miércoles, 17 de enero de 2024

La tristeza del samurái. Víctor del Árbol.

Gabriel contempló el sobre en la mano de María.

—Si has venido hasta aquí, no deben de ser buenas noticias, de modo que poco podrías hacer.

María vio que a su padre se le nublaba la vista. Ya no era el héroe invencible e infalible de la infancia. Aparecía ante ella ahora el hombre simple, desnudo, lleno de heridas, de cardenales, de debilidades, de miserias y contradicciones. A veces, la intransigencia se hace callo, cicatrizan en falso todos los rencores y las decepciones, los reproches y los enfrentamientos, y ya no hay manera sincera de romper ese silencio ni esa distancia infinita, ni siquiera después de muertos, ni siquiera en el recuerdo.

 

Cuando un hombre muere, justa o injustamente, no ocurre nada especial. La vida sigue a su alrededor. El paisaje ni siquiera se altera un ápice, no hay más sitio en el mundo, si acaso un poco más de dolor en los que viven de cerca esa muerte. Pero incluso ese dolor es pronto olvidado por la perentoria necesidad de seguir viviendo, de trabajar, de recobrar la rutina.

 

¿Qué verdad?, dirán aquellos que viven escondidos detrás de las siglas y de las banderas, esos mismos que jamás vieron una cárcel porque huyeron con los bolsillos llenos a Francia cuando todo se perdió. Traerán con ellos a sus héroes, sus leyendas, sus mistificaciones. Acusarán a diestro y siniestro. Se llamarán demócratas y pondrán flores a sus muertos.

 

Cuando notamos cerca la muerte, necesitamos recogernos. Es inevitable pensar en lo que hemos hecho y dejado de hacer. Vemos en la muerte de otros nuestro final inevitable. Pero la verdad es que es un ejercicio del todo inútil. No se puede intelectualizar toda una vida de emociones y sentimientos, ni siquiera cuando tememos morir. Mi consejo, María, es que no se deje arrastrar por la melancolía ni por la nostalgia. Eso no hará más que traerle sufrimiento y malgastar el tiempo. No quería compartir con nadie aquel sentimiento. Se refugiaba en él y se aislaba del mundo del que ya no se sentía parte. Las personas que ya no tienen fe en su destino dejan de luchar, ya no moldean su vida y pasan a convertirse en testigos pasivos de sí mismos.