lunes, 28 de noviembre de 2022

En busca del tiempo perdido. Marcel Proust.

Por el camino de Swann.

Pero ni siquiera desde el punto de vista de las cosas más insignificantes de la vida somos los hombres un todo materialmente constituido, idéntico para todos, y del que cualquiera puede enterarse como de un pliego de condiciones o de un testamento; no, nuestra personalidad social es una creación del pensamiento de los demás.

Pero mi espíritu, en tensión por la preocupación, y convexo, como la mirada con que yo flechaba a mi madre, no se dejaba penetrar por ninguna impresión extraña. Los pensamientos entraban en él, sí, pero a condición de dejarse fuera cualquier elemento de belleza o sencillamente de diversión que hubiera podido emocionarme o distraerme.

Lo que a mí me parece mal en los periódicos es que soliciten todos los días nuestra atención para cosas insignificantes, mientras que los libros que contienen cosas esenciales no los leemos más que tres o cuatro veces en toda nuestra vida.

Hacía muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no, pero luego, sin saber por qué, olvidé mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas de bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que le causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. (...) Y otra vez me pregunto: ¿Cuál puede ser ese desconocido estado que no trae consigo nunca prueba lógica, sino la evidencia de su felicidad, y de su realidad junto a la que se desvanecen todas las restantes realidades? (...) Indudablemente, lo que sí palpita dentro de mi ser está la imagen y el recuerdo visual que, enlazado al sabor aquél, intenta seguirle hasta llegar a mí. (...) Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, (...) Pero cuando nada subsiste ya de uh pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.

Y después de haber rayado en todas direcciones el terciopelo morado del aire, se calmaban de pronto y volvían a absorberse en la torre, que de nefasta se había convertido en propicia, y unos cuantos, plantados aquí y allá, parecían inmóviles, cuando estaban quizá, atrapando a algún insecto en la punta de una torrecilla, lo mismo que una gaviota quieta, inmóvil con la inmovilidad del pescador;

Pero ningún sentimiento de los que nos causan la alegría o la desgracia de un personaje real llega a nosotros si no es por intermedio de una imagen de esa alegría o desgracia; la ingeniosidad del primer novelista estribó en comprender que, con en el conjunto de nuestras emociones la imagen es el único elemento esencial, una simplificación que consistiera en suprimir pura y simplemente los personajes reales significaría una decisiva perfección. Un ser real, por profundamente que simpaticemos con él, le percibimos en gran parte por medio de nuestros sentidos, es decir, sigue opaco para nosotros y ofrece un peso muerto que nuestra sensibilidad no es capaz de levantar.

... en la arena del centro del paseo una manga de riego, pintada de verde, iba serpeando, y en los sitios donde tenía agujeros lanzaba por encima de las flores, cuyo aroma impregnaba con su frescura, el abanico vertical y prismático de sus gotillas multicolores.

En verano el mal tiempo no es más que un enfado pasajero y superficial del buen tiempo, subyacente y fijo, muy distinto del buen tiempo del invierno, inestable y fluido, y que, al contrario de éste, se instala en la tierra, se solidifica en densas capas de hojarasca, por donde el agua puede ir resbalando sin comprometer la resistencia de su permanente alegría, y que iza por toda la temporada en las calles del pueblo, en los muros de las casas y de los jardines sus banderolas de seda violeta y blanca.

Y de ese modo (...) he aprendido a distinguir esos estados que se suceden en mi ánimo, durante ciertos períodos, y que se reparten cada uno de mis días, llegando uno de ellos a echar al otro con la puntualidad de la fiebre; estados contiguos, pero tan ajenos entre sí, tan faltos de todo medio de intercomunicación, que cuando me domina uno de ellos no puedo comprender, ni siquiera representarme, lo que deseé, temí o hice cuando me poseía el otro.

Las tres cuartas partes de los alardes de ingenio y las mentiras de vanidad que, rebajándose, prodigaron desde que el mundo es mundo los hombres, van dedicadas a gente inferior. Y Swann, que con una duquesa era descuidado y sencillo, se daba tono y tenía miedo de verse despreciado cuando tenía delante a una criada.

Y así, a una edad en que parece que buscamos ante todo en el amor un placer subjetivo, en el cual debe entrar en mayor proporción que nada la atracción inspirada por la belleza de una mujer, resulta que puede nacer el amor -el amor más físico- sin tener previamente y como base el deseo. en esa época de la vida, el amor ya nos ha herido muchas veces y no evoluciona él solo con arreglo a sus leyes desconocidas y fatales, por delante de nuestro corazón pasivo y maravillado. Le ayudamos nosotros, le falseamos con la memoria y la sugestión. Al reconocer a uno de sus síntomas, nos acordamos de los demás, los volvemos a la vida. Como ya tenemos su tonada grabada toda entera en nuestro ser, no necesitamos que una mujer nos la empiece a cantar por el principio -admirados ante su belleza- para poder seguir. Y si empieza por en medio -allí donde los corazones se van acercando y se habla de no vivir más que el uno para el otro-, ya estamos bastante acostumbrados a esa música para unirnos en seguida a nuestra compañera de canto en la frase donde ella nos espera.

... nunca sabía de modo exacto en qué tono tenía que contestarle a uno y si su interlocutor hablaba en broma o en serio. Y por si acaso, añadía a todos sus gestos la oferta de una sonrisa condicional y previsora, cuya expectativa agudeza le serviría de disculpa en caso de que la frase que le dirigían fuera chistosa y se le pudiera tachar de cándido. pero como tenía que afrontar la hipótesis opuesta, no dejaba que la sonrisa se afirmara claramente en su cara, por la que flotaba perpetuamente una incertidumbre donde podía leerse la pregunta que él no se atrevía a formular: "¿lo dice usted en serio?"

...y en efecto, así es como logró las cartas más cariñosas de Odette, una de ellas aquella que le mandó Odette desde la "Maison Dorée"; (precisamente el día de la fiesta París-Murcia, a beneficio de los damnificados por las inundaciones de Murcia).

La suerte está echada, y el ser que por entonces goza de nuestra simpatía se convertirá en el ser amado. Ni siquiera es menester que nos guste tanto o más que otros. Lo que se necesitaba es que nuestra inclinación hacia él se transformara en exclusiva. Y esa condición se realiza cuando -al echarle de menor- en nosotros sentimos, no ya el deseo de buscar los placeres que su trato nos proporciona, sino la necesidad ansiosa que tiene por objeto el ser mismos, una necesidad absurda que por las leyes de este mundo es imposible de satisfacer y difícil de curar: la necesidad insensata y dolorosa de poseer a esa persona.

Y es que una pasión acciona sobre nosotros como un carácter momentáneo y diferente que reemplaza al nuestro verdadero y suprime aquellas señales externas con que se exteriorizaba.

La mayoría de las personas que conocemos no nos inspira más que indiferencia; de modo que cuando en un ser depositamos grandes posibilidades de pena o de alegría para nuestro corazón, se nos figura que pertenece a otro mundo, se envuelve en poesía, convierte nuestra vida en una gran llanura donde nosotros no apreciamos más que la distancia que de él nos separa.

¡Con qué naturalidad nacen los besos en esos tiempos primero del amor! Acuden apretándose unos contra otros; y tan difícil sería contar los besos que se dan en una hora, como las flores de un campo en el mes de mayo.

Su suerte estaba ya unida al porvenir y a la realidad de nuestra alma, y era uno de sus particulares y característicos adornos. Acaso la nada sea la única verdad y no exista nuestro ensueño; pero entonces esas frases musicales, esas nociones que en relación a la nada existen, tampoco tendrán realidad. Pereceremos; pero nos llevamos en rehenes esas divinas cautivas, que correrán nuestra fortuna. Y la muerte con ellas parece menos amarga, menos sin gloria, quizá menos probable.

Aunque deseemos que las acciones que no nos agradan en una persona no sean genuinamente suyas, sin embargo, se presentan con tan coherente claridad, que nuestro deseo nada puede contra ella, y esa claridad nos indica lo que habrán de ser las acciones de esa persona el día de mañana, aunque sean contrarias a nuestros deseos.

En aquellos sitios donde había aún árboles con hojas, el follaje parecía sufrir como una alteración de su materia desde el momento que le tocaba la luz del sol, tan horizontal ahora por la mañana como lo estaría horas más tarde, cuando empezara el crepúsculo vespertino, que se enciende como una lámpara y proyecta a distancia sobre el follaje un reflejo artificial y cálido, haciendo llamear las hojas más alta de un árbol que no es ya más que el candelabro incombustible y sin brillo donde arde el cirio de su encendida punta.

A la sombra de las muchachas en flor.

