algún modo infectando de malestar nuestros días, acaban removiendo ese mundo
tenebroso que hubiésemos preferido mantener anestesiado.
¿Nos llegaremos a
extinguir? Y antes de que acertara a contestar a su pregunta, que tal vez fuera
retórica o una forma velada de exorcismo, el padre Lucas murmuró:
En ese caso, quienes
vengan a sustituirnos serán mucho peores.
-Aprenderá a amarme.
Las mujeres, sobre todo si son jóvenes, confunden el amor con el
deslumbramiento. Pero con el tiempo…
-Con el tiempo llegan
a cogernos asco, si no nos aman desde el principio.
El otoño ya arañaba con
su herrumbre el cielo de París. Los atardeceres aún tenían una tibieza dulce,
como de oro viejo.
Ni las guerras ni los
años inventan nada en el espíritu de las personas; sus penalidades sirven, a la
postre, para que afloren pasiones y atavismos que ya estaban inscritos en su
naturaleza, en estado larvario, o reprimidos por las convenciones sociales: y
así, quien desiste o se rebela es porque antes ya escondía una inclinación
latente al desistimiento o la rebeldía, quien se enfanga o enaltece no hace
sino responder fatalmente a una vocación originaria. Esta certidumbre no incorporaba
ningún juicio o censura moral, sino más bien al contrario, un ingrediente de
compasión hacia la debilidad…
Quizá el amor no sea
sino el espejismo y fortaleza que brinda la agregación de dos debilidades.
La insistencia de
Jules al fin obtenía resultado, al fin rendía el baluarte de su sueño, y
durante los minutos que duraba su muta entrega dejaban ambos de llamarse Lucía y
Jules, dejaban de tener un solo nombre para tener todos los nombres del mundo,
herido por una misma luz blanca, traspasados por un mismo fuego que los fundía
en la íntima unidad del universo; y alcanzaban a comprender, en la fulguración
de un instante, que todo era una misma cosa; muerte y vida, posesión y pérdida,
pasado y futuro, todo giraba en un mismo carrusel ebrio de eternidad, y en el vertido
de ese giro llegaban a creerse inmortales, indestructibles como la mañana que
ya se posaba rendida en la sábanas.
La mente humana es
como Salomé al inicio de su danza, escondida del mundo exterior por siete velos
de reserva, timidez, miedo… Con sus amigos, un hombre normal se quita primero
un velo, luego otro, puede que hasta tres o cuatro en total. Con la mujer a la
que ama se quita cinco, o quizá seis si entre ellos existe gran confianza, pero
nunca los siete. A la mente humana también le gusta cubrir su desnudez y guardar
su intimidad para sí.
El punto de vista es
en sí mismo una mentira, una manipulación de la realidad.
Necesitamos culpables
nítidos, para que nuestra vida no se parezca demasiado a un sueño incoherente y
febril.
…valentía es, en la
mayoría de los hombres, una pasión que requiere el estímulo del gregarismo.
El olvido no es una enfermedad
de la memoria, sino una condición de su salud y de su vida.
Descubrieron que en
el interior de cada hombre y de cada mujer pervive un paraíso íntimo, un huerto
clausurado, donde la muerte no filtra su alienteo, donde el eco de la guerra no
se alcanza de oír, donde el león y el cordero puede retozar en paz, entregados
a mil gozosos coloquios, ensimismados en un tesoro de dichas que nunca dimite
de fulgor. Bastaba cerrar los ojos a todo lo demás, bastaba entregarse al éxtasis
de la carne y a la voluptuosidad de los sentidos para que esos amenos parajes
asomaran entre las ruinas de un mundo que había dejado de existir. Se amaban
sin rebozo y sin desconfianza, como se aman los animales, olvidados de sus garras,
o usándolas para hacer más encarnizado su amor. Ambos sabían que la razón podía
convertirlos en enemigos, a poco que hurgasen en sus respectivos pasados, a
poco que probaran a husmear en el desván donde habían arrumbado sus pecados
pretéritos, pero sobre esa tentación destructiva prevalecía la pura conformidad
de dos corazones latiendo al unísono, un pacto de sangre anheloso de ofrendarse
mutuamente que nadie podía romper, esa muda tan elocuente complicidad que une
con un deseo común al hombre que se entrega y a la mujer que consiente.
Jules la oía llorar
en el baño con un llanto pudoroso, vergonzante, casi inaudible entre el retemblar
de las tuberías, ese llanto cautivo de quienes ya saben que no hay agua que
lave las manchas del alma.
Las circunstancias
extraordinarias no transforman el alma de un hombre, sino que más bien decantan
aquello que permanecía oscuro o apenas formulado.