Conviene observar que el carácter que mostramos en la segunda mitad de nuestra vida no es siempre, aunque muchas veces así ocurra, nuestro carácter primero, desarrollado o marchito, atenuado o abultado, sino que muchas veces es un carácter inverso, un verdadero traje vuelto del revés.

Indudablemente hay muy pocas personas que comprendan el carácter profundamente subjetivo de este fenómeno en que consiste el amor y cómo el amor es una especie de creación de una persona suplementaria distinta de la que lleva en el mundo el mismo nombre y que formamos con elementos sacados en su mayor parte de nuestro propio interior. Y por eso hay pocas personas a quienes les parezcan naturales las proporciones enormes que toma para nosotros un ser que no es el mismo que ellos ven.

... Es muy difícil para cualquiera calcular exactamente en qué escala ve sus palabras o sus movimientos otra persona; por miedo a exagerar nuestra importancia ampliando en enormes proporciones el campo en que tienen que extenderse los recuerdos del prójimo en el transcurso de su vida, nos imaginamos que las partes accesorias de nuestro hablar, de nuestras actitudes, apenas si penetran en la conciencia de nuestro interlocutor, y, por consiguiente, y con más motivo, que no se le quedan en la memoria.

... El prestigio de su nombre... realzaba su belleza y prolongaba su juventud.

Y la pena de los hombre que envejecen es el no soñar...

Nuestros anhelos van enredándose unos con otros, y en esta confusión de la vida es muy raro que una felicidad venga a posarse justamente encima del deseo que la llamaba.

Y ocurre igualmente que los productores de obras geniales no son aquellos seres que viven en el más delicado ambiente y que tienen la más lúcida de las conversaciones y la más extensa de las culturas, sino aquéllos capaces de cesar bruscamente de vivir para sí mismos y convertir su personalidad en algo semejante a un espejo, de tal suerte que su vida, por mediocre que sea en su aspecto mundano, y hasta cierto punto en el intelectual, vaya a reflejarse allí: porque el genio consiste en la potencia de reflexión y no en la calidad intrínseca del espectáculo reflejado.

Cuando la opinión de Bergotte se manifestaba contraria a la mía, no por eso me reducía al silencio y a la imposibilidad de contestar, como me hubiese ocurrido con el señor de Norpois. Lo cual no demuestra que las opiniones de Bergotte tuvieran menos valor que las del diplomático, al contrario. Una idea fuerte comunica al contradictor una parte de su fuerza. Como participa del valor universal del espíritu, se clava y se ingiere en medio de las otras ideas adyacentes en el ánimo de aquel contra quien se emplea, que ayudándose de esos pensamientos fronterizos cobra aliento, la completa y la rectifica; de modo que la sentencia final viene a ser obra de las dos personas que discutían. Pero las ideas que no se pueden responder son esas que no son, propiamente hablando, ideas, que no tiene arraigo en nada, que no encuentran punto de apoyo ni rama fraterna en el espíritu del adversario, el cual, en lucha con el puro vacío, no sabe qué contestar. Los argumentos del señor de Norpois en materia de arte no tenían réplica porque carecían de realidad.

Sucede con las mujeres que no nos quieren como con los seres <<desaparecidos>>: que aunque se sepa que no queda ninguna esperanza, siempre se sigue esperando.

Todos necesitamos alimentar en nosotros alguna vena de loco para que la realidad se nos haga soportable.

Cuando se está enamorado, el amor es tan grande que no cabe en nosotros: irradia hacia la persona amada, se encuentra allí con una superficie que le corta el paso y le hace volverse a su punto de partida; y esa ternura que nos devuelve el choque, nuestra propia ternura, es lo que llamamos sentimientos ajenos, y nos gusta más nuestro amor al tornar que al ir, porque no notamos que procede de nosotros mismos.

Veíase perfectamente que no se vestía tan solo para comodidad o adorno de su cuerpo; iba envuelta en sus atavíos como en el aparato fino y espiritual de una civilización.

De modo que no es seguro que la felicidad tardía, la que llega cuando ya no se la puede disfrutar, cuando no queda amor, sea exactamente la misma felicidad que antaño, por no quiere entregársenos, nos hizo sufrir tanto. Sólo hay una persona capaz de decidir esta cuestión: nuestro yo de entonces; pero ése ya no está presente, e indudablemente bastaría con que tornara para que la felicidad, idéntica o no, se desvaneciese.

Porque la mejor parte de nuestra memoria está fuera de nosotros, en una brisa húmeda de lluvia, en el olor a cerrado de un cuarto o en el perfume de una primera llamarada: allí dondequiera que encontremos esa parte de nosotros mismos de que no dispuso, que desdeñó nuestra inteligencia, esa postrera reserva del pasado, la mejor, la que nos hace llorar una vez más cuando parecía agotado todo el llanto. ¿Fuera de nosotros? No, en nosotros, pero mejor decir, pero oculta a nuestras propias miradas, sumida en un olvido más o menos hondo. Y gracias a ese olvido podemos de vez en cuando encontrarnos con el ser que fuimos y situarnos frente a las cosas lo mismo que él; sufrir de nuevo, porque ya no somos nosotros, sino él, y él amaba eso que ahora nos es indiferente. En la plena luz de la memoria habitual las imágenes de lo pasado van palideciendo poco a poco, se borran, no dejan rastro, ya no las podemos encontrar. Es decir, no las podríamos encontrar si algunas palabras (como <<subsecretario del ministerio de Correos>>) no se hubiera quedado cuidadosamente encerradas en el olvido, lo mismo que se deposita en la Biblioteca Nacional el ejemplar de un libro que sin esa precaución no se hallaría nunca.

Por lo general, vivimos con nuestro ser reducido al mínimum, y la mayoría de nuestras facultades están adormecidas porque descansan en la costumbre, que ya sabe lo que hay que hacer y no las necesita.

Como peligro de desagradar proviene sobre todo de dificultad de apreciar cuáles cosas se notan y cuáles no, por lo menos, por prudencia no debería uno hablar nunca de sí mismo, porque ése es un tema donde de seguro la visión nuestra y la ajena no coinciden nunca.

Como muy poca gente puede tener amistades de alcurnia y profunda cultura, resulta que, por milagro benéfico del amor propio, aquellas personas a quienes faltan esas cosas se consideran los más favorecidos, porque la óptica de las escalas sociales hace suponer a todos que la mejor posición es la que uno ocupa, y tiene por mucho más desgraciados, por mucho menos afortunados y dignos de compasión a los seres superiores a ellos, y los mientan y los calumnian sin conocerlos, así como los juzgaban y desdeñan sin haberlos comprendido. Y aún en los casos en que la multiplicación de los pocos méritos personales que uno tenga por el amor propio no baste para conquistar a cada cual la dosis de felicidad superior a la concedida a los demás, hay un cosas para colmar la diferencia, y es la envidia. Y si la envidia se expresa en frases desdeñosas, hay que traducir un <<no quiero tratarle>>. Sabe uno que eso no es verdad, pero, sin embargo, no se dice por mero artificio, se dice porque se siente, y ya eso basta para suprimir las distancia, esto es, para ser feliz.

Todo lo que tenía, ideas, obras y las demás cosas, que estimaba en mucho menos, habríalo dado con alegría a alguien capaz de comprenderlo. Pero a falta de sociedad soportable vivía Elstir aislado, de un modo selvático, y a ese género de vida le llamaba la gente elegante pose; los poderes públicos, mala índole; los vecinos, locura, y la familia, egoísmo y orgullo.

... A fuerza de practicar la soledad llegó a enamorarse de ella, como ocurre con toda gran cosas que empezó por darnos miedo porque sabíamos que era incompatible con otras insignificantes a las que teníamos apego, esas cosas de las cuáles parece que nos priva la soledad, cuando en realidad lo que hace es quitarnos el cariño a ella. Y antes de conocer la soledad, toda nuestra preocupación estriba en saber hasta qué punto será conciliable con ciertos placeres que dejan de ser tales en cuanto trabamos conocimiento con ella.

Ya entreví yo antes, en los Campos Elíseos, una cosa de la que más tarde pude darme cuenta mejor, y es que cuando se está enamorado de una mujer se proyecta sencillamente sobre ella un estado de nuestra alma; por consiguiente, lo importante no es el valor de una mujer, sino la profundidad de dicho estado de ánimo.

Los nombres que designan a las cosas responden siempre a una noción de la inteligencia ajena a nuestras verdaderas impresiones y que nos obliga a eliminar de ellas todo lo que no se refiera a la dicha noción.

... porque así ocurre en el amor: a las aportaciones que proceden de nosotros mismos triunfan... sobre las que nos vienen del ser amado. Y esto es cierto aún en los amores más efectivos. Los hay, hasta entre aquellos que ya tuvieron cumplimiento carnal, que pueden no sólo formarse, sino subsistir alrededor de muy poca cosa.

No hay hombre -me digo-, por sabio que sea, que en alguna época de su juventud no haya llevado una vida o no haya pronunciado unas palabras que no le gusta recordar y que quisiera ver borradas. Pero en realidad no debe sentirlo del todo, porque no se puede estar seguro de haber llegado a la sabiduría, en la media de lo posible, sin pasar por todas las encarnaciones ridículas y odiosas que la preceden. Ya sé que hay muchachos, hijos y nietos de hombres distinguidos, con preceptores que les enseñan nobleza de alma y elegancia moral desde la escuela. Quizá no tengan nada que tachar de su vida, acaso pudiesen publicar sobre su firma todo lo que han dicho en su existencia, peros son pobres almas, descendientes sin fuerza de gente doctrinaria, y de una sabiduría negativa y estéril. La sabiduría no se transmite, es menester que la descubra uno mismo después de un recorrida que nadie puede hacer en nuestro lugar, y que no nos puede evitar nadie porque la sabiduría es una manera de ver las cosas. Las vidas que usted admira, esas actitudes que le parecen nobles, no las arreglaron el padre de familia o el preceptor: comenzaron de muy distinto modo, sufrieron la influencia de lo que tenían alrededor, bueno o frívolo. Representan un combate y una victoria. Comprendo que ya no reconozcamos la imagen de lo que fuimos en un primer período de la vida y que nos sea desagradable. Pero no hay que renegar de ella, porque es un testimonio de que hemos vivido de verdad con arreglo a las leyes de la vida y del espíritu y que de los elementos comunes de la vida, de la vida de los estudios de pintor, de los grupos artísticos, si de un pintor se trata, hemos sacado alguna cosa superior.

... porque la existencia apenas si tiene interés más que en esos días en que el polvo de las realidades está mezclado con un poco de arena mágica cuando un vulgar incidente de la vida se convierte en episodio novelesco.

En el momento de ir a realizar un ansiado viaje, mientras que la inteligencia y la sensibilidad empiezan a preguntarse si realmente vale la pena viajar, la voluntad, sabedora de que esos dos amos ociosos otra vez considerarían tal viaje como cosa maravillosa en caso de que no se llegara a efectuar, las deja divagar delante de la estación y entregarse a múltiples vacilaciones; y ella va tomando los billetes y nos coloca en el vagón para cuando llegue la hora de la marcha. Todo lo que tienen de mudables sensibilidad e inteligencia lo tiene ella de firme; pero como es callada y no expone sus motivos, parece casi que no existe, y las demás partes de nuestra personalidad obedecen las decisiones de la voluntad sin darse cuenta, mientras que en cambio perciben muy bien sus propias incertidumbres.

Es un hecho constantemente observado en la vida corriente que la persona a quien van dirigidas nuestras palabras las llena de una significación que extrae ella de su propia sustancia y que es muy distinta de aquella con que nosotros las pronunciamos.

Los seres que tienen la posibilidad de vivir para sí mismos... tienen también el deber de vivir para sí mismos; y la amistad es una dispensa de ese deber, una abdicación personal. La conversación, el modo de expresión de la amistad, es una divagación superficial que no nos deja nada que ganar... Y la amistad no sólo carece de virtualidad, como la conversación, sino que además es funesta. Porque la impresión de aburrimiento, es decir, de quedarse en la superficie de sí mismo, en vez de continuar los viajes de exploración por dentro de las profundidades... En la vida que con tal amigo vivía yo me veía delicadamente resguardado de la soledad, con noble deseo de sacrificarme por él, es decir, incapaz de realizarme a mí mismo. Pero, por el contrario, junto a aquellas muchachas, si bien el placer que yo gozaba era egoísta, por lo menos no se basaba en esa mentira que tiene la pretensión de hacernos creer que no estamos irremediablemente solos, mentira que nos impide reconocer que cuando estamos hablando con otros no somos nosotros los que hablamos, sino que entonces somos hechura de los extraños y no hechura de nuestro yo, tan diferente de ellos.

... Los padres dan algo más de ese gesto habitual que constituye las facciones y la voz: dan determinadas maneras de hablar, frases consagradas, que, tan inconscientes como una entonación y casi tan profundas, indican asimismo un modo de ver la vida.

Y a fin de cuentas, esto de acercarse a las cosas y personas que desde lejos nos parecieron bellas y misteriosas, lo bastante para darnos cuenta de que no tienen ni misterio ni belleza, es un modo como otro cualquiera de resolver el problema de la vida; es uno de los métodos higiénicos que podemos elegir, no muy recomendable, pero nos da cierta tranquilidad para ir pasando la vida y también para resignarnos a la muerte, porque como nos convence de que ya hemos llegado a lo mejor y de que lo mejor no era una gran cosa, viene a enseñarnos a no echar nada de menos.

El mundo de Guermantes.

... y a eso obedece que sean las obras verdaderamente bellas, si las oímos sinceramente, las que más deben decepcionarnos, porque en la colección de nuestras ideas no hay ninguna que responda a una impresión individual... Sentimos en un mundo; pensamos, denominamos en otro; podemos establecer entre ambos una concordancia pero no colmar el intervalo que los separa.

La duquesa, trocada de diosa en mujer y pareciéndome de pronto mil veces más hermosa, alzó hacia mí la mano enguantada de blanco que tenía apoyada en la barandilla del palco, la agitó en señal de amistad; mis miradas se sintieron transidas por la incandescencia involuntaria y por los fuegos de los ojos de la princesa, que sin querer los había hecho entrar en conflagración con sólo moverlos para tratar de ver a quién acababa de saludar su prima, y ésta, que me había reconocido, hizo llover sobre mí el aguacero deslumbrante y celestial de su sonrisa.

Donde más vale encontrar los lugares fijos contemporáneos de diferentes años es en nosotros mismos. Para eso es para lo que hasta cierto punto puede servirnos una gran fatiga que sigue a una buena noche. Pero éstas, por lo menos, para hacernos bajar a las galerías más subterráneas del sueño, en que ningún reflejo de la vigilia, en que ningún fulgor de memoria alumbra ya el monólogo interior, si es que éste no cesa en ese punto, remueven también el suelo y el subsuelo de nuestro cuerpo que nos hacen volver a encontrar allí donde nuestros músculos se hunden y retuercen sus ramificaciones y aspiran la vida nueva, el jardín en que hemos sido niños. No hace falta viajar para volverlo a ver; lo que hay que hacer es descender para encontrarlo de nuevo. Lo que la tierra haya cubierto ya no está sobre ella, sino debajo; no basta con la excursión para visitar la ciudad muerta, son necesarias las excavaciones. Pero ya se verá cómo ciertas impresiones fugitivas y fortuitas nos retrotraen  mucho mejor aún hacia el pasado, con una precisión más aguda, con un vuelo más ligero, más inmaterial, más vertiginoso, más infalible , más inmortal, que esas dislocaciones orgánicas. 

Nunca vemos a los seres queridos como no sea en el sistema animado, en el movimiento perpetuo de nuestra incesante ternura, que, antes de dejar que las imágenes que su rostro nos presenta lleguen hasta nosotros, arrebata en su torbellino a esos seres, los lanza sobre la idea que de ellos nos formamos dese siempre, hace que se adhieran a ella, que coincidan con ella.

Y así como un enfermo que desde hace mucho tiempo no se había visto a sí mismo y venía componiendo a cada momento el semblante que no ve, ajustándolo a la imagen ideal que de sí mismo lleva en su pensamiento, retrocede al percibir en un espejo, en medio de un rostro árido y desierto, la prominencia oblicua y sonrosada de una nariz gigantesca como una pirámide de Egipto, así yo, para quien mi abuela era todavía yo mismo. yo, que jamás la había visto fuera de mi alma, siempre en el mismo lugar del pasado, a través de la transparencia de los recuerdos contiguos y superpuestos, de repente, en nuestro salón, que formaba parte de un mundo nuevo, el del tiempo, el mundo en que viven los extraños de quienes se dice "lleva bien su vejez", por vez primera y sólo por un instante, porque desapareció bien pronto, distinguí en el canapé, bajo la lámpara, colorada, pesada y vulgar, en forma, soñando, paseando por un libro unos ojos un poco extraviados, a una vieja consumida, desconocida para mí.

Plantados a tresbolillo, estos perales, más espaciados, menos precoces que los que yo había visto, formaban grandes cuadriláteros -separados por muros bajos- de flores blancas, en cada uno de cuyos lados iba a pintarse diferentemente la luz, tanto que todas aquellas alcobas sin techo y al aire libre tenían la traza de ser las del Palacio del Sol, tal como hubie3ran podido descubrirse en alguna Creta, y hacían pensar también en os compartimentos de un depósito o en ciertas parcelas de mar que el hombre subdivide para algún género de pesca o de ostreicultura, cuando se veía la luz ir desde las ramas, según la exposición, a jugar en las espalderas como sobre las aguas primaverales y hacer romperse acá y allá, centelleando por entre el enrejado de celosía y lleno de azul de la enramada, la albeante espuma de una flor soleada y vaporosa.

Lo que recordamos de nuestra conducta permanece ignorado hasta de nuestro vecino más próximo; lo que de ella hemos olvidado haber dicho, o incluso lo que jamás hemos dicho, va a provocar a risa hasta en otro planeta, y la imagen que los demás se forman de nuestros hechos y gestos se parece tan poco a la que de ellos nos formamos nosotros mismo como se parece a un dibujo un calco mal hecho en que unas veces correspondiese el trazo negro un espacio vacío, y a un blanco un contorno inexplicable.

La denigración furiosa era a menudo en Bloch efecto de una viva simpatía a que había creído que no le correspondían. Y como se imaginaba escasamente la vida de los demás, como no pensaba que puede uno haber estado enfermo o de viaje, etc., un silencia de ocho días le parecía en seguida que nacía de una frialdad deliberada. Así, nunca he creído que sus peores violencias de amigo, y más tarde de escritor, fuesen muy profundas. Se exasperaba si se respondía a ellas con una dignidad helada, o con una ramplonería que le alentaba a redoblar sus golpes, pero cedía con frecuencia a una cálida simpatía.

Su amabilidad se debía a dos causas. Una, general, era la educación que esta hija de soberanos había recibido. Su madre (no sólo entroncada con todas las familias reales de Europa, sino, sobre eso -en contraste con la casa ducal de Parma-, más rica que ninguna princesa reinante) le había, desde su edad más tierna, inculcado los preceptos orgullosamente humildes de un esnobismo evangélico; y ahora, cada rasgo del rostro de la hija, la curva de sus hombros, los movimientos de sus brazos parecían repetir; "Acuérdate de que si Dios te ha hecho nacer en las gradas de un trono, no debes aprovecharte de ello para despreciar a aquellos a quienes la divina Providencia ha querido (¡alabada sea por ello!) que fueses superior por el nacimiento y las riquezas. Por el contrario, sé buena para con los pequeños. Tus abuelos eran príncipes de Clèves y de Juliers desde el año  647; Dios ha querido en su bondad que poseyeses tú sola casi todas las acciones del Canal de Suez y tres veces tanto de la Royal Dutch como Edmundo de Rothschild; tu linaje por línea directa ha sido trazado por los genealogistas desde el año 63de la Era Cristiana; tienes por cuñadas dos emperatrices. Así, no parezca nunca, cuando hables, que te acuerdas de tan grandes privilegios, no porque sean precarios (pues nada puede cambiarse de la antigüedad de la casta, y siempre habrá necesidad de petróleo), sino porque es inútil alardear de que eres mejor nacida que cualquier otra persona, y que la colocación que has dado a tu dinero es de primer orden, puesto que todo el mundo lo sabe. Sé caritativa con los desdichados. Da a todos aquellos que la bondad celestial te ha otorgado la gracia de poner por debajo de ti lo que puedes darles sin descender de tu condición: es decir, socorros en dinero, cuidados de enfermera, inclusive, pero nunca, ni que decir tiene, invitaciones a tus veladas, cosa que ningún bien les haría, pero que, con disminuir tu prestigio, quitaría su eficacia a tu acción benéfica.

... todos los Guermantes, aquellos que lo eran verdaderamente, cuando os presentaban a ellos, procedían a una especie de ceremonia, sobre poco más o menos como si el hecho de que os hubiese tendido la mano hubiera sido tan considerable como si se tratase de armaros caballeros. En el momento en que un Guermantes, aunque no tuviese arriba de veinte años, pero que ya seguía las huellas de sus mayores, oía vuestro nombre pronunciado por el que os presentaba, dejaba caer sobre vosotros, cual si en modo alguno estuviera dispuesto a saludaros, una mirada generalmente azul, siempre de la frialdad de un acero que parecía dispuesto a hundiros en los más hondos recovecos del corazón.

... lo que la duquesa de Guermantes ponía por encima de todo no era la inteligencia; era, según ella, esa forma superior, más exquisita, de la inteligencia elevada hasta una variedad verbal del talento: el ingenio.

... la embriaguez de la desgracia arrastra su razón.

Nos sentimos atraídos por toda vida que representa para nosotros algo desconocido, por una última ilusión por destruir aún.

Sodoma y Gomorra

"En ese juego del escondite que se juega encarnizadamente en la memoria cuando se quiere encontrar un nombre no hay una serie de aproximaciones graduales. No se ve nada, hasta que, de repente, aparece el nombre exacto y muy diferente de lo que se creía adivinar. No es que el nombre haya venido a nosotros. No, más bien creo que a medida que vamos viviendo, pasamos el tiempo en alejarnos de la zona donde un nombre se dibuja bien distinto, y si yo, de repente, atravesé la oscuridad y vi claro, fue por un ejercicio de mi voluntad y de mi atención, que aumentaba la acuidad de mi mirada interior. En todo caso, si hay transiciones entre el olvido y el recuerdo, son transiciones inconscientes. Pues los nombres de etapa por los que pasamos antes de encontrar el nombre verdadero son falsos, y no nos acercan en nada a él. En rigor, ni siquiera son nombres, si no, muchas veces, simples consonantes"

"«Pero usted es igual que nosotros, si no mejor», parecían decir los Guermantes en todos sus actos; y lo decían de la manera más gentil que puede imaginarse, para ser queridos, admirados, pero no creídos; distinguir el carácter ficticio de esta amabilidad es lo que ellos llamaban estar mal educado; creer que era real, eso era mala educación."

"pasado el tiempo, las diferencias sociales y aun las individuales se funden en la uniformidad de una época."

"un hombre de gran talento prestará menos atención que un tonto a la tontería de otro."

"Aunque sólo sea por atavismo, por semejanzas familiares, es inevitable que el tío sermoneador tenga aproximadamente los mismos defectos que el sobrino al que le han dado la misión de amonestar. Y lo hace sin ninguna hipocresía, porque le engaña esa facultad que los hombres tienen de creer, en cada nueva circunstancia, que se trata de «otra cosa», facultad que les permite adoptar errores artísticos, políticos, etc., sin darse cuenta de que son los mismos que, hace diez años, tuvieron ellos por verdades a propósito de otra escuela de pintura que condenaban, de otra cuestión política que se creían en el deber de odiar, de la que han renegado y a la que luego se adhieren sin reconocerla bajo un nuevo disfraz."

"En realidad, siempre descubrimos a posteriori que nuestros adversarios tenían una razón para ser del partido a que pertenecen y que no es por lo que en ese partido puede haber de justo, y que a los que piensan como nosotros les ha llevado a ello la inteligencia si su naturaleza moral es demasiado baja para poder invocarla, o la rectitud si su penetración es escasa."

"el más peligroso de todos los recelos es el de la culpa misma en el ánimo del culpable. El conocimiento permanente que tiene de ella le impide suponer lo ignorada que es generalmente, lo fácil que se creería una mentira completa, y darse cuenta, en cambio, de en qué grado de verdad comienza para los demás la confesión en las palabras que él cree inocentes."

"Porque a las perturbaciones de la memoria están ligadas las intermitencias del corazón. Sin duda es la existencia de nuestro cuerpo, semejante para nosotros a un vaso en el que estuviera nuestra espiritualidad, lo que nos induce a suponer que todos nuestros bienes interiores, nuestros goces pasados, todos nuestros dolores están perpetuamente en nuestra posesión. Acaso es también inexacto creer que se van o vuelven. En todo caso, si permanecen en nosotros es, generalmente, en un dominio desconocido donde no nos sirven de nada y donde hasta las más usuales son repelidas por recuerdos de orden diferente y que excluyen toda simultaneidad con ellas en la conciencia. Pero si volvemos a dominar el cuadro de sensaciones donde se conservan, tienen a su vez el mismo poder de expulsar todo lo que les es incompatible, de instalar, sólo en nosotros, el yo que las vivió."

"no supe contener unas palabras impacientes y molestas que —lo noté en una contracción de su cara— la hirieron; y ahora que ya era imposible para siempre el consuelo de mis besos, era a mí a quien herían aquellas palabras. Pero ya nunca podría borrar aquella contracción de su rostro y aquel dolor de su corazón, o más bien del mío; pues como los muertos ya no existen sino en nosotros, es a nosotros mismos a quienes herimos sin tregua cuando queremos recordar los golpes que en vida les asestamos."

"Sin embargo, como el instinto de conservación, la ingeniosidad de la inteligencia para preservarnos del dolor, comenzaban ya a poner sobre las ruinas todavía humeantes, los primeros cimientos de su obra útil y nefasta, saboreaba yo demasiado la dulzura de recordar tales o cuales juicios del ser querido, de evocarlos como si todavía pudiera pronunciarlos, como si existiera, como si yo siguiera existiendo para ella. Pero en cuanto logré dormirme, a aquella hora, más real, en que mis ojos se cerraron a las cosas de fuera, el mundo del sueño (en cuyo umbral la inteligencia y la voluntad, momentáneamente paralizadas, no podían ya librarme de la crueldad de mis impresiones verdaderas), reflejó, refractó la dolorosa síntesis, por fin restablecida, de la supervivencia y del no ser, en la profundidad orgánica y ahora traslúcida de las vísceras misteriosamente iluminadas."

"las personas, a medida que las vamos conociendo, son como un metal sumergido en un líquido que le ataca: se ve cómo pierden poco a poco sus cualidades (y a veces sus defectos)."

"Cada vez que hablaba de estética, sus glándulas salivares, como las de algunos animales en la época del celo, entraban en una fase de tal hipersecreción que la boca desdentada de la anciana señora dejaba pasar a la comisura de los labios, ligeramente bigotudos, unas gotas cuyo sitio no era aquél."

"el efecto del alcohol trazaba una línea que casaba el deseo con la acción. Se acabaron la duda y el miedo."

"La mirra es el perfume de las nubes, pero también de Protógonos, de Neptuno, de Nerea, de Leto; el incienso es el perfume del mar, pero también el de la bella Diquea, de Temis, de Circe, de las nueve musas Eos, de Mnemosine, del día, de Dikayosuné. En cuanto al estoraque, el"

"¿quién de nosotros, al despertar, no ha sentido cierta desilusión por haber experimentado, dormido, un placer que, una vez despierto, no podemos renovar indefinidamente"

"quizá porque la otra vida, aquella en que dormimos, no está —en su parte profunda— sometida a la categoría del tiempo."

"El ser que yo seré después de la muerte no tiene más razones para acordarse del hombre que yo soy desde mi nacimiento que éste para acordarse de lo que fui antes de él."

"me asustaba pensar que este sueño tuvo la nitidez del conocimiento. ¿Tendría el conocimiento, recíprocamente, la irrealidad del sueño?"

"es raro que el sueño ponga así en la vida despierta unos recuerdos que no mueren con él."

"Los niños, al hacerse mayores, recuerdan con rencor a los que han sido malos para ellos."

"En el desorden de las nieblas de la noche que arrastraban aún sus jirones rosados y azules sobre las aguas sembradas de los restos de nácar de la aurora, pasaban unos barcos sonriendo a la luz oblicua que teñía de amarillo sus velas y la punta del bauprés como cuando vienen de arribada al anochecer: escena imaginaria, entelerida y desierta, pura evocación del poniente, pero sin apoyarse, como el atardecer, en la sucesión de las horas del día que yo tenía costumbre de verle preceder, escena tenue, interpolada, más inconsistente todavía que la horrible imagen de Montjouvain que no lograba anular, cubrir, esconder —poética y vana imagen del recuerdo y del sueño."

La prisionera.

… leía mucho cuando estaba sola y me leía a mí cuando estaba conmigo. Se había vuelto muy inteligente. Decía, equivocándose por lo demás:

-Me aterra pensar que, de no ser por ti, habría seguido siendo una tonta. No lo niegues, tú me has abierto un mundo de ideas que yo ni sospechaba, y lo poco que soy ahora te lo debo a ti, nada más que a ti.

Entonces, notando que su sueño era total, que no iba a tropezar con escollos de conciencia ahora cubiertos por la pleamar del sueño profundo, deliberadamente me subía sin ruido a la cama, me acostaba al lado de ella, le rodeaba la cintura con mi brazo, posaba los labios en su mejilla y sobre su corazón.

Los celos son una sed de saber gracias a la cual acabamos por tener sucesivamente, sobre puntos aislados unos de otros, todas las nociones posibles menos la que quisiéramos. Nunca sabemos si va a nacer una sospecha, pues de pronto recordamos una frase que no era clara, una coartada que nos dieron no sin intención.

Por eso en el amor, como en la vida habitual, no se debe temer sólo el porvenir, sino también el pasado, que muchas veces no se realiza para nosotros hasta después del porvenir, y no hablamos solamente del pasado que conocemos inmediatamente, sino del que hemos conservado desde hace mucho tiempo en nosotros y que de pronto aprendemos a leer.

Los celos son también un demonio al que no se puede exorcizar, y reaparece siempre, encarnado bajo una nueva forma. Y aunque pudiéramos llegar a exterminarlas todas, a conservar perpetuamente a la que amamos, el Espíritu del Mal tomaría entonces otra forma aún más patética, el desconsuelo de no haber logrado la fidelidad más que por la fuerza, el desconsuelo de no ser amado.

Habitualmente detestamos lo que no se nos parece, y nuestros propios defectos, visto desde fuera, nos exasperan.

Se ha dicho que la belleza es una promesa de felicidad. Inversamente, la posibilidad del placer puede ser un comienzo de belleza.

Pues la memoria , en vez de un ejemplar duplicado, siempre presente ante nuestros ojos, de los diversos hechos de nuestra vida, es más bien un vacío del que cuando en cuando una similitud actual nos permite sacar, resucitados, recuerdos muertos; pero hay, además, mil pequeños hechos que no han caído en esa virtualidad de la memoria y que permanecerán siempre incontrolables para nosotros. No prestamos ninguna atención a lo que ignoramos de la vida real en torno a la persona amada, olvidamos inmediatamente lo que nos ha dicho de un hecho o de unas personas que no conocemos, así como su actitud al decírnoslo. Por eso cuando, posteriormente, esas mismas personas suscitan nuestros celos, para saber si no se engañan, si es a ellas a quien deben achacar una impaciencia de la amada por salir, un descontento de que se lo hayamos impedido volviendo demasiado pronto, nuestros celos, hurgando en el pasado para sacar deducciones, no encuentran nada en él; siempre retrospectivos, son como un historiador que se pone a escribir una historia para la cual no hay ningún documento; siempre retrasados, se precipitan como un toro furioso allí donde no se encuentra la persona orgullosa y brillante que los irrita con sus picadura y cuya magnificencia, cuya astucia, admira la multitud cruel. Los celos se debaten en el vacío, inciertos como lo estamos en esos sueños en los que sufrimos por no encontrar en su casa vacía a una persona que hemos conocido bien en la vida, pero que aquí acaso es otra que ha tomado solamente el exterior de otro personaje, inciertos como lo estamos más aún cuando, ya despiertos, intentamos identificar tal o cual detalle de nuestro sueño. ¿Cómo estaba nuestra amiga al decirnos aquello? ¿no parecía muy contenta, hasta silbando, cosa que hace solamente cuando tiene algún pensamiento amoroso y nuestra presencia la importuna y la irrita? ¿No nos dijo una cosa que está en contradicción con lo que nos dice ahora, que conocía o no conocía a tal persona? No lo sabemos, no lo sabremos nunca. Nos esforzamos en buscar los retazos inconsistentes de un sueño, y mientras tanto nuestra vida con nuestra amante continúa, nuestra vida distraída ante lo que ignoramos que es importante para nosotros, atenta a lo que acaso no lo es, obsesionada con seres que no tiene verdadera relación con nosotros, llena de olvidos, de lagunas, de vanas ansiedades, nuestra vida semejante a un sueño.

Los celos, que tienen una venda en los ojos, no sólo son impotentes para ver nada en las tinieblas que los rodean, son también uno de esos suplicios en los que hay recomenzar siempre la tarea.

A nuestros pies, nuestras sombras paralelas, luego juntas, formaban un dibujo precioso. Ya me parecía maravilloso, en la casa, que Albertina viviera conmigo, que fuera ella quien se acostara en mi cama. Pero era como la exportación de esto al exterior, en plena naturaleza, que, junto al lago del Bois que tanto me gustaba, al pie de los árboles, fuera precisamente su sombra, la sombra pura y simplificada de su pierna, de su busto, lo que el sol pintara a la aguada junto a la mía sobre la arena del paseo. Y en la fusión de nuestras sombras encontraba yo un encanto sin duda más inmaterial, pero no menos íntimo que en la aproximación, en la fusión de nuestros cuerpos.

En cambio, los mentirosos lo son rara vez, y, entre los mentirosos, especialmente la mujer que amamos. Ignoramos dónde ha ido, qué ha hecho. Pero en el momento mismo en que está hablando, en que está hablando de otra cosa bajo la cual hay lo que no dice, percibimos instantáneamente la mentira y se agudizan nuestros celos, porque notamos la mentira y no llegamos a saber la verdad… la sensación de mentira la daban muchas particularidades que ya hemos visto en el transcurso de este relato, pero principalmente que, cuando mentía, su relato pecaba, bien por insuficiencia, omisión, inverosimilitud, bien, al contrario, por exceso de pequeños hechos destinados a hacerlo verosímil. La verosimilitud, a pesar de la idea que se hace el mentiroso, no es enteramente la verdad. Cuando, escuchando algo verdadero, oímos algo que es solamente verosímil, que acaso lo es más que lo verdadero, que quizá es incluso demasiado verosímil, el oído un poco músico siente que no es aquello, como ocurre con un verso cojo, o una palabra leída en alta voz por otro. El oído lo siente, y si estamos enamorados, el corazón se alarma.

… el testimonio de los sentidos es una operación mental en la que la convicción crea la evidencia.

… el error es más obstinado que la fe y no analiza sus creencias.

El universo es verdadero para todos nosotros y diferencia para cada uno.

… no es un universo el que se despierta cada mañana, son millones de universos, casi tantos como pupilas e inteligencias humanas.

Pero a poco orgullo que éste tenga, y aunque una separación hubiera de costarle la vida, no responderá a una supuesta traición con un gesto efusivo y se alejará o, sin alejarse, se esforzará por fingir frialdad. De suerte que todo lo que la amante le hace sufrir es en perjuicio de ella. Si, por el contrario, disipa ella con una palabra hábil, con tiernas caricias, las sospechas que le torturaban aunque quisiera hacerse el indiferente, seguramente el amante no experimenta esa intensificación desperada del amor a la que los celos le llevan, sino que, dejando bruscamente de sufrir, dichoso, enternecido, con el sosiego que sentimos cuando ha pasado la tormenta y ha caído la lluvia y apenas oímos todavía, bajo los grandes castaños, caer a largos intervalos las gotas suspendidas que ya el sol colorea, no sabe cómo expresar su gratitud a la que le ha curado.

Las mentiras, de la que están hechas todas las conversaciones, aunque tan a menudo logre engañar, no oculta un sentimiento de inamistad, o de interés, o una visita que se quiere aparentar no deseada, o una escapada con una querida sin que lo sepa la mujer tan perfectamente como una buena fama tapa una malas costumbres sin dejarlas adivinar. Pueden permanecer ignoradas toda la vida; hasta que una noche la casualidad de un encuentro las descubre; y aun a veces no se entiende bien la cosa, y es preciso que un tercero enterado nos dé la incógnita palabra que todos ignoran.

Pero entonces, ¿no es verdad que esos elementos, todo ese residuo real que nos vemos obligados a guardar para nosotros mismos, que la conversación no puede transmitir ni siquiera del amigo al amigo, del maestro al discípulo, del amante a la amada, esa cosa inefable que diferencia cualitativamente lo que cada uno ha sentido y que tiene que dejar en el umbral de las frases donde no puede comunicar con toro si no limitándose a puntos exteriores comunes a todos y sin interés, el arte el arte de un Vinteuil como el de un Elstir, le hace surgir, exteriorizando en los colores del espectro la composición íntima de esos mundos que llamamos los individuos y que sin arte no conoceríamos jamás?

El único viaje verdadero, el único baño de juventud, no sería ir hacia nuevos paisajes, sino tener otros ojos, ver el universo con los ojos de otro, de otros cien, ver los cien universos que cada uno de ellos ve, que cada uno de ellos es.

Y así como algunos seres son los últimos testigos de una forma de vida que la naturaleza ha abandonado, me preguntaba si no sería la música el ejemplo único de lo que hubiera podido ser la comunicación de las almas de no haberse inventado el lenguaje, la formación de las palabras, la formación de las palabras, el análisis de las ideas.

… en esos novelistas mediocres que en ciertas épocas ocupan una situación de genio, bien por la mediocridad de sus colegas, entre los que no hay ningún artista superior capaz de demostrar lo que es el verdadero talento, o bien por la mediocridad del público que, aunque existiera una individualidad extraordinaria, sería incapaz de comprenderla.

… sólo encontraba un consuelo para sus penas: matar la felicidad de los demás.

Por eso a veces, leyendo la nueva obra maestra de un hombre de talento, nos complacemos en encontrar en ella todas las reflexiones nuestras que habíamos despreciado, alegrías, tristezas que habíamos contenido, todo un mundo de sentimientos desdeñado por nosotros y de cuyo valor nos informa de pronto el libro donde los reconocemos. Había acabado por aprender de la existencia de la vida que estaba mal sonreír afectuosamente, y no tenérselo en cuenta, cuando alguien se burlaba de mí. Pero aunque había dejado de expresar esta falta de amor propio y de rencor hasta el punto de ignorar casi completamente esa condición mía, no por eso dejaba de estar inmerso en el medio vital primitivo.

…unas palabras que no distinguí bien… Oímos retrospectivamente cuando hemos comprendido.

Parece que los acontecimientos son más vastos que el momento en el que ocurren y en el que no caben enteros. Cierto que rebasan hacia el porvenir por la memoria que de ellos conservamos, pero también requieren un lugar en el tiempo que los precede. Cierto que se dirá que entonces no los vemos tales como serán, pero ¿acaso no los modifica también el recuerdo?

La fugitiva.

Pero lo que se llama experiencia no es más que la revelación a nuestros propios ojos de un rasgo de nuestro carácter, que reaparece naturalmente y reaparece con tanta más fuerza cuanto que lo hemos dilucidado ya una vez para nosotros mismos, y el movimiento espontáneo que nos guio la primera vez está reforzado por todas las sugerencias del recuerdo. Para los individuos (y hasta para los pueblos que perseveran en sus faltas y van agravándolas) el plagio humano más difícil de evitar es el plagio de sí mismo.

Los vínculos entre un ser y nosotros no existen más que en nuestro pensamiento. La memoria, al debilitarse, los afloja, y, a pesar de la ilusión con que quisiéramos engañarnos y con la que, por amor, por amistad, por finura, por respeto humano, por deber, engañamos a los demás, existimos solos. El hombre es el ser que no puede salir de sí mismo, que sólo en sí mismo conoce a los demás, y, al decir lo contrario, miente.

¿no sufren menos por desear menos, por añorar menos lo que siempre les fuera inasequible y que, por eso mismo, permaneció como irreal? Se desea más a la persona que va a entregarse, la esperanza anticipa la posesión; la añoranza es un amplificador del deseo.

… nuestras sensaciones, para ser fuertes, tienen que provocar en nosotros algo diferente de ellas, un sentimiento que no podrá satisfacerse en el placer, sino que se suma al deseo, lo infla, le hace agarrarse desesperadamente al placer.

Y sentí una vez más, en primer lugar, que el recuerdo no es inventivo, que es importante para desear otra cosa, ni siquiera otra cosa menor que lo que hemos poseído; después, que es espiritual, de suerte que la realidad no puede proporcionarle el estado que busca; por último, que el renacimiento que encarna, derivándose de una persona muerta, más que la necesidad de amar, en la que hace creer, es la necesidad de la ausente.

Así como hay una geometría en el espacio, hay una psicología del tiempo en la que los cálculos de una psicología plana ya no serían exactos, porque en ellos no se tendría en cuenta el tiempo y una de las formas que adopta, el olvido; el olvido cuya fuerza comenzaba yo a sentir y que es tan poderoso instrumento de adaptación a la realidad porque destruye poco a poco en nosotros el pasado superviviente que está en constante contradicción con ella… Cuando, por la diferencia que había entre lo que la importancia de su persona y de sus actos era para mí y para los demás, comprendí que mi amor, más que un amor a ella, era un amor en mí, habría podido deducir diversas consecuencias de ese carácter subjetivo de mi amor, y que, siendo un estado mental, podía sobre todo sobrevivir bastante tiempo a la persona, pero también que, no teniendo con esta persona ninguna verdadera unión, careciendo de todo apoyo ajeno a sí mismo, debería, como todo estado mental, hasta los menos duraderos, encontrarse un día fuera de uso, ser <<sustituido>>, y que, ese día, todo lo que parecía unirme tan dulcemente, tan indisolublemente al recuerdo de Albertina, ya no existiría para mí. La desgracia de los seres es que no son para nosotros más que unas láminas de colección que se gastan mucho en nuestro pensamiento. Precisamente por esto fundamos en ellos proyectos que tienen el ardor del pensamiento; pero el pensamiento se cansa, el recuerdo se destruye.

Sólo tenemos del mundo unas visiones informes, fragmentarias, que completamos con asociaciones de ideas arbitrarias, creadoras de peligrosas sugestiones.

Quizá me consolaba más fácilmente comprobar que la que yo había amado no era ya, pasado cierto tiempo, más que un pálido recuerdo que volver a encontrar en mí esa vana actividad que nos hace perder el tiempo en tapizar nuestra vida con una vegetación humana vivaz pero parásita, que también pasará a no ser nada cuando muera, que ya es ajena a todo lo que hemos conocido y a la que, sin embargo, intenta agradar nuestra senilidad charlatana, melancólica y coqueta. Había hecho su aparición en mí el nuevo ser que soportaba fácilmente vivir sin Albertina, puesto que había podido hablar de ella en casa de los Guermantes con palabras afligidas, sin sufrimiento profundo. La posible llegada de estos nuevos yos que deberían llevar otro nombre distinto del anterior me había asistido siempre, por su indiferencia a lo que yo amaba.

Si nuestro afecto a los muertos se va debilitando, no es porque ellos se hayan muerto, sino porque morimos nosotros mismos.

No podemos ser fieles sino a aquello de que nos acordamos, y no nos acordamos más que de lo que hemos conocido. Mi nuevo yo, mientras iba creciendo a la sombre del antiguo, le había oído a menudo hablar de Albertina; a través de él, a través de los relatos que de él recogía, creía conocerla, le era simpática, la amaba; pero no era más que un cariño de segunda mano.

En paz duermen los muertos en la tierra.

Así deben dormir los sentimientos muertos,

Que también polvo son las reliquias del alma;

Apartemos las manos de esos sagrados restos.

Ocurre que, incluso cuando malas noticias deben entristecernos, en la distracción, en el juego equilibrado de la conversación, pasan ante nosotros sin detenerse, y nosotros, preocupados por mil cosas que hemos de contestar, transformados en otro por el deseo de agradar a las personas presentes, protegidos durante unos momentos en ese nuevo ciclo contra los afectos, los sufrimientos que hemos dejado para entrar aquí y que volvemos a encontrar una vez roto el breve encanto, no tenemos tiempo de acogerlos. Sin embargo, si esos afectos, si esos sufrimientos son demasiado predominantes, entramos siempre distraídos en la zona de un mundo nuevo momentáneo, donde, demasiado fieles al sufrimiento, no podemos ser otro; entonces las palabras se ponen inmediatamente en relación con nuestro corazón, que no ha quedado al margen... Ni siquiera se puede pensar completamente, porque no se está solo.

¿Por qué creerla? La mentira es esencia a la humanidad. Quizá desempeñada en ella un papel tan grande como la búsqueda de la felicidad, y además es esta búsqueda quien la dirige. Mentimos por proteger nuestro placer, o nuestro honor cuando la divulgación del placer es contraria al honor. Mentimos toda la vida, incluso, sobre todo, quizá solamente, a los que nos aman. Pues sólo estos nos hacen temer por nuestro placer y desear su estimación.

… debí pensar que hay, uno frente a otro, dos mundos, uno constituido por las cosas que dicen los seres mejores, los más sinceros, y detrás de él el mundo compuesto por la sucesión de lo que esos mismos seres hacen.

El hombre es ese ser sin edad fija, ese ser que tiene la facultad de tornarse en unos segundos muchos años más joven, y que, rodeado por las paredes del tiempo en que ha vivido, flota en él, pero como en un estanque cuyo nivel cambiara constantemente y le pusiera al alcance ya de una época, ya de otra.

Pero esto, esas indiscreciones que sólo se producen cuando la vida terrestre de una persona ha terminado, ¿acaso no demuestran que, en el fondo, nadie cree en una vida futura? Si esas indiscreciones son ciertas deberíamos temer el resentimiento de aquella cuyos actos descubrimos y temerlo tanto para el día en que la encontraremos en el cielo cmo lo temíamos cuando vivía, cuando nos creíamos obligados a ocultar su secreto. Y si esas indiscreciones son falsas, inventadas, porque ella ya no está aquí para desmentir, deberíamos temer más aún la ira de la muerta si la creyéramos en el cielo. Pero nadie lo cree.

¡cuánto más espesa es la cortina interpuesta entre las acciones que vemos de esa persona y sus móviles!... Y esa cortina que cubre los móviles de otro, ¡cuánto más impenetrable es si tenemos amor a esa persona!

Y entre todas las razones de tener con nosotros una actitud inexplicable hay que incluir esas singularidades de carácter que llevan a una persona, bien por negligencia de su interés, bien por odio, bien por amor a la libertad, bien por bruscos arrebatos de ira o por temor de lo que pensarán ciertas personas, a hacer lo contario de lo que pensábamos. Y además hay diferencias de medio, de educación, en las que no queremos creer porque, cuando hablamos los dos, se borran en las palabras, pero que reaparecen cuando está uno solo, para dirigir los actos de cada uno desde un punto de vista tan opuesto que no hay verdadera coincidencia posible.

El tiempo recobrado.

Las gentes van generalmente a sus diversiones sin pensar nunca que, si cesaran las influencias debilitantes y moderadoras, la proliferación de los infusorios llegaría al máximo, es decir, daría en unos días un salto de varios millones de leguas, pasaría de un milímetro cúbico a una masa de un millón de veces más grande que el sol, destruyendo al mismo tiempo todo el oxígeno, todas las sustancias de que vivimos, y ya no habría ni humanidad, ni animales, ni tierra, o sin pensar que una irremediable y verosímil catástrofe podrá producirse en el éter por la actividad incesante y frenética que oculta la aparente inmutabilidad del sol; se ocupan de sus asuntos sin pensar en esos dos mundos, el uno demasiado pequeño, el otro demasiado grande para que perciban las amenazas cósmicas que se ciernen en torno a nosotros.

La lógica de la pasión, aunque esté al servicio del mejor derecho, no es nunca irrefutable para el que no está apasionado… La satisfacción que causa a un imbécil su derecho y la certidumbre del éxito nos irritan profundamente.

… porque la vida nos decepciona de tal modo que acabamos por creer que la literatura no tiene ninguna relación con ella y nos asombra ver que las preciosas ideas que hemos visto en ellos libros se manifiestan, sin miedo de estropearse, gratuitamente, naturalmente, en plena vida cotidiana…

Así, cuando estudiamos ciertos períodos de la historia antigua, nos sorprende ver seres individualmente buenos participando sin escrúpulo en asesinatos en masa, en sacrificios humanos, que probablemente les parecían cosas naturales. Seguramente al que lea dentro dos mil años la historia de nuestra época le extrañará encontrar igualmente ciertas conciencias tiernas y puras bañadas en un medio vital que le parecerá monstruosamente pernicioso y al cual se acomodaban.

En este libro donde no hay ni un solo hecho que no sea ficticio, donde no hay un solo personaje <<con clave>>, donde todo ha sido inventado por mí según las necesidades de mi demostración, debo decir en elogio de mi país que únicamente los parientes millonarios de Francisca que dejaron su retiro para ayudar a la sobrina desamparada son personajes reales, personas que existen. Y convencido de que su modestia no se ofenderá, por la sencilla razón de que nunca leerán este libro, transcribo aquí su nombre verdadero con infantil placer y profunda emoción, ya que no puedo citar los nombres de tantos otros que debieron de actuar de la misma manera y por los cuales ha sobrevivido Francia…

… pero entre el recuerdo que nos vuelve bruscamente y nuestro estado actual, lo mismo que entre dos recuerdos de años, de lugares, de horas distintas, la distancia es tan grande que bastaría, aun prescindiendo de una originalidad específica, para hacerlos incomparables unos con otros. Sí, si el recuerdo, gracias al olvido, no ha podido contraer ningún lazo, echar ningún eslabón entre él y el minuto presente; si ha permanecido en su lugar, en su fecha; si ha guardado las distancias, el aislamiento en el seno de un valle o en la punta de un momento, nos hace respirar de pronto un aire nuevo, precisamente porque es un aire que respiramos en otro tiempo, ese aire más puro que los poetas han intentado en vano hacer reinar en el paraíso y que sólo podría dar esa sensación profunda de renovación si lo hubiéramos respirado ya, pues los verdaderos paraísos son los paraísos que hemos perdido.

Esto explicaba que mis inquietudes sobre mi muerte hubieran cesado en el momento en que reconocí inconscientemente el sabor de la pequeña madalena, porque en aquel momento el ser que yo había sido era un ser extratemporal, despreocupado por lo tanto de las vicisitudes del futuro. Aquel ser no había venido nunca a mí, no se había manifestado jamás sino fuera de la acción, del goce inmediato, cada vez que el milagro de una analogía me había hecho evadirme del presente. Sólo él tenía el poder de hacerme recobrar los días antiguos, el tiempo perdido, ante lo cual los esfuerzos de mi memoria y de mi inteligencia fracasaban siempre… en el transcurso de mi vida, la realidad me decepcionó muchas veces porque, en el momento de percibirla, mi imaginación, que era mi único órgano para gozar de la belleza, no podía aplicarse a ella, en virtud de la ley inevitable que dispone que sólo se pueda imaginar lo que está ausente. Y he aquí que, de pronto, el efeto de esta dura ley quedaba neutralizado, suspendido, por un expediente maravilloso de la naturaleza, que hizo espejear una sensación -ruido del tenedor y del martillo, igual título de libro, etc.- a la vez en el pasado, lo que permitiría a mi imaginación saborearla,  en el presente, donde la sacudida efectiva de mi sentido por el ruido, el contacto de la servilleta, etc., añadió a los sueños de la imaginación aquello de que habitualmente carecen: la idea de existencia, y , en virtud de este subterfugio, permitió a mi ser lograr, aislar, inmovilizar -el instante de un relámpago- lo que no apresa jamás: un poco de tiempo en estado puro. El ser que renació en mí cuando, con tal estremecimiento de felicidad, percibí el ruido común a la vez a la cuchara que choca con el plato y al martillo que golpea la rueda, a la desigualdad de las losas del patio de Guermantes y del bautisterio de San Marcos, etcétera, ese ser se nutre sólo de la esencia de las cosas, sólo en ella encuentra su subsistencia, sus delicias, languidece en la observación del presente donde los sentidos no pueden llevarla, en la consideración de un pasado que la inteligencia le deseca, en la espera de un futuro que la voluntad construye con fragmentos del presente y del pasado a los que quita además parte de su realidad no conservando de ellos más que lo que conviene al fin utilitario, estrechamente humano, que les asigna. Pero si un ruido, un olor, ya oído o respirado antes, se oye o se respira de nuevo, a la vez en el presente y en el pasado reales sin ser actuales, ideales sin ser abstractos, en seguida se encuentra liberada la esencia permanente y habitualmente oculta de las cosas, y nuestro verdadero yo, que, a veces desde mucho tiempo atrás, parecía muerto, pero no lo estaba del todo, se despierta, se anima al recibir el celestial alimento que le aportan. Un minuto liberado del orden del tiempo ha recreado en nosotros, para sentirlo, al hombre liberado del orden del tiempo. Y se comprende que este hombre sea confiado en su alegría, aunque el simple sabor de una magdalena no parezca contener lógicamente las razones de esa alegría; se comprende que la palabra <<muerte>> no tenga sentido para él; situado fuera del tiempo, ¿qué podría temer del futuro?

De suerte que lo que el ser tres o cuatro veces resucitado en mí acababa de gustar era quizá fragmentos de existencia sustraídos al tiempo, pero esta contemplación, aunque de eternidad, era fugitiva. Y, sin embargo, sentí que el goce que, con raros intervalos, me había producido en mi vida, era el único fecundo y verdadero.

… una cosa que vimos en cierta época, un libro que leímos, no sólo permanece unido para siempre a lo que había en torno nuestro; queda también fielmente unido a lo que nosotros éramos entonces, y ya no puede ser releído sino por la sensibilidad, por la persona que entonces éramos; si yo vuelvo a coger en la biblioteca, aunque sólo sea con el pensamiento, François le Champi, inmediatamente se levanta en mí un niño que ocupa mi lugar, que sólo él tiene derecho a leer ese título: François le Champi, y que lo lee como lo leyó entonces, con la misma impresión del tiempo que hacía en el jardín, con los mismo sueños que formaba entonces sobre los países y sobre la vida, con la misma angustia del futuro… la primera edición de una obra hubiera sido para mí más valioso que las demás, pero entendiendo por primera edición aquella en que la leí por primera vez… y si yo tuviera todavía el François le Champi que mamá sacó un día del paquete de libros que mi abuela iba a regalarme por mi cumpleaños, no lo miraría nunca: tendría demasiado miedo de ir insertando poco a poco en él mis impresiones de hoy, de que se fuera convirtiendo en una cosa del presente hasta el punto de que, cuando yo le pidiera que suscitase una vez más al niño que descifró su título en el cuartito de Combray, el niño, no reconociendo su acento, no respondiera ya a su llamada y permaneciera para siempre enterrado en el olvido.

Así se habían sucedido los partidos y las escuelas, adhiriéndose siempre a ellos los mismos cerebros, hombre de una inteligencia relativa, siempre inclinados a los entusiasmos de los que se abstienen otras mentes más escrupulosas y más difíciles en cuestión de pruebas. Desgraciadamente, y por lo mismo que los otros no son más que semiinteligencias, necesitan completarse en la acción y por eso actúan más que las mentes superiores, atraen a la multitud y crean en torno suyo no sólo las famas desorbitadas y los desdenes injustificados, sino las guerras civiles y las guerras exteriores, que un poco de autocrítica port-royalista debería evitar.

La imaginación, el pensamiento pueden ser máquinas admirables en sí, pero pueden ser inertes. El sufrimiento las pone entonces en marcha. Y los seres que nos sirven de modelo para el dolor ¡nos conceden sesiones tan frecuentes, en ese taller al que sólo vamos en esos períodos y que está en el interior de nosotros mismos! Estos períodos son como una imagen de nuestra vida con sus diversos dolores. Pues también ellos los contienen diferentes, y en el momento en que creíamos que era tranquilo, uno nuevo. Uno nuevo en todos los sentidos de la palabra: quizá porque esas situaciones imprevistas nos obligan a entrar más profundamente en contacto con nosotros mismos, esos dilemas dolorosos que el amor nos plantea a cada instante nos instruyen, nos descubren sucesivamente la materia de que estamos hechos.

En realidad, cada lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera podido ver en sí mismo. El reconocimiento en sí mismo, por el lector, de lo que el libro dice es la prueba de la verdad de éste, y viceversa, al menos hasta cierto punto, porque la diferencia entre los dos textos se puede atribuir, en muchos casos, no al autor, sino al lector. Además, el libro puede ser demasiado sabio, demasiado oscuro para el lector sencillo y no ofrecerle más que un cristal borroso con el que no podrá leer.

Si siempre me interesaron tanto los sueños que tenemos durmiendo… y quizá el sueño me había fascinado también por el formidable juego que hace con el Tiempo. ¿No había visto yo muchas veces en una noche, en un minuto de una noche, tiempos muy lejanos, relegados a esas distancias enormes donde ya no podemos distinguir nada de los sentimiento que en ellos sentíamos, precipitarse a toda velocidad sobre nosotros, cegándonos con su claridad, como si fueran aviones gigantescos en lugar de las pálidas estrellas que creíamos, hacernos ver de nuevo todo lo que habían contenido para nosotros, dándonos la emoción, el choque, la claridad de su vecindad inmediata, que han recobrado, una vez despiertos, la distancia milagrosamente franqueada, hasta hacernos creer, erróneamente por lo demás, que eran una de las manera de recobrar el Tiempo perdido?

Bien pensado, la materia de mi experiencia, que sería la materia de mi libro, procedía de Swann no sólo por todo lo que se refería a él mismo y a Gilberta, sino que fue él quien me dio ya en Combray el deseo de ir a Balbec, a donde de no ser por resto, no les habría ocurrido a mis padre la idea de mandarme, y yo no habría conocido a Albertina, ni siquiera a los Guermantes, puesto que mi abuela no habría encontrado a madame Villparisis, ni yo habría conocido a Saint-Loup y a Monsieur de Charlus, por los cuales conocí a la duquesa de Guermantes y por ésta a su prima, de suerte que mi presencia misma en este momento en casa del príncipe de Guermantes, donde acababa de ocurrírseme de pronto la ida de mi obra (de donde resultaba que debía a Swann no sólo la materia, sino la decisión), procedía también de Swann… si alguna vez lo pensamos bien, resulta que toda nuestra vida y nuestra obra salieron de una palabra que nos dije en el aire.

Y todos esos diferentes planos con arreglo a los cuales el Tiempo, desde que yo acababa de recobrarlo en aquella fiesta, disponía mi vida, haciéndome pensar que, en un libro que se propusiera contar una, habría que emplear, en lugar de la psicología plana que se aplica generalmente, una especie de psicología del espacio, daban sin duda una belleza nueva a esas resurrecciones que mi memoria operaba mientras estaba solo en la biblioteca, porque la memoria, al introducir el pasado en el presente sin modificarlos, tal como era cuando era presente, suprime precisamente esa gran dimensión del Tiempo con arreglo a la cual se realiza la vida.

El tiempo incoloro e inasible, para que yo pudiese, por así decirlo, verlo y tocarlo, se había materializado en ella y la había modelado como una obra maestra, mientras que, paralelamente, en mí, no había hecho, ¡ay!, más que su obra.

… después de la muerte, el Tiempo se reitera del cuerpo, y los recuerdos tan indiferentes, tan empalidecidos, se borran en la que ya no existe y pronto se borrarán en aquel a quien aún torturan, pero en el cual acabarán por perecer cuando deje de sustentarlo el deseo de un cuerpo vivo.